Texto: Gonzalo Garcés
Lectura: Nicolás Hochman
Ilustración: Darío Mekler
Esta historia me la contó mi padre. En 1973, cuando la revolución nacional y popular parece inminente en Argentina, vive en España Francisco Navarra Vela, conde de Valdivieso, con su esposa Carmen y su pequeño hijo, Antonio. Un día Carmen recibe la inspiración (se vuelve loca, dice el conde) y se traslada al país austral, raptando de paso al hijo, para participar en la revolución. Todos creen que doña Carmen ha sido víctima de la insensatez de la época. La verdad es más simple: Carmen conoció a un director de cine argentino, se enamoró y dejó a la morosa aristocracia peninsular por una aventura americana.
Lo que sucede entre Carmen y el argentino pertenece a la historia de las costumbres de los años setenta. Mi padre podría contarla con más autoridad que yo. La parte que a mí me interesa es la que sigue, lo que le pasa a ese hijo raptado, Antonio.
En 1976, liquidada la relación de su madre con el director de cine (y la revolución nacional y popular), Antonio es devuelto a Madrid, con un cartelito de plástico colgado del cuello para que las azafatas sepan a quién deben entregarlo. Desde ese día vive con el conde. En 1987 inicia estudios de bellas artes; en 1994, dos meses antes de recibirse de restaurador, su padre muere. Antonio lamenta que no haya alcanzado a conocer a su novia, Elisa. Con ella se casa al cabo de poco tiempo. Los amigos de su padre asisten a la boda. Se habla del triste final del conde; se comenta su ruina; en los últimos tiempos, dicen, no hacía otra cosa que jugar al bridge… En la fiesta está también su madre, que ha vuelto a España. Todo el mundo parece haber vuelto a España. La era de los excesos parece clausurada. Lo que Antonio puede esperar es una existencia algo descolorida, pero mejor organizada que la de sus mayores.
Esto es, hasta que un día su mujer, Elisa, le anuncia que lo deja por otro.
Antonio se derrumba. Le pregunta qué va a pasar con sus hijos (tienen dos). Me los llevo, contesta su mujer con una sonrisa. A Antonio esa sonrisa le parece un signo de enajenación. Pasadas las primeras horas de pánico, decide actuar. Lo primero, decide, es averiguar la identidad del amante; para esto hurga en la computadora de Elisa, interviene su teléfono, la sigue. Sin éxito. Entonces se le ocurre consultar a su madre. Después de todo, para prever las próximas acciones de Elisa, ¿quién mejor que la mujer que también dejó a su marido, veinte años atrás, para escaparse con su amante? A sus cincuenta y nueve años Carmen todavía es atractiva. Tanto que Antonio, turbado, prefiere evitar con ella los besos o los abrazos. Ahora lleva puesto un vestido rojo con vagos ideogramas chinos. Le pregunta qué quería saber. ¿Qué querías saber, Antonio? La ventana de la salita donde conversan tiene la persiana a medio bajar; rejuvenecida por esa penumbra, Carmen habla de sus extravíos. Le cuenta que el conde, gran cinéfilo, poseía una sala de proyecciones privada; lo dice un poco afligida, como si eso fuera otra prueba del temperamento gris del conde. En cambio su cara se ilumina cuando habla del argentino: un artista, sonríe Carmen. Con estupor Antonio reconoce la sonrisa de su mujer. El amante de Elisa, deduce Antonio, debe pertenecer al mundo del cine. También debe ser argentino.
El juicio del divorcio, entretanto, sigue su curso. Antonio almuerza con su abogado, conspira para ganar el apoyo de amigos y parientes. Las noches se las pasa mirando cine argentino, en particular el cine hecho por directores o actores que residen en España. Una película aborda el rapto de chicos durante la dictadura militar. En la película, un oficial de alto rango se apodera de los hijos de un periodista muerto. El caso le parece a Antonio tan cercano al suyo que no duda: el director de la película, piensa, debe ser el amante de Elisa. Averigua su teléfono y lo cita en el bar El Belvedere. Para su decepción, le basta la cara atónita del cineasta para saber que es inocente. Poco después, en otra película, cree descubrir similitudes entre su padre y uno de sus personajes: un ex revolucionario en el exilio, aficionado al poker, cuya esposa lo ha dejado. Mentalmente Antonio sustituye poker por bridge y piensa: ése es el amante. El director no tarda en advertir que lo vigilan. Alarmado convoca una rueda de prensa y anuncia que los represores han vuelto a acosarlo. Un periodista escribe sobre el caso una crónica que menciona a Antonio; se produce un escándalo, no demasiado grande, pero sí suficiente para que algunos clientes de Antonio anulen sus encargos.
