Texto: Juan Cárdenas
Lectura: Pablo Cecchini
Ilustración: Nicolás Lepka
Ahora quisiera referirme brevemente a la aparición fantasmagórica de un puente.
Esto debió de ser en el 95, a comienzos del verano en que nos graduamos del colegio. Mi amigo el chino y yo íbamos por un camino de tierra amarilla y un poco más atrás… ¿quién venía? Serían Milena y sus otras amigas, que ya no me acuerdo cómo se llamaban. Volvíamos de la cooperativa campesina adonde habíamos ido a comprar latas de atún, huevos y una canasta de cerveza Póker que el chino y yo llevábamos como podíamos. A cada rato teníamos que parar porque ambos éramos flacos y no muy altos, apoyábamos las cervezas en el suelo y nos limpiábamos el sudor con los antebrazos sucios de polvo. Qué solazo, decía el chino, y las chicas, ahora lo veo, se subían a un arbolito de guamas maduras y nosotros hacíamos como que no les mirábamos las piernas. ¡Vamos!, les gritaba el chino, pero ellas no le hacían caso y seguían comiendo el pellejo algodonoso de las frutas y nos lanzaban las pepas negras entre risas bobas. ¡Vayan siguiendo, enclenques!, gritaba Milena, que era así, muy arrebatada y provocadora para su edad. Nosotros tampoco hacíamos caso. Simplemente esperábamos a que ellas terminaran de hacer sus cosas entre las ramas del guamo y nos dejábamos rodear del viento, que arrastraba las risas y las voces de unos campesinos que a esa hora jugaban fútbol allá arriba, en la cancha frente a la cooperativa. El chino observó que el río bajaba con poco caudal. El verano llegó con todo, dijo, aunque igual en las pozas de Monte Agraz nos podemos bañar sin problema y hasta lanzarnos en clavado desde un barranco, ya vas a ver. Monte Agraz era la finca de la familia del chino. En esas estábamos, todos distraídos, cuando oímos que se acercaba una moto. Era Pipo en su Yahama 175. De parrillero iba un man al que le decíamos Bofe, siempre muy serio. Solo se reía para adentro, como tragándose la risa y nadie sabia nada de él, de su vida, salvo Pipo, que andaba con Bofe parriba y pabajo y lo defendía de quien fuera. Eran culo y calzón esos dos. Pipo paró al pie del guamo y, sin apagar el motor, se puso a charlar con las chicas. Al final se ofreció a llevar a alguna, la que quisiera irse con él, hasta Monte Agraz. Bajate, Bofe, dijo. Y Bofe obedeció para que obviamente se subiera Milena sin que las otras dos hicieran ni siquiera el amague de codiciarle ese puesto en la parrilla. Pipo y Milena nos pasaron por delante como ventarrón y a los dos segundos ya los habíamos perdido de vista en la primera curva del camino. Las otras dos peladas nos alcanzaron a paso perezoso, como derrotadas por la exhibición de poder de Milena. El chino había ido a la orilla del río a buscar un palo largo de bambú que ensartamos en las asas de la canasta de cerveza para cargarla sobre los hombros. Las chicas no se decidían: a ratos les parecíamos dos costaleros de Semana Santa y a ratos los criados negros que cargan el equipaje de los blancos en una película de Tarzán. Llevar la canasta de cerveza así era menos difícil, aunque de todas maneras nos tocaba parar cada tanto para descansar. Bofe nos seguía sin decir ni pío, el hocico clavado en el suelo. Las chicas lo ignoraban porque era de veras una presencia insidiosa.
Una hora después llegamos a la portada de Monte Agraz con las camisetas empapadas de sudor. Pipo, Milena y otros cuatro flacos a los que nadie había invitado pero que, vaya a saber cómo, se habían colado al paseo, ya estaban medio empelotos tomando el sol al borde de la piscina con la música a todo trapo. Vallenatos, que era lo que se escuchaba entonces. El inicio de una era, podríamos decir, la era de los jovencitos con el agua de la piscina hasta la cintura, la botella de guaro en alto y la entonación desgarrada de esas canciones empalagosas que usan el amor como parapeto para ocultar…no sé, para ocultar algo. Ahora ya sabemos que las notas del vallenato están escritas sobre el alambre de púa que rodea a las tierras regadas de sangre, pero entonces todavía parecían una manifestación inocente de levedad. Pura bacanería. ¿No eran los pitagóricos los que decían que es más temible un cambio en el gusto musical de una época que un cambio de gobierno? Bueno, pues eso eran esos muchachos y muchachas vallenateros, que se habían aprendido de memoria las letras y las cantaban casi a los gritos y bebían guaro en copitas de plástico. Un cambio de régimen musical.
