Texto: Luciano Lamberti
Lectura: Juan Agustín Otero
Ilustración: Virginia Piñón
Soy el hombre de la máscara que noche tras noche se mete en la casa de sus vecinos.
Es enero y el calor parece exprimirnos las sienes, yo salto los techos, esquivo patios con perros de grandes dentaduras, me deslizo furtivo en el interior de las casas del barrio y miro a mis vecinos dormir. Los veo dormir solos, en pareja, con una mano tocando el piso, con un gato enrollado a los pies, bocabajo, en sofás estrechos y cortos, bañados por el resplandor azul del fin de la transmisión televisiva, abrazados a sus hijos, con un libro abierto sobre el pecho. Hay algo real en ellos cuando duermen. A veces los filmo con una pequeña cámara digital y en casa veo las grabaciones durante horas. Me gusta captar el momento en el que expresan, por gemidos y movimientos bruscos de los globos oculares bajo los párpados, el climax de los sueños. Esto sucede más o menos a partir de la cuatro de la mañana. Es mi hora. La hora en que soy más fuerte. A veces también miro la luna. Soy el hombre que mira la luna y camina bajo la luna con una máscara. Estudio fotografías colgadas en las paredes o pegadas con imanes a la puerta de la heladera. Reviso botiquines, espío relaciones sexuales a la salida del sol. Mi máscara es grande y blanca y la hice yo mismo con papel y engrudo sobre un globo azul. Tiene agujeros para los ojos y nada más: cuando espío soy yo, tremendamente yo, estoy ahí como no estoy en ninguna otra parte. Voy en cueros y con un pantalón largo y descalzo. La planta de mis pies y mis dedos de mono me sirven para aferrarme a los tapiales. Soy un gigante, mis brazos gruesos como ramas, mi boca un panal de abejas. De día no soy yo, hago las compras y noto que mis vecinos están despiertos y tampoco son ellos, han vuelto a sus cuerpos, han ordenado a sus piernas moverse y a sus corazones de pimiento asado ponerse a latir. Y un día voy a un sicólogo grande y peludo, con cuerpo de marinero o de estibador o de carnicero o incluso de odontólogo, pero no de sicólogo, y le digo: soy el hombre de la máscara, soy inmenso, y dicho esto saco la máscara de una bolsa de compras y me la pongo. Es aterradora, dice el sicólogo. Eso es porque me muestra tal cual soy, le respondo. Inmortal, inabarcable. Si muero, el mundo se muere conmigo, se achica hasta caber en un punto de mi mente, una supernova del tamaño de una cabeza de alfiler. El sicólogo me mira con sus grandes manos peludas en las rodillas. Y una de esas noches, ya termina enero, el verano está en su punto más alto, nadie duerme del todo, estoy de pie en un pasillo, entre sonrientes fotos familiares, con mi pantalón de vestir, mis pies descalzos, el torso desnudo, la máscara, y entonces se abre la puerta y sale un chico, despeinado y en calzoncillos, que al verme se paraliza. Lo conozco del barrio, tiene grandes ojos atentos y quizás algún día él también se calce una máscara como ésta, para soportar el verano, para salir de su cuerpo, para ser él mísmo por un rato.
Ahora está a punto de gritar, y yo a punto de salir corriendo.
Pero ninguno de los dos hace nada. Nada más que mirarnos en un pasillo a oscuras, como la misma persona en dos tiempos distintos.