No por eso desiste. Un día, el juicio del divorcio se resuelve en su contra; Elisa, por teléfono, le anuncia que parte a vivir al extranjero con sus hijos. Bueno, bueno, dice Antonio. ¿Me has oído?, pregunta Elisa. Claro que te oí. Te vas a Argentina. No he dicho Argentina, dice Elisa. Bueno, bueno, repite Antonio. Hay un silencio. ¿No vas a decir nada?, pregunta Elisa. ¿Qué quieres que diga? No sé, dice Elisa y por un segundo su tono es doméstico, casi cariñoso: ¿Qué estabas haciendo? ¿Yo? Estaba mirando una película, dice Antonio.
Contra toda lógica, ahora que sus peores temores se han consumado Antonio sigue buscando. Hurga; espía; en las premières de películas argentinas es una sombra ubicua. Como ha dejado de trabajar, no tarda en arruinarse. Una mañana se entera de un preestreno en el centro Reina Sofía. Con paso cansino (los meses de pesquisa febril han quebrado su salud) sube hasta el último piso. Las caras que encuentra son grises; no tarda en advertir que todos lo doblan en edad. Al principio se mantiene al margen, después un hombre corpulento le da conversación. Le cuenta historias del Buenos Aires de los setenta. Por sus comentarios Antonio no alcanza a discernir si el hombre era cineasta o activista político. Un poco las dos cosas, como todos, dice con un guiño el otro. Llaman a sentarse para la proyección; la película trata de una familia que se esconde en una quinta durante la dictadura militar. La policía los busca y ellos aguantan. El padre juega con el hijo en el jardín; la madre se sobresalta cuando un camión pasa cerca. Luego la madre y el padre hacen el amor. Bailan. El hijo busca grillos junto a la tapia. Mirá, mirá esta escena, le susurra el hombre corpulento. ¿Ves? Al final de la película, los padres se entregan para que el hijo viva. Antonio tiene los ojos llenos de lágrimas. Pero no por la orfandad del hijo, sino porque ha entendido que Elisa no va a volver con él.
Cuando las luces se encienden, el hombre corpulento le sonríe y le pregunta si quiere conocer al director. Antonio se deja conducir; pero cuando el otro, tomando su mano, la arrima a la mano de un viejo, se retira con violencia: el viejo es el antiguo amante de su madre. Antonio baja corriendo las escaleras y sale a la calle.
Corre y tropieza y vuelve a correr hasta que llega a la casa de su madre. Ésta lo hace pasar sin mayor sorpresa. ¿Podemos hablar?, pregunta Antonio. Por un momento no sabe qué decir. Después dice que su mujer se ha ido a vivir a Argentina. La madre asiente. Antonio la mira y dice: mi padre lo sabía todo, ¿no es cierto? Él mismo te habló de ese director. Él mismo te hizo ver sus películas. Fue porque a él, a mi padre, le gustaba el cine que acabaste por dejarlo. Tu padre era un imbécil, responde la madre con calma. Tu padre tenía dinero y era culto y hasta guapo, pero estar con él era para morirse de aburrimiento. No le gustaba salir, no le gustaba viajar. Lo único que le gustaba era el cine. ¿Y cuántas veces, por Dios, puede una mirar El eximio de Gardel? Exilio, corrige Antonio, que no ha olvidado sus videos. ¿Y no le gustaba nada más? Sí, suspira la madre, le gustaba jugar al bridge.
Antonio se levanta. ¿A dónde vas?, pregunta Carmen. A casa, dice Antonio asombrado, adónde si no. Espera, dice la madre. Sale y vuelve con lo que parece un cuadro. Es el escudo de armas de la familia. Tu padre quería que tuvieras esto cuando recibieras el título de conde. Antonio roza el papel con los dedos. Por fin lo merezco, murmura. Luego vuelve a su casa y se duerme profundamente. A la mañana siguiente retoma su oficio de restaurador. Esa misma tarde empieza a tomar lecciones de bridge.