Texto: Laura Esponda
Lectura: Vanina Cánepa
Ilustración: Candela Córdova
Le habían contado que a los muertos les cortaban los pies para que entraran en el cajón.
Le cuesta imaginar a la gorda Adela sin sus uñas recién pintadas, con esas piedritas brillantes que compraba en una perfumería especial. Da vueltas alrededor del cajón, pero no se anima a tocar. Hay mucha gente. Y no tiene excusas para meter las manos así como así.
Se marea con el olor de las flores. Mira las coronas, las palmas. La gorda se moriría otra vez si las viera: el violeta y el dorado no estaban entre las combinaciones que más le gustaban… Entra y sale de la capilla ardiente. Toma un sorbo de café y uno de Coca-Cola; uno de Coca-Cola y otro de café… Esto ni siquiera se parece a la gorda. “Yo cuando me muera quiero una gran fiesta”, le dijo una vez. Esto de fiesta no tiene nada. Ella quiso. Pero le dijeron que no, que la muerte no se festeja.
Ahora se acerca a la gorda un viejo con cara de velorio y le roza los dedos. Al menos en las manos le dejaron los brillitos. Tuvo que pelearse con el tipo de la cochería, que insistía con la acetona… No la conocen como ella. Nadie la conoce como ella. Ni la madre, ni los hermanos, ni la trola de la hija, que no quería que le maquillara la cara. Como si ella no se pintara como una puerta hasta para ir al baño… “Pero si está muerta”, lloraba, “para qué le ponés eso en la cara”.
Después se la llevaron para vestirla; y ya no supo lo que hicieron con el cuerpo. ¿Y si le cortaron los pies? La gorda era grandota en vida y dicen que una vez muertos, los cuerpos crecen como dos centímetros. Calculó: uno setenta y tres, uno setenta y cuatro… ¿Cuánto tendrá el cajón?
Vuelve a la capilla ardiente. Intenta calcular. Es mala haciendo cuentas en el aire. Es mala haciendo cuentas en cualquier lado. Para eso estaba la gorda, que habría sabido muy bien si a un cadáver le faltaban los pies. Sin necesidad de…
Ahí llega el pibe del kiosco. La adora a la gorda. Era la única que aceptaba atenderlo en el barrio, la única depiladora unisex en muchas cuadras a la redonda. Y era buena, buenísima. Sacaba hasta el último pelo con la pincita. Adela le contaba que a los tipos se les paraba cuando les depilaba las partes, pero ella se hacía la tonta para no incomodarlos. Muchos no volvían, de la vergüenza, pero el pibe era una fija: una vez cada veinte o veinticinco días se hacía la completa y salía chocho de la vida… Si supiera que a la gorda quizás le cortaron los pies…
-Hola, Nelly, ¿cómo estás?
Es Gladys la que se acerca: una clienta de las más antiguas. Viene todos los sábados a peinarse y hacerse las uñas. Siempre rojas, con lunita blanca en la base. Nunca cortas. Nunca cuadradas. Ella le arregla el cabello y le hace color cada veinte días. Siempre con spray. Siempre rubio ceniza. Se la ve más triste que conejo sin orejas. O que cadáver sin…
-¿Vos sabés, Gladys, si a los muertos les cortan los pies para que entren en el cajón?
La mujer se queda mirando. Parece que no entiende… ¿Sabe o no sabe? No es tan difícil. Pero Gladys no habla. Mueve la cabeza a uno y otro lado y le pasa una mano por la espalda.
Ella es de las que creen que los cuerpos sin vida siguen disfrutando de los placeres que conocieron una vez. Lo había leído en una revista que hablaba de los egipcios, de esos que enterraban a los reyes con comida, con monedas, con aromas que se llevan para siempre al más allá. Por eso, hubiera querido enterrar a la gorda con su cajón de esmaltes y limitas para uñas, con su palangana eléctrica que masajea las plantas… ¿Ahora cómo va a pintarse las uñas? Si ya no tiene pies…
-Nelly, ¿tomaste la pastilla?-le pregunta Ñeca- Cuando empezás a hacer así con las manos…
No tomó la pastilla. Hace cuánto que no lo hace. Desde el accidente de la gorda. Tres días en terapia intensiva para terminar así: sin pies. Quiere estar atenta en estas últimas horas. Preocupada por lo que hay que preocuparse. Eso es todo. Ya la tomará.
Cuando esa mañana no la dejaron entrar a la parte de atrás de la cochería, se enfureció. Gritó. Pataleó. Golpeó y arañó al grandote de traje. Pero no hubo caso. A la gorda se la llevaron igual; y a ella la agarraron de los brazos y la sacaron a la calle como si no fuera nadie. Y ahí estaba Ñeca con el remedio: “Tomate la pastilla, Nelly, te va a hacer bien”. Simuló que sí, que la tomaba. Pero no. Cuando Ñeca se alejó unos pasos, la escupió contra el cordón de la vereda y corrió cuatro o cinco cuadras seguidas. Hasta que se quedó sin aire y sólo pudo pensar en eso: en el aire que le faltaba, en el que le había faltado a Adela. En seguir sin la gorda. Sin la gorda.
¿A dónde se llevarán los pies que les cortan a los muertos? ¿A dónde se habrán llevado los pies de la gorda? Tan con piedritas ellos, asomando de esas lindas sandalias amarillas que le gustaba ponerse los sábados…
Y ahora vuelve a pararse al lado del cajón. La mortaja intacta. El rubor en los pómulos, el lápiz labial. Los párpados celestes, las pestañas largas de largo artificial. Las uñas pintadas. Los brillitos asegurando el rosario, envuelto en un ramo de flores pálidas. A la gorda no le hubiera gustado ese ramo de velorio. Prefería los colores fuertes: el fucsia, el turquesa, el anaranjado…
Las flores deshechas, la puntilla rasgada, la tela de raso blanco que colgará del cajón… Caras que se darán vuelta. Ojos que la clavarán contra la pared. Una taza de café rodando al piso. Gladys vendrá desde el fondo y la tomará de los hombros. Ñeca, con la pastilla. Y la trola: “Desquiciada, enferma, rajá de acá que te mato…”
Fija la vista en el extremo donde deberían estar los pies de la gorda. Un paso. Otro más. Es ahora. Ninguna pastilla le va a impedir saber.