Texto: Sebastián Chilano
Lectura: Román Bryla
Ilustración: Diego Berger
Ese año mi padre pintó un caballo. El caballo era una bestia horrible, un monstruo atenuado desde la cabeza hacia el cuerpo, fragmentado antes del amanecer en su propia unidad. Esto lo dijo mi padre. Yo no podía pensarlo, no entonces. También me desafió para que buscara la bestia detrás de la cara del animal. No la encontré. Mi padre me leyó un pasaje del primer evangelio y tuve miedo. Miedo de los hombres que sacrificaban a sus hijos, miedo de las plagas y de los chanchos que arrastran demonios hasta el mar. Pero más tuve miedo de mi padre. Él pasaba las tardes encerrado en silencio frente a la tela, tiñendo color sobre color. Su técnica era caótica. Trazaba una raya en el océano de lienzo y luego negaba el resultado con nuevas rayas aplastando la original con una severidad que lo perdía en el abismo de su creación. A la noche, cuando la luz se volvía necesidad de pobres y lujo de pocos, mi padre se sentaba a la mesa con las manos y brazos aún manchados de rojo –la tierra ilusoria de su pintura– y sus ojos perdidos buscaban algo. No había nada para él. Nada que pudiera abstraerlo de su creación, no podía verme jugando con los cubiertos y no podía seguir los pasos silenciosos de mi madre, cansados de lavar y cocinar, apretados en zapatos de liquidación de fin de temporada. Mamá servía la comida y se sentaba. Los dos rezaban una oración de agradecimiento y yo estudiaba las manos de mi madre, cubiertas de llagas de tanto buscar el dinero que el arte nos negaba. Las marcas en los dedos de mi madre no eran sangre pintada.
Todo ese otoño mi padre luchó con ese caballo rodeado de la soledad del fuego. Peleó ante cada milímetro de tela vencido de antemano. Y por culpa y fruto de esa pelea, llenó de rabia la cara seria de aquel caballo. La bestia nació mal parida. La bestia lloró su suerte inmóvil mientras sus ojeras crecían cada vez más negras y sus patas se cansaban de galopar antes del primer paso. Sus ojos negros, finalmente, se hicieron impenetrables en luz del incendio que lo rodeaba.
Llegado el plazo de entrega, mi padre dejó de dormir. Se alumbró con velas miserables armadas con los restos de los cirios de la iglesia, y durmió en el piso, frente a la pintura y envuelto en el rojo gritón en que se transformó también su piel, y por qué no, sus sueños. Pintaba todas las noches y se olvidó de nosotros. Hasta que un día de ese invierno que parecía no terminar nunca, todo se terminó. Mi madre dio fin al invierno con su muerte. Se fue sin decir nada, o lo dijo todo en su lenta agonía y no supe escucharla. Postrada en la cama, me dejó un sonoro beso en mi frente de niño y sus dedos largos me acariciaron y no me dolieron, aunque se enredaron y tiraron de mis rulos. No vi cómo mi padre se despidió de ella. La tuberculosis que le arruinó el pulmón –y los dedos– en silencio se la llevó. No hubo velorio ni entierro con familiares. Todo lo hizo mi padre en soledad. No quiso decirle a nadie que mi madre había muerto y me obligó a repetir su silencio. Cuando volvió, después darle sepultura, cortó papa para cenar y me dijo que leeríamos el último evangelio hasta que las papas estuvieran listas. Me leyó en voz alta la historia de las siete trompetas del Apocalipsis, y después leyó sobre las ruinas de Babilonia y la bestia que sale del mar. Yo tuve miedo, de la bestia y de las trompetas, y también tuve miedo de mi padre cuando renegó del evangelio y de Dios. Las papas hirvieron y se quemaron, pero igual comimos el puré en silencio. Ambos sabíamos que él debía terminar su pintura.
Mi padre consiguió una extensión en el plazo de entrega cuando el mecenas vio la obra a medio hacer y quedó maravillado de la pasión que irradiaba. Detrás del caballo y del incendio que lo acechaban, sin intención, había nacido un color oscuro, una disociación del rojo que era y no era el fuego contiguo de su piel, y su pintor, mi padre, obsesionado con la contraescena, con la trama secreta del escenario de su animal, no se animaba a ahondar en esa figura que desde la negación de no nacer lo reclamaba.
La transformación pronto fue evidente a la par que incontenible. Lo negro dejó de ser humo, dejó de ser nada y de esa nada surgió la materia. De un galope casi certero para escapar del incendio, el animal pasó a estar tirado en la tierra, herido en vida, con los ojos negros, profundos y suaves en su perfección, reflejando la silueta del asesino. Una silueta tan sutil como femenina, que en el espejo de los ojos del caballo dejaba adivinar la lentitud del criminal en la culminación de su obra, ese disfrute nacido en la preparación del golpe mortal.
Mi padre dejó de pintar. No se animaba a terminar. Faltaban unos trazos sin color, pero no se atrevía a darles forma por temor a crear nuevos vacíos de imperfección. Me rogó que diera cuenta de los últimos detalles. Me pidió que hiciera trazos sin razón de ser lejos del cuerpo del animal y de la tierra, lejos de la mujer y de su odio; trazos que él temía concretar por miedo a darles sentido con solo tocarlos. Para convencerme volvió a leer el evangelio en mi presencia. Pero su voz no me engañó: él ya no creía en aquellas palabras impresas. Él ya no creía en los hombres que hablaban de Dios. Puso sus manos sobre las mías y juntos agarramos el pincel. Me hizo hundirlo en el color y después apoyarlo sobre la tela hasta tensarla como una cuerda que quiere partir en dos el arco antes de liberar la flecha.
Aún faltaba una semana para que la prórroga expirara, pero mi padre dio por terminado el cuadro. Me dijo que lo acompañara. Lo iba a firmar. Todavía delineaba su nombre cuando sentimos que alguien golpeaba sus manos afuera. Mi padre puso el punto sobre la única “i” de su apellido y salimos.
Parada en mitad de la calle estaba mi madre. Quise correr y alejarme, pero mi padre me detuvo con firmeza. Me dijo que no tuviera miedo, que aunque no pudiera entenderlo, en verdad, era ella. Salimos juntos, y a pesar del frío y del viento que me cegaba la vista, no podía dejar de llorar. Mi madre estaba parada frente al taller, en medio de una polvareda. Nos acercamos y ella a nosotros, y se detuvo a medio metro. Mis pies y los de mi padre estaban descalzos. Ella tenía puestos unos zapatos negros, igual que su ropa, y parecía estar vestida de luto. Era la misma ropa que mi padre le había puesto en su lecho de muerte. Yo quería correr a abrazarla, pero las piernas de mi padre me enredaban, o yo me dejaba envolver para no llegar hasta ella. Nos miramos un largo rato desde esa distancia hasta que estiró sus brazos y mi madre me llamó por mi nombre. Corrí y golpeé contra sus piernas detrás de la falda –lloraba–, mientras las manos de mis padres, unas llenas de pintura y las otras ya sin llagas, se juntaban. Yo quería decirle a mi madre que habíamos terminado la pintura del caballo, que al día siguiente se la llevarían, pero no le dije. Mi padre tampoco habló. Al día siguiente el dueño se llevó el animal de fuego sin que mi madre se hubiera mirado una sola vez en el cuadro.