Texto: Sonia Budassi
Lectura: Macky Chuca
Ilustración: Carolina Marcús
Otra vez polenta, se queja mi hermano; mi hermano Guillermo, no Andrés. Andrés es mi otro hermano pero ahora no está, y si estaba seguro no decía nada pero Guillermo sí dice por qué no hacés otra cosa y mi hermana Clara, que es la única hermana mujer que tengo, avanza con la olla hasta la mesa de la matera donde estamos Guille y yo. Clara todavía tiene el pelo húmedo por la pileta, y parece que no le importa que Guillermo le critique la comida. Yo tampoco me hago problema porque a mí la polenta y el arroz me encantan, en especial si la hace mamá, pero esta la hizo Clara que igual le sale bien. Traeme una cuchara, dice, y me doy cuenta de que faltan todos los cubiertos y tengo miedo de que me rete, pero en silencio se sacude el pelo rubio y me salpica un poco a propósito, cuando vuelve la cabeza para adelante se ríe y me mira y yo le digo basta sin enojarme del todo, mientras busco la cuchara de mango rojo de plástico que es la que usamos para servir. Andrés todavía no llegó del campo, ¿no lo vamos a esperar?, dice Guillermo y se levanta y va hasta la puerta. Tiene el short mojado, pero afuera hay viento y seguro que se seca enseguida, el sonido entra por las rendijas de los vidrios rajados de las ventanas y se escucha cómo crujen las ramas sobre el techo de chapa y siempre pienso que algún día el árbol va a caerse y va a hacer un agujero en el techo y entonces vamos a quedarnos sin la matera y sin la parrilla y la mesa larga de madera para cuando viene mucha gente pero eso si alcanzamos a salir, y puede que los recados también se rompan y entonces tendríamos que andar a caballo en pelo y eso sí es divertido, pienso y cuento seis y resto dos son cuatro, cuatro pares de cubiertos que faltan en la mesa, porque Andrés debe estar por llegar; más la cuchara para la polenta que ahora Clara revuelve y que ya no es amarilla porque se ve que tiene salsa. ¿Hay queso de rallar?, pregunta Guillermo desde afuera y le digo que no, que hay que comprar en el pueblo. Después le pregunto a Clara cuándo volvemos a casa y ella dice no sé, hay que esperar que lleguen mamá y papá de Buenos Aires, el fin de semana tal vez, dice y sigue revolviendo la polenta que ya revolvió como mil veces. Bueno, si van los chicos a comprar queso deciles que me traigan algo a mí, le digo a mi hermana y ella sabe que espero unos Palitos de la selva o esas pastillitas que vienen con dibujos de animales. Cuando ya casi terminamos de comer se escucha la camioneta y el ladrido del Blanquito y del Negro. Andrés entra, Clara acaba de servirle el plato pero él dice vamos, Guille, vamos que una vaquillona está por parir, agarrá la caja de la veterinaria que está en el galpón, vamos rápido que si no hay que ir hasta el pueblo. Se lo ve nervioso, mira para todos lados como si se le hubiera perdido algo, me mira a mí, mira la olla, la cuchara, a Clara, mira para abajo, mira los salamines colgados del techo hasta que se pone los lentes oscuros y seguro que todavía los ojos azules, los más azules de la familia, se le mueven de acá para allá aunque ya no se los veo. ¿No vas a comer? le pregunta Clara y él dice ahora no. ¿Voy a ayudarles? dice mi hermana y Andrés, mientras Guille va para el galpón, le dice bueno, dale, vení que hay que hacer fuerza. ¿Qué hacemos con la nena?, pregunta Clara y Andrés dice traela también.
Ahora es como una aventura: nos desviamos de la huella, cruzamos por el medio del campo y la camioneta salta todo el tiempo, casi me golpeo la cabeza con el techo; hay vacas por todos lados, trato de descubrir cuál está enferma pero todas parecen bien, como siempre paradas y comiendo el pasto amarillo, con cara de calor las pobres, siempre pienso que tienen calor, los chañares no dan mucha sombra y la aguada les queda lejos, pobrecitas, pienso eso y cuando estoy por bajar a abrir la tranquera porque estoy contra la ventanilla sentada sobre mi hermana y porque siempre soy yo la que tiene que abrir, ella me dice que no y se baja, cierra la puerta de un golpe y Andrés la reta por eso pero Clara no escucha porque ya llega a la tranquera, la abre corriendo, pasamos con la camioneta y la cierra también corriendo y al subir casi me aplasta, Andrés vuelve a arrancar y empieza a andar más rápido.
