Texto: Cecilia Alemano
Lectura: Florencia Maza
Ilustración: María Belén Echeverría
Cuando llegamos, los dos hombres de mameluco ya estaban cavando. La lápida estaba apoyada a un costado. Ya casi era otoño, pero hacía calor. Irene se quedó debajo de un árbol porque decía que le daba impresión. Mamá se puso a deambular alrededor; levantaba su pollera para que no se le ensuciara con la tierra oscura que iba depositando la pala. Se detuvo a leer el mármol como si se hubiese olvidado de lo que decía.
Uno de los hombres, metido casi por completo en el pozo, se asomó con un hueso alargado, y enseguida sacó otro, más chico, en forma de ele. A mamá le llamó la atención.
–¿Esto qué es? –dijo, y lo agarró.
–El maxilar, señora.
Después sacaron un cono de papel celofán. Me acordé de los crisantemos blancos que había llevado ese día. Tendría catorce años o quince, y era un día caluroso, igual que hoy. Recordé la cara de Irenita, roja de llorar. Mamá la abrazaba con una expresión rara que no pude descifrar. ¿Qué pensaría? A lo mejor imaginaba cómo sería nuestra vida las tres solas. O tal vez repasaba momentos con él. El grito de Irene me trajo de vuelta. Vi el cráneo apoyado en el borde de la fosa. Mamá se acercó, se agachó un poco y entrecerró los ojos. Lo va a agarrar, pensé. Pero no. Metió la mano en su cartera, agarró el teléfono y le sacó una foto.
–Mamá, por favor –dije.
–Así lo seguimos viendo –dijo ella.
Le iba a contestar, pero me frené. Una mariposa negra caminaba sobre su blusa blanca. Irene la señaló:
–¡Es papá! –dijo.
Mamá se miró por encima del hombro.
–Pero ¿qué decís? –la reté.
–Yo lo leí, es así. Así se te aparecen después –dijo Irene.
Mamá, sin hacer ruido, guardó el teléfono en la cartera y se levantó despacio, como si no quisiera espantar a la mariposa, que igual se voló. Mamá la miró con los puños apretados contra sus caderas.
–Buoh –dijo.
Se hizo un silencio entre nosotras. Los hombres terminaron su trabajo. Taparon el hoyo con una alfombra verde y dejaron la hoja de la pala clavada en el gran montón de tierra que se había formado a un lado. Uno de ellos le hizo un nudo a la bolsa con los huesos. El otro me pidió que firmara un papel. Saqué la billetera para darles una propina e Irene enseguida se puso a hablarles del calor y de su dolor de espalda. Ellos escuchaban mientras se secaban la transpiración y se pasaban una gaseosa.
Entonces, la vi a mamá. Estaba arrodillada junto a la lápida. La mariposa negra había vuelto y ahora aleteaba sobre el nombre de papá. A mamá ya no parecía importarle que se le ensuciara la pollera con la tierra húmeda. Se inclinaba más y más sobre la lápida, ladeaba un poco la cabeza y sonreía de un modo extraño. Dejó caer la cartera y con dos dedos tomó a la mariposa por las alas. La puso en el hueco de su palma, la cubrió con la otra. Se alejó algunos pasos. Con las manos cerca de la cara, movía los labios, como si le estuviera diciendo algo.