Texto: Marcelo Filzmoser
Lectura: Nicolás Hochman
Ilustración: Rep
Lo veo mientras estaciono. El galpón es grande y por ahora estacionamos adentro, al costado de las oficinas. Allá, casi en la otra punta, rodeado por el resplandor azulino, suelda uno de los caballetes donde los empleados apoyan las bobinas cuando las sacan de las máquinas.
Agachado con su espalda de viejo, manejando las herramientas con destreza a pesar de sus brazos de viejo, vistiendo la ropa vieja que usamos cada vez que tenemos que arreglar algo en la fábrica. Llegó hace un rato, hará una hora por lo menos. Siempre llega antes, mitad porque como todo viejo duerme poco, mitad porque él llega antes. No escuchó ni la bocina que toqué al llegar para que me abrieran el portón, ni el coche mientras dejaba de andar, ni mis pasos al acercarme. Dentro de la fábrica hay mucho ruido; no tanto como para quedarse sordo, según nos dice la gente que mide todos los meses, pero el suficiente como para que nos resulte normal no escuchar algunas cosas dependiendo del lugar en donde uno esté ubicado.
Saludo primero a la gente para no interrumpirlo. Todo bien, cándamos, mejor ni te cuento, no sabes lo que me pasó anoche, bien bien, tirando. Cuando termino, él me espera con la máscara levantada. Sonríe. Tiene en la mano una especie de piqueta que hicimos para sacar la escoria y junto al pie, en el suelo, la pinza con el electrodo todavía caliente.
Qué hacés flaco. Mirá que dejé todo arriba de mi escritorio. Ahora termino y voy.
No confía. No plenamente. Cuando lo hace, de hecho lo hizo decenas de veces, lo hace contra su voluntad. Su manera de rendirse es confiar.
Hace poco entendí que no era algo personal. En realidad él no confía en nadie. Hubo otra época, siglos atrás, en la que confiaba en casi todos. Y casi todos lo cagaron. Conoció de muy chico, siendo un nene de la edad de mis hijos, los riesgos de confiar. Es perdonable que de viejo se le hayan acabado las ganas.
En la oficina las cosas están como siempre. Problemas esperando sentados detrás del escritorio, arriba del escritorio, abajo, a los costados. Los desparramo, hago lugar, cebo un mate y me siento. Los mejores días llego a pensar que de no estar ahí, esperándome cada mañana, podría llegar a extrañarlos. Hay problemas serios, no tanto, de segundo orden, de tercero, problemas que son un problema, temibles, hijos de puta y de mierda. Están los problemas de ayer, de antes de ayer, de toda la vida y, por supuesto, problemas de mañana y de pasado mañana. Al principio la pasé muy mal. No estoy hecho para lidiar con tantos problemas así que tuve que hacerme. Gasté años, quizás una década, en aprender a comer, a coger y más que nada a dormir con ellos encima. Ahora nos llevamos mejor.
Soy el jefe así que tomo tres o cuatro mates seguidos. A nadie le molesta, ni siquiera importa. Hace rato que todos están tomando mate, el estado de la yerba lo deja en claro. Él sigue soldando afuera, en la fábrica. Algo se habrá roto, algún fierro habrá cedido con el uso y el abuso, alguna costura metálica se habrá rajado. Puede también que sea alguna idea de esas que todavía tiene en su cabeza de viejo. Se habrá desvelado y después de pensarla y repensarla decidió ponerla en práctica. En un rato va a venir, me la va a contar, seguramente le voy a decir que es una cagada. No como lo hacía él cuando yo era chico. Lo voy a decir de una manera más sofisticada, tratando de no parecerme a él, a ese él que fue hace tanto. Sin embargo lo que voy a hacer es eso, decirle que la idea que tuvo es una cagada. Y probablemente lo haga, aunque lo niegue en todos lados, solo como revancha o como contrapartida por todas las veces que dijo que mis ideas eran una cagada. Por todas las que me dice y me va a seguir diciendo. Al fin y al cabo puede que los dos tengamos razón. Nuestras ideas no son las de Leonardo. Así y todo nos permitieron salir adelante, pagar deudas, construir casas, galpones, máquinas.
Cambio la yerba, cebo otro mate, lo voy a buscar. Me ve de lejos, todavía tiene la máscara levantada en la cabeza y la pinza en la mano con un electrodo por la mitad. Veo su cara de viejo mientras agarra el mate y dice esto se hizo mierda, viste cómo es, flaco, la gente no cuida, son un desastre, ni bien llego me tengo que poner a arreglar algo, todos los días lo mismo, estoy podrido.
Lo miro, sonrío, le digo que tiene razón. No le cuento que en realidad se rompió porque él estuvo de vacaciones y lo tuve que soldar yo. Hace más de veinte años que él intenta enseñarme y la verdad es que por mucho que intento, no entiendo bien por qué, no consigo aprender. Las veces que no me queda otra hago unos puntos gruesos, llenos de carbón, que no terminan de fundir el hierro ni consiguen unir bien las partes. Los empleados lo saben y se ríen. Dicen bueno, vamos a ver cuánto dura esta vez. La respuesta no tarda en llegar. Lo que yo sueldo dura poco. De todas formas no se lo digo. Le doy la razón, lo dejo quejarse mientras me devuelve el mate y vuelvo a la oficina a lidiar con los problemas.