La pobre vaquita me da impresión aunque tirada en el suelo la sangre no se le ve mucho porque es negra y parece mojada, pobre vaquita, muge sin parar, me da pena. Ahí se ve que está la cabeza, dice Andrés, mientras le toca la panza y Guille agarra a la vaca por las orejas para que no se mueva, igual parece que la pobre no tiene ni fuerza para levantarse, lo único que hace es quejarse porque seguro le duele y el ternerito seguro también sufre ahí en la panza. Trato de no mirar, meto las manos en los bolsillos de mi jardinero para hacer algo, me parece que a la mañana tenía un muñequito de los Playmobil granjeros pero no, no lo traje. Mientras veo a mi hermana que va a buscar la caja de la veterinaria me transpiran las manos en los bolsillos, Clara sube y baja de la camioneta de un salto, tiene el pelo atado con la gomita azul que le regalé, papá dice que para trabajar y para comer hay que atarse el pelo, la gomita le queda floja pero me parece que no se da cuenta que se le está cayendo, corre hasta donde estamos con la vaca y los chicos. Yo la miro porque no quiero mirar lo que le pasa a la vaca y entonces puedo ver justo cuando se le cae la gomita a mitad de camino y cuando ella llega voy a levantarla con pasos grandes para esquivar los yuyos que pinchan, hay cardos y pajas vizcacheras y tengo que saltar porque están muy altos hasta que escucho a Andrés que grita ¿Podés quedarte un poco quieta? Y al final no sé para qué la trajimos, dice ¿no ves que estamos trabajando? Y cuando lo dice justo salto un cardo. Me asusto, me quedo quieta, me pinché, siento una espina clavada en la rodilla y en las medias tengo más, me duele mucho. Entonces me doy vuelta y los veo: la vaca ya no grita, tiene la cabeza en el piso y resopla por la nariz y se le salen los mocos que son como agua, tiene los ojos bien abiertos y parece como que no mira a nadie, como que ya no le importa lo que le hagan. Andrés tiene las manos llenas de sangre y Clara ahora agarra a la vaca de las orejas y Guille le enlaza las patas. A mí nadie me mira. Vení para acá y dejate de joder, dice Andrés y tampoco me mira porque está curando a la vaca y además está enojado, y cuando él se enoja no me mira y a veces ni me habla. Una vez estuvo como un mes sin hablarme porque le conté a la novia lo de la chica que nos acompañó esa vez a cenar, creo que se llamaba Any o Andy, y que después fuimos a casa y no había nadie y yo me fui a dormir porque era tarde pero antes esa Any o Andy me contó un cuento y después se quedó con él, no era para tanto, pero él siempre se enoja por cualquier cosa. Miro el cardo y me da bronca, veo los pinches en las zapatillas y la florcita violeta en la punta del tallo y pienso que además de pinchudo es horrible y me duele más, pero más horrible es mirar a la vaca. Vení para acá a ayudar a tu hermano con el lazo, grita Andrés. Por lo menos me habla. La vaca empieza a mugir de nuevo pero más fuerte. Se parece a los bebotes esos de Yolly Bell que las chicas llevan a la escuela, más que un mugido parece un grito de esos que después te duele la garganta y de tanto que gritaste tenés que tomar un jarabe de frutilla, pero a mí esas muñecas me gustan. Camino despacio y cada vez me duele más pero tengo que apurarme y aunque tengo ganas de llorar no voy a llorar, porque por ahí me retan y por ahí Andrés piensa que lloro porque soy una maricona porque me da impresión la vaca toda llena de sangre y no. Así que mejor pienso en otra cosa, en que mamá por ahí me trae de Buenos Aires un bebote de Yolly Bell, y mirá si en una de esas se vienen de sorpresa los dos hoy a la noche y podemos comer de nuevo todos juntos.
Al final Andrés me mandó de penitencia a la camioneta. Mejor, así me saco las espinas y nadie me dice nada; igual ya no me duele, ya hace rato que no duele. Hay dos moscas. Me fijo a ver si se van pero se quedan, como tontas se golpean contra el vidrio del parabrisas y aunque abro la puerta no se dan cuenta y se quedan acá con el calor que hace, qué tontas son. Agarro una con la mano y le arranco un ala, total nadie me ve, y se queda haciendo un zumbido suavecito, la suelto y anda como renga por arriba del asiento y después se cae al piso y no la veo más, me saco las espinas despacio para no pincharme los dedos y no me los pincho. Después todos vienen para la camioneta y suben; Guillermo es el primero que entra y dice y ahora qué hacemos la puta que lo parió y no me gusta que diga eso porque yo nunca digo malas palabras, después entra Clara y último Andrés que dice a Clara te dejamos a vos y a la nena en la casa y vamos a buscar al veterinario. Cuando la camioneta arranca nadie dice nada pero Guille enciende la radio. Pasan una canción triste, un tango o algo así, de esa música que parece vieja y todos seguimos sin hablar hasta que termina la canción y la radio dice treinta grados la temperatura, sensación térmica treinta y cuatro. Tengo ganas de preguntarle a Andrés si eso es mucho, él seguro que sabe porque ya casi termina la universidad, pero me acuerdo de que estamos peleados y no le pregunto nada a nadie porque aunque le pregunte a Clara o a Guille igual va a contestar él, no importa, total seguro que treinta grados es mucho calor.
