Texto: Esther Cross
Lectura: Flavia Pittella
Ilustración: Estrellita Caracol
Cuando las hermanas Mc Lean se mudaron al edificio, ya pensaban que los hombres tenían una idea fija, un interés central y excluyente, que era eso que ellas llamaban eso. Siempre decían los hombres piensan en eso, y asentían, conocedoras y sonrientes. Gente madura. Entre las dos sumaban una edad en que la idea del suicidio parece cosa de impacientes y optimistas. Es que las hermanas Mc Lean eran varias cosas a la vez. Cada una por su lado, cada tanto. Ahí tenemos a Stella Mc Lean a la izquierda de Laura Mc Lean –a su derecha–. Podría decirse que juntas, cobraban un sentido. Como un vestido blanco y negro. Separadas, cobraban otro. Como un vestido blanco y otro negro. También que conocían otro más cuando se las veía hacer la misma cosa pero por su cuenta. Stella en la farmacia un lunes a la tarde y Laura en la misma farmacia el martes, por ejemplo. Ying-yang. Allí eran directamente complementarias, muy dependientes –no podía mirarse a una sin recordar a la otra y compararlas–. Cuando discutían, se parecían más, como un vestido negro y otro negro o al contrario. Y cuando no se dirigían la palabra eran directamente una misma persona desnuda, por más de que hicieran muecas para distraer a los mirones. Como eran, a su modo, pudorosas, hacían lo que podían para no discutir.
No era fácil. Era así. A Stella le gustaban los sweaters marca Bremer. Y a Laura también. Stella había querido mucho a sus padres. Y Laura también. Las dos eran fervientes fans de Vivian Leigh. Stella había recibido en herencia de sus padres un pasaje de primera a todos lados. Su fortuna igualaba la que había recibido Laura. Y así con todo. Libros y películas y películas y libros –no eran lo que se dice un par de chicas divertidas–. Pero ellas la pasaban bien. Los mismos restaurantes. El mismo corte de pelo. Lo bueno era que a cada una, por su lado, le encantaba ver feliz a la otra. Entonces se complacían y cuidaban con una dedicación y naturalidad envidiables. Cada tanto, alguna de las dos se daba cuenta de que para poder hacer feliz a la otra necesitaba, como lógica condición, que su hermana no fuera del todo feliz. Y empezaban las complicaciones. Pero se entendían bien y tenían los mismos gustos. Hasta que a las dos tuvo que gustarles el señor Moledo. En eso sí que fueron poco originales porque ese señor les gustaba, en realidad, a todas.
–Pobre hombre –se decían las mujeres al mirarlo.
Era que tanto éxito le daba un aspecto de mártir que era, al mismo tiempo, muy seductor.
–No deja títere con cabeza –escuché un día que comentaba Paredes con otro portero.
Los títeres tienen hilos que se enredan a veces. Y creo que eso fue lo que pasó. Fácil para nadie.
Dime con quién andas y te diré quién eres. Algo difícil de responder en el caso de ellas. O juntas o separadas pero solamente eso. Si alguna decía, por ejemplo, “Fuimos al cine”, eso quería decir que había ido con la hermana.
No había nada que aclarar y no había forma de confundirse. O Stella. O Laura. O las dos juntas. De ahí que resultara extraño que se arreglaran con tanto cuidado. Que se vistieran como para ir a una fiesta y terminaran sentadas leyendo al detalle el menú del Dora, para después comer la misma comida –no se ponían de acuerdo pero lo estaban–. Pagaban cada una su parte de la cuenta y se volvían, a veces por el túnel que las llevaba hasta el restaurant de un hotel. Es que ellas eran muy competitivas. De chicas habían protagonizado un episodio alarmante al pelearse por un muñeco. Ahora Stella se compraba ropa nueva en secreto y se la ponía para provocar a Laura, que se había comprado algo muy parecido también para sorprenderla. Entonces Stella corría a maquillarse y Laura la empataba. Pero Laura volvía con una gargantilla y Stella doblada la apuesta agregando algún anillo. Que Laura vencía con un broche y Stella combinaba con una pulsera. La artillería pesada. Los guantes salían de los cajones como conejos de la galera. Ahora, una vez vestidas, por qué no salir. Cada una con su vida. La otra siempre se copiaba.
En la mesa que está debajo de la letra a de Dora, se sentaba siempre el señor Moledo, que vivía a menos de dos cuadras del edificio. Comía salmón a la parrilla y leía cosas que evidentemente no le interesaban. Tenía una novia que cada tanto entraba en el restaurante y le hacía un escándalo. El señor Moledo ya estaría harto. Una noche, al verla entrar, se atrincheró en el baño y no salió hasta las 12. El mozo fue un par de veces al baño con un balde de hielo y una botella en una bandeja chata y plateada. Cuando el señor Moledo salió, la novia lo asaltó por sorpresa. Cuando él se acercó celebrando eso que llamó una casualidad, ella le dijo algo horrible al oído y todos se dieron cuenta porque el señor Moledo se tapó la cara con la servilleta y su novia se puso a llorar. Y no volvió. La gente trata de no volver a los lugares donde lloró, son como la escena del crimen.