Los únicos que no cantábamos o medio cantábamos por puro espíritu gregario, sin ninguna convicción, éramos el chino y yo. Y bueno, el Bofe, que esta es la hora en que no sabemos qué música le gustaba o si le gustaba siquiera la música. El chino y yo habíamos pasado en pocos años de escuchar techno y house a meternos de cabeza en el punk, pero como éramos demasiado provincianos y demasiado orgullosos para admitir que todavía nos gustaba la electrónica y la música de baile, en público nos declarábamos enemigos rabiosos de cualquier cosa que llevara sintetizadores. Y pese a todo, ahí estábamos, haciéndonos los distinguidos pero sentados en el borde, con las piernas metidas en el agua fría. Era eso o hacer lo que hacía el Bofe, cusumbo solo debajo de una mata de plátano. El chino y yo no habíamos renunciado a la posibilidad de que alguna de las peladas nos mirara como miraban a Pipo o a otro de los colados, un monito alto que se vestía bien estiloso, incluso allí, en ese lejero, con su pantaloneta y sus chanclas pero con una camisa de flores muy bonita, quitándose a cada rato las gafas oscuras para mostrarnos a todos los ojos azules. Ni el chino ni yo dominábamos ese tipo de coquetería. A decir verdad, en esa época no dominábamos ningún tipo de coquetería. No teníamos ni idea de como despertar interés, pero también hay que decir que éramos pacientes y en cierto modo elegantes para asumir que nadie nos quería tocar ni con un palo.
Al mediodía yo cociné una olla enorme de pastas con atún para todo el mundo y en la tardecita, como el sol seguía pegando duro y por insistencia del chino, decidimos ir a buscar las famosas pozas del río. Fue otra caminata larga atravesando cafetales y potreros hasta que dimos con las antiguas vías de un tren que no pasaba por allí al menos desde hacía cuarenta años. Algo noble tenían las ruinas de la carrilera, con los viejos durmientes de madera y los largos trozos de riel que todavía no se habían llevado los campesinos de la zona para venderlos como chatarra. En un tramo de al menos dos kilómetros los papás del chino habían instalado una brujita, que es como le llaman por allí a las locomotoras de tracción manual. Nos acomodamos como pudimos en la plataforma de madera y entre Pipo y el Bofe agarraron los extremos de la palanca para poner la brujita en movimiento. No íbamos muy rápido, pero se sentía bien ir avanzando por las vías sobre esa especie de alfombra voladora. Una de las amigas de Milena se había enganchado con otro de los colados. Llevaban todo ese tiempo hablando muy bajito. Yo paré la oreja y me sorprendió descubrir que charlaban sobre biología, sobre pájaros, para ser exactos, un tema que a mí también me interesaba. La chica cambió abruptamente de tema y se puso a murmurar algo sobre su ingreso a la facultad: estaba teniendo problemas para convencer a su papá, que obviamente quería que se matriculara en algo más útil, con mejor salida. El colado soltó una risita irónica y dijo que menos mal él no tenía papá. La chica sonrió incómoda, no supo qué responder y eso obligó al colado a explicarse: mi hermano y yo somos hijos de madre soltera, no tenemos idea de quién es nuestro papá, pero ni falta que nos hace. En todo caso, dijo, este verano es el último que vamos a ser colegiales. Todo va a cambiar cuando entremos a la universidad y dejemos de ser unos mocosos. Ese comentario lo alcanzamos a escuchar todos en la brujita. Nadie dijo nada más durante unos minutos. Al rato Pipo trató de convencernos de que cantáramos otro vallenato, pero nadie le siguió la corriente a sus alaridos de macho herido. Ah, tan chimbos, protestó y no le quedó más remedio que seguir empujando la palanca en silencio, hasta que llegamos al final de la carrilera. De ahí para adelante ya no había rieles, ni siquiera durmientes y el camino amarillo parecía una encía pelada.
