Texto: Andrés Neuman
Lectura: Valentino Cappelloni
Ilustración: Javier Reboursin
Vivo sentado en mi escritorio, frente a la ventana. Las vistas no son lo que se dice un paisaje alpino: patio estrecho, ladrillos sucios, persianas cerradas. Podría leer. Podría levantarme. Podría dar un paseo. Pero nada es comparable a esta generosa mediocridad que contiene el mundo entero.
Estos ladrillos míos son toda una universidad. Me dan, por empezar, lecciones de estética. La estética comunica la observación con la comprensión, el gusto individual con el sentido general. La estética vendría a ser, entonces, lo contrario de la descripción. Cuando uno sólo tiene un patio interior para llenarse los ojos, ese matiz se convierte en una cuestión de supervivencia.
O lecciones de semiótica. Hablar con los vecinos me dice menos de ellos que espiar su ropa tendida. He comprobado que las palabras que cruzamos con el prójimo son fuente de malentendidos, más que de conocimiento. En cambio su ropa es transparente (literalmente, en algunos casos). No puede malinterpretarse. Como mucho, se desaprueba. Pero esa desaprobación también es transparente: nos revela a nosotros.
Paso largos ratos contemplando las cuerdas. Parecen partituras. O cuadernos a rayas. El autor es cualquiera. Gente anónima. La casualidad. El viento.
Pienso por ejemplo en la vecina de abajo, a la izquierda. Una señora de cierta edad, o edad incierta, que convive con un hombre. Al principio imaginé que se trataba de un hijo corpulento, pero debe de ser su esposo. Es difícil que hoy un joven se ponga esas camisetas interiores blancas tan desprestigiadas en su generación, que no ha tenido ni un poquito de neorrealismo con que mitificar al proletariado. Mi vecina ha dejado flotando unas bombachas de proporciones bíblicas, y un sostén color carne que podría servir perfectamente como un gorro de baño (dos, para ser preciso). He ahí el misterio: su orondo marido usa breves slips elásticos. Algunos rojos, otros negros. Dudo que una señora de tan recatado gusto aliente a su esposo, en cambio, a arriesgar semejantes lencerías. A la inversa, parece improbable que un caballero con tanto atrevimiento debajo de los pantalones no le haya sugerido otros modelos a su cónyuge. Así que deduzco que, con esos slips, el señor complace (si complacer fuera la palabra) a una mujer mucho más joven que él. Su esposa, por supuesto, se encarga de lavarlos y colgarlos amorosamente.
Un par de pisos más arriba, al centro, hay otra cuerda que pertenece a una estudiante de costumbres bohemias, si se me permite la redundancia. Ella jamás se asoma a tender antes de las nueve o diez de la noche, cuando el patio ya está en penumbra. Lo cual me impide apreciarla con la nitidez con que observo sus prendas. Su repertorio incluye todo género de camisetas cortas, minúsculos conjuntos, tangas de fantasía y algún que otro liguero de estilo tradicional. Este último detalle me sugiere cierta afición a la filmoteca universitaria. Imagino a mi estudiante como una de esas personas osadas que, en el momento decisivo, son poseídas por el pudor, fruto quizá de sombrías horas de catequesis. Una de esas bellezas que se sienten mejor seduciendo que gozando. O no. Al contrario: ella podría ser uno de esos prodigios naturales que, incluso en los momentos de mayor desenfreno, son capaces de un gesto de elegancia. O no. En su justo medio: mi vecina pone límites a su propio descaro, posee un punto de autocontrol que la hace irresistible y a veces desesperante. Sobre todo para esa clase de hombres (concretamente, todos) que se dejan llevar por el vestuario y, con ejemplar simpleza, esperan encontrar a una mujer lasciva debajo de un vestido corto. Mi vecina, en el fondo, es un espíritu frágil. No hay más que reparar en esos calcetines de estampados infantiles con los que, me figuro, duerme cuando está sola: patitos, conejitos, ardillas. Odia el paternalismo tanto como el frío en los pies.
Un poco más abajo, tres ventanas a la derecha, una madre corrige la suciedad de sus retoños. Algunos de ellos, los delatan sus tallas, han dejado de ser niños. ¿Por qué los adolescentes se resisten a encargarse de su ropa? ¿Qué clase de vergüenza los separa de sus propios calzoncillos? El hijo mayor de mi vecina mancha una considerable cantidad semanal. ¿Dejará también copiosos rastros informáticos, esconderá revistas en lugares previsibles, se encerrará en el baño durante horas? ¿Sabrá que su madre lee sus calzoncillos? Qué derroche de energías. Lo mismo podría decirse del vecino de uno de los terceros, que se toma la molestia de alinear sus prendas por tamaños, tipos y colores. Jamás una camisa junto a una toalla de mano. Vive solo. No me extraña. ¿Cómo dormir con alguien incapaz de confiar en la hospitalidad del azar? Mi vecino maniático es, en definitiva, un maestro del disimulo.
Con el paso de los años frente a la ventana, he aprendido que no conviene abusar de los cambios en la observación. Se averigua más concentrando la mirada en un punto que trasladándola de un lado a otro. Esa sería la lección de síntesis. Con tres cuerdas o cuatro, se debería disponer de material suficiente para una novela de misterio.
Hace buen día, hoy. El sol inunda el patio. Las cuerdas de mis vecinos lucen alborotadas, llenas de planes. Es demasiada ropa para desnudar sus vidas.
Mis cuerdas no se ven.