Texto: Pablo Pedroso
Lectura: Fernando Wolk
Ilustración: Andrés Crego
Hoy matamos una rata.
Yo no me di cuenta del ruido que hacían los pajaritos. Recién cuando Ma preguntó qué les pasaba, dejé de pensar en sus tetas y escuché que aleteaban como locos adentro de las jaulas.
Ni siquiera cuando cantan me gustan los pájaros.
Ma salió al jardín mientras se acomodaba la camiseta; ella quería ver por qué tanto revoloteo y yo no, no me importaba; quería que volviera, que no se fuera más, que no me dejara así.
El grito le salió ahogado. Respiró y dijo:
Hay una rata.
Corrió y se metió en la cocina. Me abroché el pantalón y tuve que ir. Ella la señalaba:
Ahí, arriba de la rama. Y yo no la veía. Camina por el borde de la medianera, me dijo.
Dame un palo –le pedí–, dame algo.
Me trajo un escobillón desflecado.
Voy a llamar a mi hermano, dijo mientras yo abría la puerta de la cocina y me atrevía a avanzar dos pasos hacia el jardín. La rata se había quedado quieta sobre la reja alta que estaba por encima de la medianera, tan quieta que sentí que me esperaba. Jota no aparecía. Ma se refugiaba en la cocina con la cara pegada al vidrio de la ventana y los ojos fijos.
¿Y tu hermano?
Ma no contestó. Me decidí. Levanté el escobillón y tiré un golpe fuerte, pero sin puntería. Le pegué a la reja y el impacto hizo que la rata cayera hacia el otro lado, hacia la vereda. Adentro, Jota preguntaba por sus zapatillas. Creí que todo había terminado, pero no, entre las sombras, de atrás de unas macetas, apareció una rata. ¿Sería la misma? ¿Pasó por debajo de la puerta de chapa y volvió a entrar? La rata caminó despacio, como si no me viera o no le importara. Estaba cerca y yo le apuntaba con el escobillón, pero no me animé a pegarle. Después se escondió entre las ramas de una planta llena de ramas. Medio dormido llegó Jota, en calzones, con zapatillas y esgrimiendo otro escobillón, uno más nuevo que el mío. Él lo agarraba de las cerdas, al revés que yo.
¿Dónde está?, preguntó.
Entre esas ramas, le dije y le señalé un punto oscuro donde la rata ya no estaba.
¡Traé la linterna!, le gritó a Ma.
Le volví a mostrar la rama vacía y le conté que nunca había matado una rata.
Yo tampoco –me dijo–, debe ser feo matar un mamífero.
Ma llegó con la linterna más grande que vi en mi vida, se la dio a Jota y se volvió a meter en la cocina. Él prendió la linterna y paseó una luz blanca y poderosa por la planta y por otros rincones del jardín, pero la rata había desaparecido.
Pasaron unos minutos. Ma se atrevió a salir de su refugio. Mientras Jota nos iluminaba y vigilaba que la rata no apareciera, ayudé a Ma a meter en la cocina las jaulas con los pájaros. Los bichos no paraban de revolotear.
Pobrecitos, repetía ella.
Jota vino con nosotros, ahora fue él quien se pegó a la ventana y se quedó atento a lo que sucedía en el jardín, la pared y la reja. Pasé cerca de Ma y aproveché para acariciarle la cintura, su piel suave y limpia; ella me sacó la mano como si yo la tuviera fría, mojada o llena de electricidad. Dio un paso y se arrimó a Jota.
Permiso, dije.
Busqué agua en la heladera y tomé un trago. Les ofrecí, pero ninguno de los dos quiso, ellos seguían vigilando. Hasta de espaldas se notaba que eran hermanos, la misma cola tenían. Cada tanto, Ma se ponía en puntas de pie y se le arqueaba la espalda. Seguro sabía que yo la miraba. Tomé otro sorbo de agua y me puse la botella fría entre las piernas.
Ahí está, dijo Jota.
Él y yo salimos armados con los escobillones; Ma, con la linterna. La rata, otra vez, estaba en la planta con ramas. (Nada que ver porque estaba casi desnudo, pero Jota, en calzones y con esas zapatillotas blancas, me hacía recordar a un astronauta). Ni él ni su hermana se movían, supuse entonces que era mi turno y con el escobillón desflecado le apunté a la rata, a sus ojos negros que me miraban. Volví a fallar. Ma gritó y se hizo para atrás; la luz de la linterna iluminó lo que quiso. La rata corría por el borde de la medianera mientras, con Jota, errábamos cada uno de nuestros golpes repletos de miedo y asco.
¡Alumbrá bien!, le gritó Jota, y Ma corrigió la luz. Esta vez la rata no fue para el lado de la vereda, bajó por la pared del jardín y buscó refugio entre dos macetas.
¡Ahí está, ahí está!, gritó Ma.
Jota la esperaba por un lado y yo, por el otro. Él se paró como si estuviera montado en un caballo con armadura y fuera un picador de esos que les clavan lanzas a los toros en las corridas. Así sostenía el escobillón, como una lanza larga y punzante. Envidié ese cuerpo flaco y musculoso. Todos, la rata y nosotros, nos quedamos quietos hasta que Jota habló.
Perdón, dijo y lanzó un primer golpe.
Yo clavé mi escobillón por el otro lado de la maceta y creí sentir que tenía a la rata atrapada entre las cerdas. El bicho chillaba y Jota volvió a golpearlo y a decir: Perdón.
Dejé de hacer fuerza después del último quejido de la rata. Escuché la risa nerviosa de Ma y la miré. Ella solo tenía ojos para su hermano que arremetía cinco, seis veces o más, ahora en silencio.
Basta, dije.
Jota se frenó y tomó aire.
Una menos, dijo mientras respiraba agitado y le chorreaban gotas de sudor brillante. Corrí las macetas hasta descubrir la panza blanca de la rata muerta. No vimos sangre. Ma me dejó la linterna y fue a buscar algo. Enseguida volvió con una palita de basura y una bolsa negra. Jota se apuró en elegir la bolsa y a mí me quedó la pala que, cuanto más la miraba, más chica me parecía. Jota abrió la bolsa y se me quedó mirando. ¿Y si no estaba muerta? Le pedí a Ma una pala más grande, una que no me obligara a acercarme tanto y me trajo una de albañil. De una palada cargué el cadáver. A punto estuve de girar y arrimarle la pala y la rata a la nariz de Ma, a los ojos de Ma, a su boca carnosa. A punto de decirle: Ahora mostrame una teta, mostrame las dos… Pero Jota estaba ahí, esperando. Incliné la pala. Un movimiento preciso y la rata cayó por fuera de la bolsa, sobre las piernas desnudas de Jota que empezó a putear.