Anduvimos otro rato por ese sendero mueco, en algunos tramos abriéndonos paso entre un montón de maleza que había crecido sobre las chambas vacías dejadas por los rieles, y fue allí cuando me di cuenta de que me rodeaban unas parejitas espontáneas. Los dos que hablaban de pájaros, claro, pero también estaban el chino y el de los ojitos azules; Pipo y su inseparable Bofe; Milena y el otro colado. Al final del todo, rezagadas y soltando las mismas risitas pícaras y bobas, las otras dos amigas que nos habían tirado pepas de guama en la mañana. Yo no tenía pareja. De repente me había quedado solo. Corrí a pegármele al chino, que ya había empezado a sermonear al otro pelado sobre la superioridad evidente del rock argentino. No hay que darle vueltas, decía. México, España, Brasil, eso no es rock. Será buena música, pero no es rock. El monito de la camisa de flores, que ya había abusado de la técnica de quitarse las gafas así como casualmente para pelar el miraje azul, intentaba llevarle la contraria. El chino, sin embargo, le estaba pegando una paliza. Era muy evidente que el monito no sabía nada de rock, menos de rock argentino y a duras penas podía tirar nombres archimanoseados. En un momento quise intervenir en la charla para sacar a relucir mis conocimientos pero, no sé por qué, se me quitaron las ganas antes de abrir la boca y me quedé con una sensación rara. Luego intenté pegarme a las chicas que iban a la cola y tampoco hubo manera. Me quedé solo, sin pareja, casi todo el resto de la tarde. Cuando llegamos a las tales pozas me fui por mi cuenta a hacer clavados desde lo alto de un barranco donde los papás del chino habían mandado a poner una tabla medio suspendida en el vacío y que servía como trampolín. Más tarde nadé hasta la orilla opuesta del río y me quedé tomando el sol sobre una piedra. Fue lo más parecido a una pataleta para llamar la atención, pero aún así nadie me paró bolas.
Las parejitas se divertían y yo, resignado a mi soledad, bronceaba mi cuerpo enclenque, como me había dicho Milena, demasiado enclenque. Llevaba dos años tratando de ganar masa muscular, haciendo ejercicio y comiendo montones de proteínas, pero todas esas cosas solo me habían provocado acné y depresión y más acné. Un acné raro, caprichoso, que iba y venía, no el típico sarpullido con agujeritos, sino unas bolas gigantes de grasa ciega que a veces me cubrían la nariz o la frente y para las cuales no había ungüento que valiera. Lo único que podía hacer esa esperar, a veces durante meses, y dejarme crecer mucho el pelo para taparme la cara. Flaco no, escuálido y lleno de granos, pero con un pelo interesante. Eso me decía a mí mismo mientras el sol me iba dejando los huesos pegados a la piedra. Tengo pelo de rockero. Podría ser peor. Y mi depresión permanente me da un aura interesante. Así trataba de animarme por esa época triste, en la que incluso llegué a recurrir al maquillaje de mi madre para taparme los granos. Había días en que llegaba al colegio todo untado de base, como Edward Manos de Tijera, y aunque al principio me hacían chistes crueles todos terminaron aceptándolo como quien respeta la enfermedad ajena. Esto último me dolía mucho más que cualquier burla. Un día, mientras hacía fila para comprar en la tienda durante el recreo, oí que una compañera le decía a otra: qué pena, con esa cara tan linda que tiene, lástima que se maquille. ¿Vos decís que sí es marica? Y cuando vieron que yo era el que estaba detrás se pusieron muy pálidas y tuvieron que hacer el tremendo esfuerzo para disimular.
Yo hice como si nada y aguanté toda la fila para comprar mi comida grasienta que supuestamente me haría ganar músculo.