Laura Mc Lean vio todo. También Stella. En el espejo colgado de la pared se parecían tanto que eran indistinguibles. Será por eso que cuando lo esperaron a la salida del restaurante y lo encararon, el señor Moledo parpadeó porque le parecía que estaba viendo doble. Y eso que ellas no tenían la misma edad. Stella era la mayor. Había nacido tres minutos antes. Los hermanos mayores tienen sus prerrogativas y entonces Stella tomó la delantera. Así:
–¿Qué tal? Me llamo Stella Mc Lean.
–Y yo soy Laura.
La vida, debe haber pensado el señor Moledo, tiene sus reveses y compensaciones. Por una que lo había abandonado, llegaban dos que no estaban nada mal y que no parecían del tipo de abandonar el campo de batalla, siendo evidente que estaban en guerra. La vanidad de los despechados. Salía con una y después con la otra. Hablaba dos veces de los mismos libros y las mismas películas, de la hermana de la otra, de él mismo y de la ecuanimidad de sus sentimientos, de las cosas que decían, de los mismos problemas con la humedad de la biblioteca –vivían juntas, en el 7° C–. Hasta en los momentos de entrega absoluta la cosa tenía dos caras. Porque al entregarse toda, una daba la otra. Porque algo era innegable. Y era que ellas se querían. Y eran gente generosa.
Me contó Laura lo que hicieron anoche –decía Stella–. Lo siento, no puedo quedarme atrás –agregaba, acto seguido.
Fue entonces cuando empezó a decirse que el señor Moledo se había transformado en un gigoló. Pero lo que pasó es que Stella y Laura habían descubierto un nuevo modo de pelearse: los regalos al señor Moledo. Para dar una idea, a dos meses de romance tripartito, Stella le regaló un coche que parecía una nave espacial y Laura le regaló un barco que se llamaba Laura. Encargaron tres alianzas de platino en la casa Ricciardi, porque en los detalles eran muy ahorrativos. Y Stella ya averiguaba a cuánto estaban las islas del Tigre. El guardarropas del señor Moledo se amplió y cada semana parecía un desfile de sí mismo. Había que verlo los días en que salían a navegar. Iban en el coche que le había regalado Stella hasta el embarcadero con la amarra del barco que le había regalado Laura, y que se llamaba Laura, para llegar a la isla que le había regalado Stella, como su nombre lo indicaba. Y el proyecto –si es que la cosa tenía algún futuro– se fue a pique en uno de esos viajes. Las hermanas Mc Lean se fundieron. Y el señor Moledo, ni hablemos. En un acto de soberana malicia, Stella había puesto sus regalos para Moledo a nombre de Laura, que era a quien iba a heredar en caso de tener la suerte de sobrevivirla. Y Laura había hecho lo mismo. Así que cuando las cosas no dieron para más, al menos las hermanas Mc Lean gozaron de unos meses de deriva apacible mientras remataban el coche, el barco, la isla, todo, y se iban a pique, sentadas cada noche en la misma mesa del Dora.
Cuando las cosas empiezan mal, pensó cada uno de los tres la misma noche, es seguro que terminan. El señor Moledo miraba las dos fotos: Stella y Laura. Ellas dos miraban otras dos: él y él. Dejó de ir al Dora. Dejó de caminar la cuadra. De atender el teléfono. De abrir los sobres. De contestar el portero eléctrico. De ir al trabajo para evitar la llegada de las hermanas, o de cualquiera de las dos, que parecían muy hábiles y experimentadas en el deporte de avergonzarlo delante de sus amigos. De salir a las horas habituales. Hasta dejó de dormir.
–Polleras –decía Paredes, mientras las Mc Lean avanzaban con sus polleras interesantes hacia la calle. Y al ver al pálido señor Moledo también se decía lo mismo.
Una tragedia griega en Buenos Aires. Los tres miraban las fotos. El señor Moledo suspiró antes de emborracharse. Stella, en cambio, prefirió desquitarse de tanta frustración y le clavó a la foto la punta de un alfiler. Al rato Laura hacía lo mismo en la suya pero con una aguja y en menos de media hora ya habían terminado con él.
Entre las hermanas Mc Lean había, al tiempo, una distancia insalvable. Ya que les gustaba lo mismo, compartían, sin mayor entusiasmo, la comida que ordenaban en el Dora. ¿Para qué comprar dos veces la misma ropa? Podían prestarse las cosas, por qué no. A veces porque no querían. Pero a veces cuando no se dirigían la palabra y se parecían como perfiles de una misma cara, no podían evitar que el rencor tomara el mando de la tarde y lo arruinara todo. Eso no era para ellas. Ellas habían querido ser felices. Entonces Laura le dijo a Stella que se mudaba a otro edificio y Stella se dio cuenta de que la única manera de no perder esa última batalla era aceptar. Cuando Laura se fue, Stella tuvo un mal presentimiento. La soga de la persiana se cortó y pegó de filo contra el marco. A Paredes le llevó un buen tiempo repararla.
A veces Laura visita a Stella y si salen juntas siguen tan parecidas como cuando no podían separarse. Laura tiene una hija, que es idéntica a ella –y a Stella, qué remedio–. Se llama Vivian, Vivian Moledo. Stella vive en el 7° C. Insiste en una digna bancarrota. Y al igual que su hermana se mantiene a flote. Siempre da la impresión de que espía por todas partes. Es una buena persona. Tiene un perro con cara de pocos amigos, que se llama Orson.