Texto: Mercedes Cebrián
Lectura: Silvia Arazi
Ilustración: Juli Farfala
La mujer de cincuenta años entra en una tienda de regalos para niños, decorada con muchos colores y repleta de pretensiones didácticas encarnadas en cada uno de los juguetes y objetos en venta. Pide un peluche blandito –pleonasmo– para una niña de un año.
Pues justamente tenemos estos rebajados, mira qué graciosos. Ya nos quedan pocos: está el monito, la jirafita. Y la cerdita, que es muy blandita.
Reina el diminutivo en la tienda dedicada a la infancia.
Pues me llevo la cerdita, decide. Nada hace pensar que no sea un varón: no lleva ni lazo ni falda de tul ni otros marcadores de género para animales hembra de peluche. Pero es una cerdita: la mujer lo intuye y se la lleva por seis euros.
Por ese precio se habría comido un kebab atestado de láminas de carne y salsa blanca ayogurada, o habría hecho como esos dos hombres que ahora mismo salen de la agencia de publicidad donde trabajan a diario: gastar los seis euros en un par de cañas dobles de cerveza.
Pero en cambio ahora tiene una cerdita con tacto de felpa, completamente lavable. De ojitos tristes.
¡Mintió la mujer de cincuenta! La cerdita era para ella. Las dos se miran y se sonríen. La cerdita luce una sonrisa perpetua, no muy acusada, no una sonrisa de camarera estadounidense que espera ganarse una propina generosa, sino una sonrisita que parece decir “siempre estaré aquí para ti”. ¿No es eso lo que todos buscan en la vida? La mujer de cincuenta años lo obtiene en su cerdita.
Mientras pica cebolla en cubos diminutos para hacer un rehogado mira a la cerdita. Se distrae en la pura dicha de tener una cerdita de felpa mirándola y, zas, se rebana el dedo índice de la mano izquierda. No encuentra ni el rollo de papel absorbente ni el trapo de cocina, y la sangre sigue brotando con fuerza. Vuelve a mirar a la cerdita y, al caer en que es de felpa, recurre a ella para absorber su sangre.
Le deja la cara y el hocico de un rojo brillante. Parece como si acabase de llegar su día de San Martín, fecha tradicional en la que se celebran la matanzas porcinas, como si el matarife ya le hubiese asestado unas cuchilladas con el fin de convertirla en chorizos afelpados, en cochinita pibil.
La mujer de cincuenta está cenando y al mismo tiempo navega por internet con su dedo vendado con una gasa que ya va tomando el tono rojizo de la sangre. Al ver a la cerdita sentada sobre su regazo, con la sonrisa impoluta pero manchada por la sangre de su dueña, se siente entre culpable y conmovida. Ahora el vínculo es todavía más fuerte entre las dos.
Pasan la noche juntas y al día siguiente la mujer de cincuenta toma la decisión: la cerdita va directa al tambor de la lavadora junto a otras prendas de ropa y un par de trapos sucios. La pone a treinta grados y ahí se la ve dar vueltas y más vueltas a través del ojo de buey del electrodoméstico. Se marea la cerdita, probablemente, pero sigue sonriendo. Fue fabricada siguiendo la lógica de la ficción, donde todo es posible siempre que se respeten unas mínimas reglas. Ella las ha seguido: máximo treinta grados, dice la etiqueta colocada con discreción en un costado de la cerdita.
Ahí sale: casi impoluta, con un leve tono más rosado en la parte donde hubo sangre. Se está secando en el tendedero y la mujer de cincuenta la espera para abrazarla. Nunca seis euros fueron mejor usados.