Texto: Ariana Harwicz
Lectura: Ana Granato
Ilustración: Martina Trach
Cuando mi marido se va de viaje a cada segundo de silencio le sigue una horda de demonios colándose por mi cerebro. Una rata salta sobre el techo transparente. Parece divertirse la loca. Voy a ver si el bebé respira a cada minuto, lo toco para ver si reacciona, lo destapo, lo cambio de posición, lo ilumino, lo levanto, todavía estamos en la etapa de la muerte blanca. Después me controlo, me hago un sándwich y me quedo frente a la tele. Pero enseguida el ajjj ajjj de un búho, ese sonido genital, involuntario y erótico me aterra. Apago la tele. Imagino a los animales en una orgía, un ciervo, una rata y un jabalí. Me río, pero inmediatamente me da miedo esa mezcolanza de bicharracos. Esas patas, alas, colas y escamas enganchadas en una carrera de placer. ¿Cómo eyaculará un jabalí? Vuelvo a escuchar el ajjj, ajjj, como de ahorcamiento, ajjj, ajjj, como una gárgara ronca y gatuna saliendo del pico curvo del búho. Por el ventanal de la sala veo que al fondo está la vieja casa rodante. No sé por qué está engualichada esa casa que nos dejó más de una vez en medio de la ruta. Está oxidada pero mi hombre dice que todavía puede echarse encima unos cuantos kilómetros y que podríamos irnos los tres al mar. Yo temo que vuelque y se liquide el bebé. Liquidar al bebé entre los dos. Entre las dos y las cuatro de la mañana viene lo peor, después afloja y vuelvo a hacerme de comer. Pero entre las dos y las cuatro me dan ganas de zarandearme. Veo el picaporte abrirse solo. Me veo yendo al bosque y dejando el cochecito cuesta abajo. Ajjj, ajjj, por suerte suena el teléfono. Amor, ¿a qué altura estás? ¿Doscientos ochenta kilómetros todavía? Ah, ¿te comiste el menú en McDonald’s? ¿Y después cargaste nafta? OK, llamame desde la próxima estación. Beso. Beso. Los llamaditos desde la ruta me entrecortan la chifladura. Vuelvo a ver si mi bebé duerme. Le pongo sus muñecos por orden de llegada. ¿Mi querido cónyuge irá a un hotel berreta con una empleada del autoMac? Camino por la casa en patas. Voy a hojear algo. Mi biblioteca está llena de libros sin leer que compré para el embarazo. De pronto, no soy buena en la cama, él lo sabe, me digo de la nada. Por eso habrá ido a un hotel de ruta y paredes descascaradas con la empleada inculta que se mueve arriba dando saltos mejor que yo. A mí me gusta pensar en el sexo, no hacerlo. Siempre fui buena en teoría y reprobé la práctica, por eso no sé manejar pero me sé de memoria las leyes de tránsito. Intento concentrarme en Virginia Woolf regalo de mi hombre pero tengo demasiada leche. ¿Por qué duerme tanto? ¿Por qué no se aviva? La muerte en un hijo es ciencia ficción. Voy a verlo. Salgo de la casa, una Ferrari roja pasa a gran velocidad. Me quedo parada en el portal con el telefonito en la mano. Dicen que las ondas dan cáncer. Mi mano está en estado terminal. Ya debería estar por llamarme, siempre lo hace cuando llega a la siguiente estación. Melisa, la chica soltera con dos hijos que vive al lado tiene la ventana abierta y la luz encendida. Me parece que llora o está gimiendo. Se gana la vida mostrando el culo, un hombre en algún lugar va a ponerle en el chat “¡Oh, Señor!, qué delicia”, y pagará más para seguir viendo su raya. ¿Por qué no suena el teléfono? El cliente querrá lamerla, ella se unta, el tipo chupa el monitor desde su apartamento céntrico. Miro al perrito sin raza atado enfrente, me saca la lengua. ¡Suena! Amor… ¡Hooola! ¡Holaaaa! ¿Estás tomando un café de máquina? ¿Qué comiste? Bueno, te espero despierta, yo también, chau. Beso. Beso. Ya está, llamó. Le puse la voz que hay que poner. Le pregunté lo mismo de siempre, ¿qué comiste? ¿Por qué las mujeres preguntamos a nuestros maridos qué comiste? ¿Qué mierda queremos saber preguntando qué comiste, si cojieron? ¿Si son infelices con nosotras? ¿Si piensan en abandonarnos diciendo que van a tomar un helado? Camino esquivando ortigas y bajo al bosque. A cierta hora aparece un ciervo que se me queda mirando de una manera brutal como no me miró nadie nunca. Quisiera abrazarlo, si fuera posible. Más tarde leí unas páginas, después del embarazo leo cada vez más lento una página y me torro. ¿Pero qué es ese suspiro entrecortado como un suspirito? ¿la vecina de pelo teñido de rojo exponiendo su agujero o el perro en celo? Esperar a mi cónyuge es un suplicio. Debería cocinarle algo para cuando llegue pero no sé. Siempre cuenta la misma anécdota. La vez que