Texto: Pablo Laborde
Lectura: Numa Viard
Ilustración: Mariana Viegas Charneca
Quema el agua, pensás, ya con un pie en la ducha y arrojando tu bóxer sobre las canillas de su bidé. Pero no vas a molestarlo: él podría haber aducido cualquier cosa para no prestarte el baño; sin embargo, aceptó la excusa de que tu calefón no prendía. No le vas a salir ahora con que el agua está demasiado caliente.
No tenés idea de qué hace, a qué se dedica, aunque estabas seguro de encontrarlo en su departamento: haga lo que haga, lo hace en su casa. Su mujer, en cambio, suele llegar tarde; a veces, pasada la medianoche. Y la odiás cuando jadea en la habitación de arriba, porque deja en evidencia tu obligación conyugal. Aunque tenés que empezar a aceptar que, más que odiarla, la envidiás.
Con todas las veces que lo cruzaste en el edificio, aún no pudiste construir su identidad. Por su reserva, su distancia, su voz grave, inferís que es bastante más grande que vos: andará por los cuarenta. No podrías adivinarlo por su estado físico, ojalá lo tuvieras.
En su baño reina un orden casi antipático, destaca la ausencia de ropa interior húmeda colgando de clavos. ¿Será la impecabilidad mérito de su mujer? Puede ser, aunque no esperabas encontrarte con ese austero living de madera oscura, apenas intervenido por trenes a escala y soldaditos en las repisas; jamás imaginaste esa severidad de museo, esa pulcritud marcial. Sabías que era un tipo serio, pero nunca creíste que tanto.
Una vez esperaron el ascensor acompañados de sus respectivas mujeres. Mientras ellas intercambiaban datos de ropa y café venezolano, ustedes cruzaban miradas cómplices, con cierta mofa tácita por la verborragia de ellas. Pero cuando apoyabas tus ojos en los suyos unas centésimas de segundo más de lo razonable, él apartaba la vista. Te reconocés en aquel momento buscando un límite.
Es que no sabés lo que querés. Sabés y no sabés. ¿Estarás loco? Te gana la compulsión de conocerlo, de saber más de él, y, por qué no asumirlo, soñás con que tome algún tipo de iniciativa; pero, al mismo tiempo, preferís que todo quede en el universo de la ilusión. Sí, estás loco.
Habrán pasado cinco o siete minutos. Deberías quedarte un poco más, aprovechar para pensarlo a él, ahí, a un par de metros. Eso es, en verdad, lo que te gusta. Ahora te das cuenta. Lo que más te calienta es saber que podría entrar en cualquier momento. Adrenalina, excitación dura. Ahora tenés miedo, sí, pero es lo que buscabas. Lo que te aterra es que desemboque en algo real, concreto, físico.
Has oído mil veces el latiguillo “salir del closet”, y siempre te pareció un tópico, una vulgar simplificación del lumpenaje. Sin embargo, hoy ese concepto asalta tu mente y la coloniza. Y lo que estás haciendo es la prueba más clara de tu revolución. O quizá “revolución” sea una palabra gastada. Desesperación, mejor. Como sea, necesitabas acercarte al deseo. A un par de metros del deseo. Es que tu vida siempre fue sobre rieles, unos rectos y brillosos rieles, pero andás con unas ganas de descarrilar… que, con tanta carga encima, te inquieta la contingencia de una catástrofe.
Carmen es buena y muy bella, lo que pasa es que el “arreglo” les está saliendo caro. Ser como hermanos con tu joven esposa no parece ser un dechado de plenitud. ¿Acaso deberían a los veintipico resignarse a una vida monacal?
¡No! ¡Te olvidaste la toalla! ¿Te olvidaste? Quizá subconscientemente no querías traerla. Ya no distinguís lo premeditado de lo inconsciente. ¿Qué vas a hacer? Es demasiado. Ahora sí que pasaste la raya. ¿Y si te saca a patadas? Entonces, tendrías que mudarte, porque estás acostumbrado a reprimirte… pero la vergüenza… Ah, la vergüenza es algo para lo que no estás preparado. Sí, estás así de loco. ¿Qué clase de demente si no hubiera incursionado en la intimidad de tan enigmático sujeto? Un tipo con intereses visiblemente opuestos a los tuyos. ¿O en alguna parte de tu cabecita albergás la ilusión de que sus intereses coincidan? ¿Te dio acaso alguna señal?
Tampoco trajiste jabón. Estirás la mano a la jabonera de porcelana del lavatorio, y agarrás ese cuerpo romo que ha sido pulido en las esquinas. Su jabón. Puede haberlo usado también su esposa, pero evadís ese pensamiento. Lo ablandás bajo el agua, y te lo llevás atrás. Al enjabonarte, te lo metés un poco, mientras fantaseás con él en activo desempeño, y pensás en los dos como furtivos traficantes de lo prohibido.
No hay caso, te asaltan imágenes de tu ordenada vida: te oís nombrando a Carmen como “mi mujer”, y experimentás una angustiosa gracia. Te sentís tan ridículo pronunciando esas palabras… Sabés que entregaste tu dignidad para conseguir ese lugar de privilegio en la empresa familiar. Decidiste disfrazarte de lo que no sos para sostener la farsa que te alimenta, y ese corrompido sentido del pudor de a poco te separó del deseo.
Habrán pasado diez minutos. Es tiempo de terminar de “bañarte”. Tenés que salir y enfrentar tu vida. Alguna vez lo vas a tener que hacer. Aunque al pensar en volver a tu departamento, una depresión asesina te cerca, te asfixia la soledad. Ese nudo que suele bajar y subir por tu garganta el día entero, cuando pensar en volver a tu casa se fija en el centro de la glotis, y te ahoga, literalmente.
Pero sería un abuso seguir usándole el gas, la electricidad. Tenés que actuar como un buen vecino, decirle que lo vas a resarcir con un buen asado o alguna de esas cosas que se dicen los hombres.
Un asado… Te viene a la cabeza la tarde que lo espiaste en la parrilla del SUM el otro verano. Te acordás como si fuera hoy: él estaba en cuero, con ese tremendo cuchillo atado al cinto, y las manos negras de manipular carbón. Te impresionó que tuviera hombros tan trabajados. Aquella fue la primera vez que te encerraste a “pensarlo”, y como era sábado, Carmen casi te pesca.
Te armás de valor. Estirándote desde la bañera, abrís unos veinte centímetros la puerta. Disculpame, llamás tímidamente. Él se acerca, su perfume sutil se cuela dentro del baño. ¿Tendrás una toalla? Tu sonrisita tonta implora piedad, apela a esa indulgencia que el adulto –a veces– tiene con el adolescente. Pero ya no sos un adolescente, y después de mirarte un par de segundos, se aleja sin decir palabra. Entonces, advertís que la mampara apenas difumina el contorno de tu dureza no del todo extinta. Vulnerable, sentís tu corazón patear desde adentro del pecho. Deberías vestirte, así mojado nomás, y huir. ¡Cómo le vas a pedir una toalla! No es un amigo. Que estés loco no es asunto suyo, podría lastimarte y aducir que invadiste su propiedad. De hecho, ahora que lo pensás mejor, en tu fugaz tránsito por su living, también viste armas de fuego colgadas de las paredes.
Cerrás la canilla y esperás inmóvil con la cabeza gacha. Frágil, expuesto, tembloroso; apenas escondida tras el vapor tu desnudez. Al levantar la vista temiendo sus ojos, te sobresalta su figura en el intersticio de la puerta. Toalla no trae.