Texto: Alejandro Conrad
Lectura: Pablo Laborde
Ilustración: Nico Lassalle
No todos los domingos. Solo algunos, y siempre después del almuerzo.
Calle Azul, en Flores.
Alrededor del patio, las puertas altas de las habitaciones de la pensión, con banderola y cortinas en los vidrios.
Tío Coco, en una silla, en el centro del patio, con pantalón oscuro de vestir y camisa blanca, mocasines sin medias y el pelo negro como pintado con gomina.
En la puerta de la pieza de ellos, en los banquitos con patas de madera y asiento de junco, Nora y Juancito. Y mi abuela, la visita.
Mate con galletas. Entre mate y mate y bocado y bocado, las palabras; las dichas, y las no.
En el rincón último del terreno, la escalera, como un caracol de fierro hacia la terraza.
Yo, en el caracol, peldaño a peldaño, como en un barco de guerra con paredes de chapa y ampollas de óxido en la pintura.
Humedad caracol.
En lo alto, el sol, y el paraíso en la vereda con las ramas cargadas de racimos de revientacaballo.
Arriba, la cubierta del buque, y más allá la superficie del aire salado de un horizonte de mar. Y munición verde, metralla revientacaballo.
Abajo, olas de oscuridad acumulada. Un llanto en la bodega.
En los banquitos, patas de madera y asiento de junco, Nora con el brazo de Juancito en sus hombros y la cara de Nora en el hombro de Juan. En los ojos marrones de Nora, lágrimas de gotas negras.
Mi abuela y el mate. Galleta con la vista baja y tarascón, entre palabra y palabra.
Nora y su llanto de hipo, y Juan en un susurro.
Arriba, verde munición metralleta para la gran guerra con explosiones de muertos.
Otro caracol húmedo y finito hacia la piecita cerrada, más arriba. Todo mío: torre de control, puente de mando, casamata y trinchera.
Y los muertos de aire, hacia arriba, desde abajo.
Tío Coco a horcajadas en la silla, con el banderín de River en la mano. Borracho él, no el banderín. Él y su voz de pasta, desde el centro del patio hacia arriba, desde más abajo.
Las gotas de Nora, la negra, y también las de Juancito, cristalinas como sus ojos italianos, y el polvo galleta en la falda de mi abuela, y, entre la dicha y la no dicha, el mate lavado.
Peleada la guerra, muchos muertos de aire. Yo, herido en el hombro; y, así y todo, luchador heroico en la casamata.
Nora, con el aire de cuna hueca entre los brazos vaciados por las palabras de otras, palabras metralleta sin color, y el aire agujereado por la piel lejana y oscura, una herida de ausencia entre los brazos de Nora.
La de esa piel de negrito en otras manos. Blancas.
Mientras tanto, mate y mate entre lloro y lloro, y mi abuela, visita de polvo lavado.
Tío Coco y su risa sudada con el banderín como corbata. Una botella vacía y al lado otra botella nueva. Tío Coco más borracho que el banderín de corbata, y los cantitos de River patinados de baba llorona en boca de gotas tintas.
Y arriba la guerra con metralla y casamata en trinchera de aire, pero entre tiro y tiro, la oreja atenta hacia abajo.
Dos llantos en la bodega.
Con sigilo, peldaño a peldaño, primero por el caracol finito y después por la humedad del otro, hacia la trinchera de abajo. Quietito y camuflado en el verdín de las paredes del rincón último del terreno.
A la derecha, en los bancos de madera y junco, Nora, Juancito y mi abuela; el mate de mano en mano, entre los pañuelos y las no dichas.
A la izquierda, tío Coco, con la camisa desabrochada y el banderín como camiseta en el pecho argentino y el cantito de River más los golpes de puño en el corazón.
Y después, de a poco, el cantito sin música. Solo la música sonsa de las palabras desbarrancadas de la voz del tío Coco.
La de la historia del agujero en el aire, la del negrito de Nora ausente de los brazos de Nora, la música de la dicha y la de la no dicha, la de las lágrimas negras del eterno desconsuelo entre mate y mate, con la visita de polvo de la abuela, la musiquita de esa historia sin palabras.
La historia dicha y la no dicha como bolo indigesto después del almuerzo, algunos domingos sí y otros no, la historia repetida sin fin, oscura y viscosa como humedad caracol en rincón último, esa historia incomprensible con la que, enlazados en espiración de agonía, aún, me invocan.