vinieron mis suegros a pasar el día y yo preparé el almuerzo. El menú: croquetas de arroz con arroz. Y todos se ríen de mí. No todos, el bebé no. Pero, antes de que el bebé existiera, todos. A carcajadas. A veces quiero que llore para poder colarme en su cama sin culpa y descargar las tetas. Los días sin mi marido estoy agresiva. Me la agarro con los débiles como la enfermera gorda que viene a dar inyecciones anticoagulantes al enfermo que tengo como vecino. La señora llega en su autito blanco todas las mañanas a las siete en punto. Nunca la vi hacer un gesto distinto. Apaga el motor, baja del auto y camina hasta la casa como solo pueden hacerlo los empleados públicos o las enfermeras a domicilio en un paraje perdido como este. Hoy saqué la basura en punto y le eché una mirada de asco al pasar. Ella me saludó como una persona civilizada y yo le gruñí. Le levanté el tono dando unos pasos hacia ella y me dispuse a irnos a las manos. Y ella se achicó. Pobre gorda seguro pensó que venía de algún país en guerra. Yo estaba despeinada, con una remera de mi hombre de cuando jugaba al básquet que me hacía un cuerpo que no tengo. Seguro pensó que le iba a bajar los dientes de un cabezazo. La miedosa se apuró a entrar en la casa del enfermo, frotarlo con alcohol y colocarle la inyección. Me pongo altanera con las cajeras de supermercado, los repartidores de pizza y las manicuras. Les grito en público, me gusta armar escándalos, rebajarlos, mostrarles cuán temerosos son. Porque son eso, gallinas, ¿cómo es que ninguno me trompeó? ¿Cómo es que ninguno llama para que me deporten? Es tan obvio que tienen razón, que la que busca roña soy yo, que ellos hacen su trabajo y no molestan a nadie. Los días que mi marido sale de viaje pongo un bebé de plástico en el asiento trasero del auto en pleno estío. Me divierte ver la cantidad de vecinos y empleados estatales que se alarman. Me gusta mirar sus reacciones de buenos ciudadanos, de héroes queriendo romper el vidrio y salvar a la criaturita de una muerte por asfixia. Me entretiene ver el camión de los bomberos llegar al village con la sirena. Infradotados. Y si quiero dejar en el auto bajo cuarenta grados de sensación térmica a mi bebé lo hago. Y no me corran con que es ilegal. Si quiero optar por la ilegalidad, si quiero convertirme en una de las tantas congela-fetos lo hago. Si quiero ir a la cárcel veinte años o huir, es una posibilidad también. El otro día la vecinita rubia le decía a la enfermera que en el pueblo, pero del otro lado del río, un tipo había violado sexualmente a una niña. La conversación siguió su curso como si nada. Yo sola pude haber elegido para criar a mi hijo esta fauna llena de fans de punk rock consumidores de ácido, con moretones allá y acá producto de caídas accidentales y de lugares comunes de la autodestrucción. Yo digo, si te faja tu marido o tu padre, asumirse. Habría que rugirles en vez de decirles buen día. Degenerados. El parloteo o mejor dicho el solipsismo al que me tengo acostumbrada dio sus frutos. Ahí escucho el motor de mi marido. Ya mismo el portal y sonreír. Ahí va, está entrando el auto…, maniobra esquivando una piedra, yo voy de un lado a otro, estoy impaciente por que salga y me bese, por sentir su olor a tabaco en los bigotes. Nos besamos. Como todos los esposos sin lengua. Entramos, deja la valija con los productos no vendidos y los de muestra. Apila mejor las cajitas, muestra los fajos de diez. Cuatro mil en fajos de diez, guau. Lo ayudo a sacarse la campera. Le caliento su segunda comida de la noche en el microondas del que salen chispas. Se me pasa, me quemo al agarrar el plato. Nos sentamos a la mesa. Nos miramos y conversamos, todo entre comillas, eso no es mirarse ni conversar. Al rato lo veo salir, él dice que necesita mear afuera que quién puede mear adentro. Es adicto al aire libre, no sé qué le pasa con el puto cielo. Le gusta cuando es azul y es feliz cuando no hay nubes. A mí me da lo mismo estar a la intemperie o enclaustrada en un baúl. Por fin el bebé me vacía la derecha y la izquierda. Mi marido mira dibujitos animados para tener la cabeza en blanco. Le voy a hacer una caricia y se queja porque le corté el bostezo. Después apagamos una a una las luces de nuestro rancho que todavía ventea cuero. Estaba en una maratón masturbatoria cuando volvió el ajjj, ajjj y me desconcentré ajjj. Salí a mojarme la cara y lo pesqué, a él también acalorado. Cruzamos apenas una mirada y cada uno volvió a lo suyo.