Clara me pide que la ayude a llevar las cosas de la matera a la casa, los platos sucios, la comida que sobró que está en la olla toda llena de moscas chiquitas y Clara dice es una lástima, hay que tirarla. También quedan los repasadores a cuadritos para lavar, los huevos que están sobre la mesada y un montón de cosas más, son como dos viajes cada una. Cuando ya está todo me pregunta si quiero tomar la leche, ¿café con leche o Nesquick frío? dice y me acaricia la cabeza como hace mamá. Estás toda despeinada, andá y traeme un chuflo y el peine grueso que te peino, pero al final no me dijiste qué querés, dice Clara y le digo Nesquick y cuando le miro la cara está seria. Ella casi nunca se enoja conmigo, pero cuando jugamos se aburre enseguida. Yo a veces sí me enojo con Clara porque no me gusta que me peine cuando está mamá, y tampoco que me mire el cuaderno, porque las mamás sí tienen que mirar el cuaderno, o los papás, pero las hermanas no, igual ahora no importa porque ellos deben estar por venir y además para que empiecen las clases de nuevo todavía falta. Cuando se hace de noche vienen los chicos, Andrés va directo al lavadero y se lava las manos con detergente y Guille me grita desde la puerta que vaya a darle un beso y cuando voy tiene las manos escondidas atrás de la espalda. Se inclina y le doy un beso y pienso que seguro tiene algo para mí. Elegí una mano, me dice. Ésta, digo y cuando le toco el brazo muestra una mano vacía. No, no vale, le digo y dice que ahora es todo para él, le grita a Andrés que las golosinas las van a comer ellos solos y cuando sale corriendo para adentro yo lo persigo, lo alcanzo y él dice está bien, ganaste y me da una bolsa gigante llena de golosinas y un muñequito vestido de astronauta. Lo compramos Andrés y yo, ¿te gusta? dice y me alza y escucho a Andrés que habla con Clara en la cocina y le dice hay que decirle, Clara, hay que decirle de una vez y ahora yo estoy altísima. De la cocina viene un olor rico de fideos con salsa blanca. Le pregunto a Guille qué pasó con la vaca y dice se murió, pobrecita, pero me sienta en sus hombros para hacerme caballito y empieza a correr, que es lo que más me gusta de jugar con Guille. Quiero comer un Palito de la selva y le grito a Clara si me deja, yo sé que me va a decir que no hay que comer golosinas antes de comer pero le pregunto igual y me dice bueno, comé pero no muchos y dice Guille, vengan para acá. Guille me baja, me da la mano y vamos a la cocina mientras como mi Palito de la selva. En la cocina Clara está sentada en la silla de mimbre y me sienta en sus rodillas y Andrés, que se queda parado enfrente mío, enciende un cigarrillo, respira fuerte, me mira y dice papá y mamá no van a volver. Guille se sienta junto a él y me mira. Sí, ya sé, le digo y leo el papelito del caramelo. Las jirafas tienen un cuello que mide más de un metro y medio. Papá y mamá no van a volver más, ¿entendés? repite Andrés y pienso que es un pesado, Clara me abraza y el papelito se me arruga y pienso que es una bruta. Andrés sigue con eso de que no van a volver más. Nunca más. Papá y mamá están muertos, dice Clara. Yo no digo nada y se me cae el papelito y me levanto de las rodillas de Clara para agarrarlo del piso y busco otro caramelo en la bolsa, ahora elijo el del buitre y pienso que ya es hora de poner la mesa. El buitre es un ave de gran tamaño y tiene la vista muy desarrollada. Abro el cajón de los cubiertos, pienso qué ricos los fideos con salsa blanca y cuento seis y resto dos son cuatro, cuatro pares de cubiertos que faltan en la mesa, y los vasos, son seis vasos, menos dos también, uno, dos, tres, cuatro.