Al final de ese recreo, encerrado en uno de los cubículos del baño, saqué algunas conclusiones: la gente decía que yo era marica por maquillarme, pero que también tenía una cara linda echada a perder. Traté de no entristecerme mucho pero igual esa tarde no conseguí levantarme de la cama. Ni la tarde siguiente, ni la siguiente…Pasé en total dos meses en estado de duermevela, tirado en la cama, escuchando música a todo volumen con los audífonos puestos. Y así mismo me sentía ahora bajo ese sol, imaginándome que mis cartílagos se estarían ya licuando para fundirse con la roca. Soy más flaco que un mosquito, pensaba. Por suerte, en esos días de verano ya casi no tenía acné. Quizá estaba dejando de ser un mocoso, como había dicho el aspirante a biólogo. Quizá algo estaba cambiando para bien en mi cuerpo, finalmente.
De regreso tuve que obligarme a salir de mi madriguera mental y acabé arrimado a la conversación de Milena, que había hecho un cambio de pareja y ahora hablaba con Pipo sobre el tema de las fincas y las propiedades. Milena se jactaba de que su familia no tenía fincas. Mi papá es negociante y tenemos es casas. Una acá y otra en Cali. Pero fincas, no, decía, para qué, mi papá repite que eso es una sola gastadera de plata y que el agro en el este país no tiene ningún futuro. Mucho menos por esta región, donde los campesinos son una mano de mantenidos y agallentos que solo quieren la tierra para vivir rascándose las huevas. Eso dice mi papá, pues. Y algo de razón tendrá, digo yo. Pipo asentía, medio confundido, porque en parte estaba de acuerdo y en parte no, y es que su familia, una familia de apellidos y abolengos, era la propietaria de enormes porciones de tierras acumuladas, según se decía, desde el siglo XVIII. De hecho, el apellido de Pipo era para muchos sinónimo de esclavitud, minas de oro en la costa pacífica y haciendas con nombres legendarios, aunque de todo eso apenas quedara una sombra, esto es, unas cuantas propiedades tan extensas como inútiles, improductivas si quitamos al ganado. Por todas esas razones, no fue capaz de contestarle nada a Milena y más bien corrió a refugiarse en otra conversación menos amenazadora. Cuando nos quedamos solos, Milena me preguntó si mi familia tenía tierras y yo contesté que no, que mi familia había sido siempre muy pobre hasta que mis padres hicieron algo de plata y pasamos a ser clase media tirando a media-alta. Mi abuela estudió hasta tercero de primaria, dije, para que te hagás una idea. ¿Y el chino?, preguntó ella, ¿por qué el chino tiene tierras? ¿El chino es chino? Le expliqué rápidamente que el chino no era chino, sino de origen japonés por parte de madre. El dueño de las tierras era su abuelo paterno, un militar de Santander de Quilichao o algo así.
El interés por el tema de las tierras decayó rápidamente y nos pusimos a saltar de una cosa a la otra. A Milena le fascinaban las motos. Yo no sabía nada de motos, pero la escuchaba atento recitar cilindrajes y marcas y corredores de motocross que eran sus novios y con los que se iba de parranda a Cali los fines de semana. Para ella no había nada mejor en la vida que una carrera de motocross en la que participara, decite vos, Camilo Reina, que ella pronunciaba de seguido, como si fuera una sola palabra, camilorreina. Luego me confesó que camilorreina le había dado a probar el perico por primera vez el año pasado y que todos esos tipos de las motos corrían las carreras y campeonatos en la traba más hijueputa, puestos de polvo hasta el ojete, porque así saltaban más alto y eran más agresivos para competir. Yo tampoco sabía mucho sobre drogas, a duras penas había fumado marihuana con el chino un par de veces, entonces quería saber qué otras cosas producía el perico. Milena contestó sin vueltas que ella tenía una bolsa allí mismo y que si yo quería podíamos meter. La oferta me dejó temblando de emoción, un poquito asustado, pero tampoco quería mostrarme santurrón y le dije que de una, que cómo hacíamos. Dejemos que todos esos sapos se adelanten, contestó ella, blanqueando mucho los ojos, como si estuviéramos conspirando para matar a alguien y yo entendí que ese gesto no era de ella, que era algo copiado de alguien más. Seguramente así le habían ofrecido a ella la primera vez, con esa onda como de ritual satánico. Cuando se suban a la