Texto: Santiago Craig
Lectura: Alfredo Martín
Ilustración: Valeria Reinhold
Ahora, sea usted un hombre de entre cincuenta y cincuenta cinco años. Si tiene menos edad, si tiene más, no importa. Mienta si es creíble. Cuarenta es creíble, treinta y siete, sesenta, sesenta y tres. Simule ser un cincuentón durante un tiempo. Use mocasines, cinturón con hebilla dorada, fume cigarrillos negros. Deje en el ascensor un bloque sólido de perfume cada vez que baje o suba. Si es cuando baja, mejor, así lo huelen los que lo ven y saben de dónde viene el aroma. Viva en un piso siete, en un piso quince, en un edificio antiguo y robusto de la década de 1960. Imagine el bloque de perfume del ascensor como un cubo de hielo, algo que los que suban detrás suyo tengan que picar y romper para respirar el aire puro. Viva solo, sea soltero. Use en el pelo productos que lo hagan parecer de un solo color y siempre húmedo. Tenga una rutina rígida. Arranque a las siete, termine a las nueve. Use una cartera de cuero con un cierre relámpago. Adentro, tenga su lapicera, sus papeles, un peine. Los documentos y el dinero átelos con una banda elástica y guárdelos en el bolsillo del pantalón. No en el de atrás, en el del costado derecho, para tenerlos a mano, para que no se arruguen ni se humedezcan, para que no estén expuestos. Empareje las caras de los próceres de los billetes, ordénelos por denominación y valor. Sepa el nombre de las mozas que le sirven el desayuno en la estación de servicio y que ellas sepan el suyo. Que haya entre ustedes una complicidad pícara. Dígales “linda”, “preciosa”. Que ellas le den su agua en un vaso de vidrio y no de plástico como a los demás, que le calienten las medialunas. Tenga respuestas preparadas, muletillas. Cuando le pregunten cómo está, diga que “listo para la aventura”, cuando lo saluden hasta mañana, usted responda “qué optimismo”. Dígase peronista, pero asegure también que el peronismo murió con el Hombre. Guarde en su casa fotos de sus padres en una caja de lata, debajo de la cama. Tenga siempre vino blanco en la heladera. Llámese Adrián o Marcelo, no tenga apodos. Confunda el nombre de sus sobrinos, insista para que sean hinchas de Boca. Tenga la imagen de un santo pegada en la heladera. Diga que usted no era creyente hasta que le pasaron cosas. Diga que no creer es soberbio. Que algo tiene que haber atrás de todo esto, después de todo esto. Diga que desprecia a los curas, a la Iglesia, al Papa, pero que con Dios no está tan seguro. De lunes a viernes, almuerce poco y parecido; coma un brioche por la tarde, tome té. Los sábados, póngase la camisa negra o la camisa blanca. Tenga, de cada una, por lo menos tres. Dese unas palmadas de colonia en la barbilla afeitada. Use una cadena de oro liviana en el cuello y una de plata, más pesada, en la muñeca, junto a un reloj con correa de cuero. Vaya primero un rato al café, después al baile. Muévase sin vergüenza, pero con dignidad. Tenga en sus pies la consciencia de que lo que usted hace no es bailar, sino evocar una época en la que bailar era su derecho, su necesidad, la parte que le tocaba. Deje que la música y el humo y el calor del alcohol lo despabilen. Encienda la mirada y busque. Habrá frente a usted un océano de mujeres dañadas. Esperando, detrás de la base amarronada, el rouge, el spray, va a encontrar chicas con historias largas. Acérquese y acarícieles el pelo, la cintura. Dígales que a usted también ya le pasó todo, que dio la misma vuelta cien veces. Dígales “nena”, dígales “tonta”; dígales cosas que ellas dejaron de escuchar hace treinta años. Dígales que usted eligió la soledad, que no encontró todavía a su compañera. Pero que ahora ya no piensa así. Deles esperanza. Siga, como hasta ahora, mintiendo. Ellas le van a creer todo. Después de unos días, ya no las llame ni atienda sus llamados. Busque otra mujer nueva, distinta. Siga estando solo. Siempre.