Texto: Fernando Wolk
Lectura: Pablo Gandolfo
Ilustración: José Villamayor
Rinaldi odiaba su trabajo. Más que nadie, según creía. Pero Rinaldi era uno más entre tantos. Un empleado más que hacía lo mismo cada día desde hace años. Fichas, papeles, sellos, archivos, “buenos días”, “desde luego”, “ahora mismo”, “enseguida”, “como usted diga”, “aquí tiene”, “gracias”, “hasta luego”, “hasta mañana”. Y pasado mañana. Y otra vez más. Y hasta el lunes, y hasta mañana y otra vez la misma rueda siempre igual, que en realidad no era más que una línea recta. Hace un tiempo Rinaldi sintió que había llegado al límite y cuando estaba por preguntarse qué hacer con su vida la vio a ella. ¿Desde cuándo estaría allí? ¿Todo ese tiempo? ¿Todos esos años? No importa, para él había sido una aparición mágica, repentina, inexplicable como toda magia. El universo había empezado de nuevo en ese momento y Rinaldi, que era un hombre casi sin amigos, de pocas palabras, y que seguramente nunca había hablado con nadie sobre su deseo de desaparecer y que nadie se dé cuenta, sintió que volvía a nacer.
Nada había cambiado. El mismo trabajo, la misma oficina, el mismo jefe, los mismos sellos y los mismos “buen día”, “gracias”, “acá tiene”, “ahora mismo” y “hasta mañana”. Y justo enfrente estaba ella, a quien nunca pudo hablarle y a quien no podía dejar de mirar. Allí estaba ella, y entonces todo había cambiado. Todo. Hacer lo de siempre y tenerla enfrente. Hacer las mismas cosas, levantando la vista cada tanto. Ahí estaba. Mirarla, sólo eso. Y eso era todo para Rinaldi. Suficiente, ¿para que más? Algo para mirar puede ser mucho para una vida oscura atravesada de nada. Algo para mirar era todo para Rinaldi. Una mujer para mirar que apareció un día de la nada y le devolvió su imagen en el espejo.
Los dos amantes se hicieron leyenda para Rinaldi, que la miraba de día y el resto del tiempo vivía enroscado a ella sin que nada pudiera molestarlos. En todos lados Rinaldi encontraba señales del amor que se tenían. Un pájaro que pasaba, una luz que se prendía, un ruido, un color, cualquier cosa era un signo ineludible que denunciaba la certidumbre del amor.
Una mañana Rinaldi se demoró un momento más en desviar la mirada, sólo un segundo tal vez, y no pudo evitar el cruce con la mirada de ella al levantar su vista. Momento dramático. Dramático y siniestro para Rinaldi, que al descubrir los negros ojos por primera vez ya no pudo volver a mirarla. Nunca más, creyó en aquel momento. Desde entonces él sentía que era ella quien lo miraba a él. Esos ojos lo miraban todo el día, todo el tiempo. Lo miraban en la oficina, en la casa y en la calle. Lo miraban en los trenes, en los bares, en las autopistas. Lo miraban y no dejaban de mirarlo. Lo miraban hasta el insomnio y lo miraban al despertar. Ya Rinaldi hasta había olvidado como era el cuerpo de esa mujer. Esa mujer que había sido suya, que aún lo amaba y cuyos ojos no les permitían volverse a encontrar.
Hubo un día que Rinaldi salió rumbo al trabajo más temprano que lo habitual. La calle estaba llena de verano y escuchó con certeza el llamado de los ojos negros diciendo que no escapara, que eran de él, que le pertenecían, que los mirara. Y entonces todo volvió a cambiar para Rinaldi, que de nuevo la miraba, una y otra vez. La miraba directo a los ojos y ahora sí, más que nunca, podía prescindir por completo del cuerpo. Ella era ojos, sólo ojos, todo ojos. Un par de ojos que eran todos los ojos, todos los cuerpos y todas las mujeres.
Después de una temporada de felicidad, una noche Rinaldi despertó sobresaltado, envuelto en la pesadilla de que podía perderlo todo. Buscando oxígeno bajó corriendo a la avenida y empezó a deambular por una ciudad gris que lejos de liberarlo de la angustia comenzó a hostigarlo con infinidad de malos presagios. Las nubes, el insoportable ruido de maquinas viales, cada pozo en la vereda, hombres con bigote y rostro amenazante, todo estaba dirigido a él, indefectiblemente dirigido a él, que aceleraba el paso más y más yendo a ningún lugar, intentando esquivar las inequívocas señales del ocaso de un amor. Al cabo de un tiempo llegaron las voces. Que no se rindiera, que ella era suya y sus ojos negros le pertenecían. Una, dos, tres, cien veces escuchó lo mismo. Con la misma certeza, una y otra vez escuchó que ella lo necesitaba. Mirarse más, ése era el ruego que empezó a escuchar Rinaldi, que otra vez volvió a sentirla cerca. Mirarse mucho, todo el tiempo que se pueda. Mirarse, mirarse, mirarse.
Desde entonces no se supo más de ella. A Rinaldi lo internaron tres días después, cuando descubrió que dentro del frasco esos ojos ya no lo miraban.