Texto: Analía Medina
Lectura: Vanina García
Ilustración: María Belén Echeverría
Tomar buenos apuntes no se trata solamente de prestar atención: es necesario tener una letra prolija y legible, un cuaderno que sea digno de ella y un tercer elemento muy importante: la lapicera.
Siempre usé la pluma que me regaló mi abuela cuando terminé el secundario. Su trazo es negro y suave, ni grueso ni fino: un término medio exquisito. Me encanta como se desliza en la hoja y ayuda a que mi caligrafía sea, modestia aparte, envidiable.
Este año los mismos que crearon hace doce meses la Silver Pen, trazo de seda, lanzaron la Gold Pen, un bolígrafo que condensa lo mejor de las plumas y la estética moderna de las biromes. Antes de que terminar de ver la publicidad ya me la había comprado. Hice lo mismo que hago cada vez que estreno lapicera o bolígrafo: escribir Hola, soy Mariana y esta es mi lapicera nueva. No veo la hora de estar en clase y tener que anotar. Anotar y anotar. Meto la Gold Pen en la cartuchera y me la llevo a la facu.
Hoy es el primer día, pero entro al aula y todo mal: el banco del fondo está ocupado. Me gusta sentarme allá porque estoy lejos de los improvisados de última hora, esos que llegan tarde, con el programa hecho un rollo, sin cuaderno ni nada para tomar nota. Tipos iguales al de saco marrón a cuadros que, hace justo un año, me pidió prestada una birome; y yo como era nueva, confiada e inocente, le presté la Silver Pen. Lo recuerdo y me da escalofríos El flaco nunca me la devolvió y dejó la materia.
Alguna vez me lo crucé, pero no se la pedí y a medida que pasaron los días me dio vergüenza hacerlo.
Busco lugar entre los bancos del medio, me fijo que todos los que me rodean tengan los materiales necesarios para la clase. Pero el panorama es negro, negro de marcador indeleble: al de gorrita lo fiché desde la puerta, vi que agitaba la birome o la hacía rodar entre sus manos; es obvio que en cualquier momento se queda sin tinta y dudo que en la riñonera tenga una de repuesto. Y esa pelirroja, no hace más que llevarse a la boca uno de esos bolígrafos gordos con cincuenta colores diferentes y de calidad pésima.
Es demasiado, no puedo quedarme acá.
Me siento en la primera fila y saco la pluma. Decidí usar la pluma para los teóricos, la Gold Pen para los prácticos y alternar una semana cada una para los teórico- prácticos.
Por fin llega el profesor y detrás uno de los madrugados de siempre, un chico de saco con rombos.
Rombos marrones que parecen cuadros torcidos ¿Qué será de mi Silver Pen? Silver Pen, trazo de seda, Silver Pen, ¡escribe bien! Sí, la cantaba Patricia Sosa.
Mirá que el aula es grande, ¿acá te tenés que sentar con tu saco feo? Sin sacar la cartuchera de la cartera la abro, y ahí está la Gold Pen y el adhesivo blanco que utilizo para pegar sobre la hoja y no tener que usar esos correctores pastosos y malolientes. Otra vez, con el estrés de los preparativos me olvidé de traer una birome de calidad inferior para prestar en casos de emergencia. No aprendo más.
Cierro la cartera y de reojo veo como el flaco se me acerca. Ni se te ocurra pedirme nada, estás muerto. Me pregunta si ya tomaron lista. Mi “no” suena casi como un suspiro. Quiero prestar atención, anotar todo, pero tengo las manos transpiradas y la pluma se me resbala. El profesor anota en el pizarrón los horarios de los prácticos y otra vez escucho ese tiqui, tiqui, tiqui. No es el de gorrita. El chico de los rombos -rombos marrones que parecen cuadros torcidos… Silver Pen, trazo de seda, Silver Pen, ¡escribe bien!-, agita la birome, raya con fuerza el papel, la tinta que no sale y vuelve a agitar.
Tengo calor y no puedo sostener la pluma que se desliza sola, húmeda. La agarro rápido y otra vez me acuerdo de ese sueño que tengo una y otra vez: estoy en la clase de hace un año, que el de saco de cuadros me pide una birome y yo vuelo sobre el alumnado y voy hasta el kiosco-librería y pido una birome. Y la mujer que me atiende hace un globo con el chicle que tiene en la boca, lo explota, se lo despega de la cara con la mano y me dice con voz de ultratumba:
-Acá no vendemos biromes. Ni acá ni en toda la facultad. Afuera están bombardeando y no quedó ni una librería en pie. Vas a tener que prestar tu pluma… o la Silver Pen. Silver Pen, trazo de seda, Silver Pen, ¡escribe bien! ¡Qué tema! Lo canta Julia Zenko.
-¡No! ¡Patricia Sosa lo cantaba! Y yo tenía la Silver Pen, ¿sabés? y ya no la tengo, ¡y no se consigue más!… y…
Y el chico de al lado me mira raro y los demás, incluido el profesor, también. La pelirroja sigue con la birome gorda en la boca, pero tiene sus ojos clavados en mí. ¿Me desmayé? ¿Grité? Todos me miran.
Escucho otra vez el tiqui, tiqui, tiqui, pero no es ni el chico de al lado, ni el de gorrita. No puedo detectar de donde viene el sonido. Guardo la pluma en la cartuchera, cierro la cartera; con mis manos mojadas me arreglo el pelo. Me duele la cabeza. Tiqui, tiqui, tiqui. Agarro mis cosas y salgo del aula.
No quiero distraerme con nada, camino mirando el suelo. Tengo un objetivo. Bajo los dos pisos y llego a la calle. Iría hasta el semáforo pero ahí enfrente está la librería más completa en cinco cuadras de radio (tiene una facultad enfrente y una escuela a media cuadra, es lógico que sea la más completa). Cruzo y respiro tranquila cuando veo que conservan la promoción de diez biromes por quince pesos. Pido cinco negras y cinco azules. Las pruebo todas en un talonario improvisado que me facilitan.
Las reparto: dos en la cartuchera, dos en el bolsito del maquillaje, dos en el bolsillo interno de la cartera. Las cuatro restantes quedarán en mi casa hasta que haya que reponer.
Vuelvo a la facultad, paso por el kiosco, y la mujer que atiende me saluda.
Estoy transpirada.
En la billetera tengo cien pesos, doy media vuelta otra vez hacia la salida y a cruzar por el medio.
La kiosquera hace un globo gigante con el chicle.