Texto: Delfina Uriburu
Lectura: María Bazán Lazcano
Ilustración: Carolina Marcús
-Qué lo parió. ¡Cómo pasa el tiempo!
El encargado del bar se sacó los anteojos, se frotó los ojos enrojecidos de cansancio y se sentó adelante de la caja registradora. Por el ventanal entraban las luces de la calle Corrientes, las miradas curiosas de la gente y el olor a garrapiñada. Faltaba una hora para cerrar, la cafetera estaba ya desenchufada. Quedaba solo media hora de movimiento y bullicio en la cocina.
Entró una mujer de unos treinta años, se sentó en una de las mesas para dos y pidió un agua mineral. Tenía un jean, una camisa blanca, un rodete impecable al ras de la nuca y mucho maquillaje. Se acomodó en la silla y cruzó las piernas. La moza le acercó el agua mientras la mujer hablaba por celular.
-Apurate que ya estoy acá -dijo y cortó el teléfono.
La mujer se sirvió el agua, miró hacia adelante y empezó a hablar. Los mozos pasaban por al lado pero no le prestaron atención, hasta que uno de ellos se dio cuenta y empezó a comentar. Después cada uno que pasaba por al lado corroboraba que no eran auriculares, sino que hablaba sola.
-No puede ser que con vos sea siempre lo mismo. ¿Cuándo vas a reflexionar? Yo ya estoy cansada, cansada de que seas tan egoísta de que no tengas ni siquiera la suficiente autocrítica para reconocer tus errores. Me duele mucho todo esto—le decía al aire con la mirada fija en la pared.
-Me duele mucho-repetía, subiendo el volumen de la voz.
El encargado llamó a la moza que atendió a la mujer.
-Decile ya a la loca que estamos cerrando el local y tenés que cobrarle.
-Ay no, pobre, no está bien, no la podemos largar a la calle-le respondió con mirada compasiva.
-¿A mí qué me importa?
-¡No seas así!-la moza desplazó la compasión y empezó a enojarse.
-Vos no seas así de ingenua, ¿no te das cuenta que todos corremos peligro? Esa mujer está mal, puede romper la copa de agua que le llevaste y atacar a alguien en cualquier momento.
Después de discutir, el encargado llamó a la policía, explicó la situación y a los diez minutos llegó un patrullero con cuatro efectivos. Dos bajaron y dos se quedaron en el auto. Cuando entraron al local, ninguno de los dos se animó a sentarse en la silla a la que la mujer le hablaba. Se quedaron parados al lado de ella y uno en voz calma y pronunciando lento cada palabra le explicó:
-Señorita, buenas tardes. Lamento molestarla pero la gente del bar está cerrando y necesitaríamos que se vaya.
Los mozos habían levantado las sillas de todas las mesas y las habían dado vuelta. La mitad de la persiana estaba baja, solo quedaba espacio para pasar por debajo. Uno de los mozos estaba barriendo cerca de ella. Había olor a desinfectante.
-Yo no me voy de acá hasta que el señor me pida disculpas-sentenció señalando la silla vacía.
Como en un acto reflejo, los policías miraron el espacio imaginario. Hacerla entrar en razón no era una opción posible, pero el desalojo forzoso tampoco. Solo tocarla implicaba una serie de consecuencias y ninguno de los cuatro estaba en condición de perder su cargo.
Uno de los mozos ya se había cambiado y saludó con un beso al encargado.
-Vos no te vas a ningún lado-dijo el jefe, y se sacó una vez más los anteojos para frotarse los ojos y limpiar los cristales.
-Pero me está esperando mi señora-respondió el mozo.
-¿Qué me importa tu señora? Yo necesito testigos y no puedo hacer que se quede uno solo de ustedes. Así que se quedan todos acá hasta que la policía o la señora se vayan. No me pueden dejar solo con este bardo. Soy responsable por ustedes, ustedes son responsables por mí. Es lo que es y de acá no se mueve nadie.
El mozo se sentó resignado y miró fijo a la mujer por un largo rato. La miró a los ojos profundamente como se mira a las cosas que no se entienden pero se respetan. La mujer le devolvió la mirada y se quedó callada. Ni ella, ni los policías, ni el encargado sabían muy bien qué hacer.