brujita les decimos que vayan siguiendo, dijo, que nosotros vamos a pie y agarramos atajo por el potrero. Y así hicimos. Todos los demás se subieron a la brujita, activada de nuevo por los dos forzudos del grupo y Milena y yo cortamos camino metiéndonos a un potrero vacío donde el pasto había crecido mucho. La finca está como abandonada, ¿no?, preguntó ella, temerosa de encontrarse alguna culebra entre la hierba alta. Le conté muy rápido que los negocios de la familia del chino iban de capa caída desde hacía unos años, en realidad, desde la muerte de la mamá del chino, que era la que llevaba las cuentas y mantenía todo en orden. El papá del chino es medio inútil, me parece. Despilfarra, invierte mal. Creo que ya no tienen ni siquiera mayordomo en la finca, mucho menos quién cocine o limpie la casa, no le pueden pagar a nadie. La piscina nos tocó limpiarla ayer a nosotros mismos. No sabés cómo estaba, toda llena de telarañas y plumas de pájaro y hasta un murciélago allí ahogado. ¡Guácala!, dijo Milena, pegando saltitos como quien esquiva el ataque de un bicho rastrero. Se alegró de que llegáramos al final del potrero. Luego nos metimos a un cafetal donde yo nunca había estado, la totalidad del antiguo cultivo carcomida por los hongos, el suelo cubierto de frutos podridos, el bosque había empezado a recuperar terreno y hasta vimos unas ardillitas saltando entre las ramas de unos guayacanes. Esto ya está todo enmontado, dijo Milena. De milagro no nos sale una chucha por aquí o algo peor. Casi involuntariamente nos vimos atraídos por el sonido del río, que en ese tramo se ponía muy pedregoso y con mucha corriente. Avanzamos pegados a la orilla, buscando un sitio que a ella le pareciera idóneo. Vamos allí, dijo por fin, señalando una piedra que más parecía una cama king size a la sombra de unos guaduales. Con algo de ceremonia, nos acomodamos en la superficie lisa y, sentados por fin en posición de loto como dos monjes tibetanos a punto de brincar al bardo, empezamos a oler el perico que Milena iba amontonando en la puntita de una llave. A mí me entró una felicidad postiza, una euforia destemplada, un dolor sordo dando vueltas como disco viejo en la pieza de al lado. Pero la combinación general de todos esos malestares a la larga era sabrosa, placentera. Ella me preguntó cómo me sentía y traté de resumirlo así: mal y bien y mal y luego otra vez bien. Pero bien. De la boca de Milena se escapó entonces una carcajada resbalosa que saltó de piedra en piedra y fue en ese momento, tratando de seguir esos brincos río abajo, porque de verdad fue como si su risa hubiera dibujado el espacio a nuestro alrededor, el túnel de vegetaciones creciendo entre los dos barrancos no tan pronunciados, fue allí, digo, cuando ambos vimos el puente abriéndose de piernas al fondo del paisaje. Parecía una cosa de mentiras, sacada del país de nunca jamás. Bajo la luz que se colaba entre las vacilaciones del follaje, el puente brillaba como dicen que brillan ciertos animales durante una cacería. La presa dorada que se ofrece al cazador noble y un poco despistado. ¿Qué carajos es eso?, dijo Milena. Y yo no supe qué decir. La situación me había desbordado por completo, me parecía inabarcable. Estuvimos contemplando la visión de ese puente mágico durante un buen rato, no sé cuánto tiempo, quizá media hora o quizá solo cinco minutos que se hicieron muy largos. Tampoco nos atrevimos a acercarnos para verlo más de cerca. Ambos supimos que si nos movíamos demasiado el puente huiría como un animal asustado y entonces nos dedicamos simplemente a admirarlo: era hermoso y extraño, un puente colgante hecho de lianas que habían crecido casi a capricho para asegurar el armazón de bambú y travesaños de finas maderas arruinadas. Creímos percibir la respiración de aquel aparato cadavérico exhalando un polvillo rojo entre el follaje vivo. Y por un instante tuve también la tentación de preguntarle a Milena: ¿me querés? ¿Vos me querés a mí? ¿Me querés, a pesar de todo? Pero no dije nada, claro que no. Me mordí los labios y aguanté sin abrir la boca. Nadie con un mínimo de delicadeza arruina un momento así con una pregunta tan estúpida. Fue ella quien me agarró de la mano y habló: tranquilo, dijo con una voz muy dulce, la voz infantil de la cocaína, tranquilo. Todo esto va a pasar muy pronto.