Texto: Mariana Sández
Lectura: Vanina Cánepa
Ilustración: Estafanía Karen Ríos Martínez
Dicen que sí, que Amelia y María Luisa Requena llegaron hasta el final juntas. Que casi murieron al mismo tiempo, como habían nacido. Muchos no creyeron que fueran a lograrlo por todo lo que pasó justo en los últimos años. Al parecer, el problema empezó cuando Amelia se enamoró por primera vez. A los setenta y nueve. Y mantuvo un posible romance con un hombre, famoso en el barrio de Belgrano por sus conciertos de calle con un falso violín desafinado.
En la etapa en que yo tuve más trato con ellas, las mellizas andaban cosidas del codo. Resultaba tan gracioso ver a un par de octogenarias moverse por duplicado. Idénticas. Con el pelo blanco, lacio, muy corto, peinado hacia un costado, en un porte distinguido aunque minúsculo, levemente encorvado, y la ropa perfecta. Las dos usaban anteojos de vidrios espesos y zapatos ortopédicos. El color de los ojos las diferenciaba. Y el temperamento.
Cuando empecé la carrera de Letras, tuve a María Luisa como profesora de Gramática Española. Pero además me enteraba de sus historias porque mi abuela era vecina de ellas. Le contaron, o supo de alguna otra forma, que la profesora se casó joven y que con su marido formaban un buen matrimonio. Viajaron por el mundo, juntaron ahorros trabajando sin descanso. Amelia, en cambio, apenas se le conoció algún novio. En el barrio se especuló con que le gustaban las mujeres: una atrocidad impronunciable en su tiempo. Por eso, se suponía, se encerraba como una monja de clausura, rendida al cuidado de los padres. Hasta que se la vio conversar con el violinista, y las voces oscuras cambiaron el mensaje: Amelia Requena no era lesbiana, pero había perdido la cabeza por un indigente.
Amelia nació y murió en la misma casa de Belgrano. También hizo ese recorrido María Luisa que, después de enviudar a los cincuenta, vendió su departamento y se fue a vivir con la hermana. Cuando llegó la hora, enterraron a los padres y anidaron puertas adentro. Se volvieron más inseparables que antes. Con los años, parece que diseñaron un régimen de rutinas extraordinario. Yo creo que a mi abuela, como hija única, le daba un poco de envidia, porque hablaba demasiado de ellas, de la suerte de estar acompañadas, y conocía hasta el mínimo detalle sus ocupaciones cotidianas.
María Luisa se bañaba primero, mientras Amelia preparaba el desayuno. Miraban las noticias frescas de la mañana para saber todo sobre el clima, los precios y el tráfico. Hacían las compras, almorzaban, dormían la siesta, merendaban. Desde la tardecita, reordenaban la casa o escribían cartas, revisaban las cuentas, cenaban, leían, se acostaban en el mismo cuarto, temprano. Amelia rezaba y apagaba el velador a las nueve en punto, como le habían enseñado de chica. María Luisa leía novelas españolas hasta las diez menos cuarto, dejaba un margen de quince minutos para conciliar el sueño. Los lunes y los jueves tocaba universidad y almorzaban en el bar de enfrente. Las demás mañanas las ocupaban con consultas o estudios médicos. Martes y viernes por la tarde hacían mandados o trámites. Los sábados se destinaban al cine, primera función de la tarde porque costaba la mitad de precio, y los domingos, misa de once. Cada año de sus vidas adultas, festejaron el cumpleaños con amigas, sándwiches y una torta con dos velas.
La primera discusión importante la tuvieron poco después de cumplir los setenta y nueve, cuando Amelia quiso ir hasta la verdulería por una calle diferente. Se empacaron las dos en la esquina de Virrey Loreto y Cabildo. María Luisa se puso a temblar: su hermana nunca la contradecía. Ella le pedía mantener el criterio habitual y Amelia se obstinaba en seguir hasta Virrey del Pino, sin ninguna razón lógica. Casi levantaron el tono de voz, con los dientes apretados, para que los vecinos no sospecharan. María Luisa insistió en que se hiciera como decía. Amelia respondió que no, con una convicción totalmente nueva y se fue por donde ella quería.
Mucho después se supo que tardaron en reconciliarse y que, a partir de ese hecho aislado, se les rompió entera la rutina. A mi abuela le contó que un día siguió a Amelia sin que se diera cuenta. La vio conversar con aquel violinista, descubrió el modo en que se sonreían. Cómo él le mostraba la caja con cuerdas que oficiaba de instrumento, mientras ella estrujaba una punta de su pulóver hasta que la mano se le ponía roja. Cuánto él perdía el control de las monedas que caían en el estuche, la forma en que ella le ofrecía una magdalena. Le resultó absurdo que una mujer educada como su hermana anduviera con un hombre así de descalabrado, hasta quién sabe si loco.
A pesar de lo mucho que le costaba sincerarse, se atrevió a aclarar los puntos con Amelia. Discutieron. María Luisa le dijo que no pensaba mantenerla para que él la anduviera dando vergüenza por el barrio, como una pordiosera. Se jugaba el honor de la familia. Amelia le cuestionó qué honores le enrostraba si su marido había tenido amantes surtidas, había sido un adicto a los caballos y a la bebida. María Luisa se tapó la boca escandalizada, y se mudó de cuarto. Reabrió la habitación intacta de los padres. Olía a museo, a naftalina y a lápida. Llevó el jarrón con las cenizas a un rincón del living, trasladó sus pertenencias y puso flores.
Lo tremendo que debió ser para la profesora volver una tarde a la casa y descubrir que la hermana también se había mudado, pero afuera. Era la primera vez en su historia octogenaria que Amelia ponía ropa en una valija y dormía en otra cama, o en cualquier otro sitio que –según le confesó alarmada María Luisa a mi abuela– se imaginaba como un cuarto con aspecto de caverna en un hotelucho cualquiera.
Después hay un período del que no se sabe nada. Por lo menos, de Amelia. Pasó seis meses en otra parte. El hombre del violín siguió rayando las calles con esa eufonía insoportable, transportado en un rictus como de ensueño. Incluso hay quienes comentan que en ese periodo se le notaba la expresión del enamorado, que solía afeitarse y perfumarse más seguido. Desde el día en que Amelia se fue, María Luisa empezó a pasar por esa esquina para ir a hacer los mandados. Veía al violinista de lejos. Alguna vez le pareció que él le hacía una reverencia, pero él le dio vuelta la cara.
Dicen que Amelia volvió cuando cumplían ochenta. Entró con su llave, arrastró la valija. Por un momento se hizo un silencio. Saludó a las amigas y primas que conversaban animadamente en el living, tomaban café y té con masas. Mi abuela estaba esa tarde ahí. La vio mirar la torta que tenía las dos velas, sacarse el abrigo, cargar un plato de sándwiches en la cocina y repartirlo entre las invitadas. Nunca nadie preguntó. Ni se supo dónde había estado o por qué volvía. Sin haberlo determinado, las mellizas Requena fueron retomando la vida cotidiana idéntica a la que habían dejado aquella tarde en la esquina. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si el amor no hubiera roto algo.