Texto: Branco Troiano
Lectura: Jorge Carballo
Ilustración: Joaquín Paolantonio
Ahí vienen los azafatos. Traen algunas cosas para vender. Al primero ya lo vi antes de subir y noté que tiene una separación ínfima en las paletas, una especie de callecita entre en los dientes, la encía rosada arriba y de fondo lo oscuro y rojizo de la boca. Se la miré durante varios segundos, y creo que se dio cuenta: estaba sonriendo cuando le vi la cara completa. Yo también le sonreí.
Viene maniobrando con la bandeja pegada a la cintura para no sacarle la cabeza a nadie. Lo está haciendo bastante bien. Ahora, un movimiento brusco del avión lo obliga a levantar la bandeja para no pegarle a un viejo. Justo antes de que se reacomode puedo ver que el pantalón le marca el bulto con extrema precisión. Pienso en mi padrino, y en el escándalo que estaría armando si hubiera venido.
Antes de morirse atragantado con su propio vómito, mi padrino me repitió hasta el hartazgo que el pantalón apretado era para putos. Él siempre llevaba un short o uno de esos joggings bien holgados. Igual, en el último tiempo prefería los joggings más que cualquier otra prenda: su hijo, que para ese entonces le llegaba apenas a la cintura, lo solía dejar en bolas. La última vez fue en el patio de mi casa. El pibito le bajó el short y lo dejó con las carnes ahí, libres, alborotadas. Brillaban y se lucían de tal manera que sol parecía haber estado todo el año preparándose para ese momento.
La verdad es que era un bardo mi padrino. Mientras intentaba acomodarse el short ensayando algunos saltitos, se reía a los gritos, de manera desencajada, los tres o cuatro dientes podridos bien visibles y los labios finos y secos estirándose hasta el punto máximo. Su hijo lo miraba serio, expectante, como hacen los nenes cuando saben que hicieron algo que merece respuesta, pero todavía no pueden intuir si será buena o mala.
Yo, fascinado, perseguía con los ojos el balanceo pendular de los huevos. Lo que hice inmediatamente después fue detenerme en la reacción de la abuela. Si ya de por sí Mabel tenía una cara poco simétrica (a simple vista lo único que se le podía adivinar era la nariz), en ese momento pasó a ser una especie de óvalo con formas y pliegues imposibles de recrear. Esa fue la última vez que se lo dejaron tener. Supongo que el pibe le contó algo a la mamá.
El azafato me acaba de dejar la Coca-Cola y está tibia, pero no le puedo decir nada porque me ofreció hielo y le dije que no, que estaba bien así. Creo que le respondí sin siquiera haber tocado el vaso. Me entretuve de nuevo con el tema de las paletas, y por eso creo que también noté que tiene un lunar muy pero muy chico en la pera.
Me acuerdo de la primera vez que lo vi mal a mi padrino, mal, mal. Estaba vomitando en el sillón del living de mi casa, el cuerpo tendido en los almohadones y la cabeza, colgando, muy cerca del suelo. Antes de llegar a eso habíamos compartido una comida por el cumpleaños de mi vieja. Yo era chico, tenía unos once años, y este ya me estaba taladrando con el tema de mis compañeras, si tenía novia y eso. Y esa Martinita qué onda, si no arrancás vos arranca el padrino, eh. Y se reía. Yo casi ni respondía.
Ahí nos traen la comida. Estoy medio incómodo, al lado tengo un gordo fofo que en lo que va del vuelo ya se tomó dos o tres pastillas. Dejó tirado un blíster en el piso y tiene otro como intentando escaparle del bolsillo, aplastado entre la grasa y el asiento. Igual, lo más llamativo es el contraste de su cuerpo entre las piernas y lo de arriba. Es como si fuera la conjunción de dos tipos de contexturas opuestas. De mitad para abajo, las piernas flaquísimas, los huesos largos a la vista, la carne como pegada a ellos y los tobillos delineados por las venas y los huesos. De mitad para arriba, la otra persona, una gorda, flácida, la piel bien estirada; todo con un tono más claro que lo de abajo.
Ese día, el que vi tan borracho a mi padrino, me acuerdo de que desde el sillón y con la cabeza para abajo me empezó a contar de las formas que se pueden hacer con el pito. Entre la posición y el pedo que tenía, cada oración completa era un milagro. Así y todo, me habló del pito mosca, pito espada, pito arco y flecha, pito hongo y varios más. Del pito mosca es el que más me acuerdo porque intentó graficarlo con los dedos. Primero me preguntó si yo quería hacer de modelo, no sé, intentar la forma con mi pito y mis huevos, pero le dije que no. Entonces, entre risas, empezó a mover los dedos y a contarme cómo era que la mosca iba tomando forma. Nunca llegó a ser una mosca. Primero porque yo no entendía nada y segundo porque en el medio de la explicación se quedó dormido.
Debe ser pollo o carne lo que traen, no sale de eso. Lo trae el mismo azafato. Casi que no llega a mirar a las personas cuando les entrega la comida, pero tampoco se distrae con algo en especial. Tiene la mirada perdida, va y viene con ligereza entre los cuerpos y algunas partes del avión.
Ya lo tengo a dos filas de distancia. De repente, empiezo a sentir cosas que antes no sentía: la manga del suéter que estoy aplastando desde que salimos, la tela áspera del apoyabrazos, la respiración del gordo, algún que otro murmullo.
Me pregunta qué quiero. Carne, le digo, mirándolo a los ojos (él ya me estaba mirando desde antes). Me alcanza el paquetito envuelto en papel metálico y por un momento nos rozamos los dedos. Mi pulgar recorre todo su índice. Tiene la piel grasosa. Corre la mirada y sigue.
Ahora mismo estamos volando por encima de Perú. Al menos eso es lo que muestra la pantalla que está enterrada en el respaldo del asiento de adelante. Ya pasaron poco más de dos horas de vuelo y la noche parece colaborar, con toda su quietud, para que la marcha siga siendo casi imperceptible.
El día que murió mi padrino era sábado. Yo me había levantado no me acuerdo bien a qué (llegué al living, así que supongo que iba a la cocina). Lo único que se escuchaba era el canto de algunos pájaros que el vecino tenía en unas jaulitas. Él estaba ahí, echado en el sillón, boca arriba. Vi que estaba quieto, como petrificado. Me acerqué y lo vi más de cerca. Tenía la boca un poco abierta y adentro se podía ver como una piletita de vómito. Me acerqué unos centímetros más para ver si respiraba, todavía con el temor de que de un momento para el otro saltara como loco.
Pero ni saltaba, ni se movía, ni nada. Me arrodillé y le toqué el cuello y lo mismo: nada. Me levanté. Estuve unos segundos mirándolo. Me agaché y le toqué las costillas con un dedo. Lo toqué varias veces más, con fuerza. Lo moví. Le moví todo el cuerpo, siempre con el mismo dedo. El cuerpo se balanceaba, pero nada. De repente un hilo fino de vómito empezó a caerle por los costados de la boca. Ahí dejé de tocarlo. Creo que me dio asco, o no sé, no sé.
Lo único que se seguía escuchando era el canto de los pájaros. Y a mí me gustaba cómo cantaban. Entonces, me levanté y, en absoluto silencio, me acomodé las pantuflas y fui de nuevo para mi cuarto.