Texto: Mariana Richardet
Lectura: Carina Migliaccio
Ilustración: Fernando Sawa
El agua me llega a los talones. El fenómeno de la Niña trae la creciente hasta la puerta. Pasa como pancho por su casa por más que me empeñe en armar la barricada de sacos de arena. La espero con las manos en la cintura sacando pecho aunque me tiemble todo. Creo ver el rostro de la Niña poseída debajo de la superficie, entre las capas de barro. Se ríe mientras hace alarde de su fuerza. Sus gritos suenan a caprichos. Corro hacia adentro de la casa, donde he puesto ladrillos para levantar los muebles. Pero enseguida se me adelanta. El remolino me llega a la altura de las rodillas. Viene junto al rayo que atraviesa la pared. Recarga las líneas del tendido eléctrico como si le hiciera una radiografía. Deja una aureola negra en las tomas de luz. Estalla en el televisor con un chispazo. Pienso en cortar la luz para no quedarme pegada pero me acuerdo de las tortugas. Corro hacia al patio. Están todas juntas como en un picnic. Hoy les compré lechuga arrepollada. Las alzo y las acomodo en una caja. Entro a la casa. Levanto la vista y la imagen es la de un fresco que acaban de terminar de pintar. Gotea. Una de las sillas queda trabada en la puerta de entrada. Ataja la mesa ratona y el perchero. Contra él se enganchan los almohadones, la lámpara de pie de la abuela de Ricardo, la ropa que dejé apilada para guardar encima de la cómoda. Un manto de agua estancada ondula en el living. Las ramas pegadas al muro componen un paisaje selvático como los cuentos de Horacio Quiroga. En las manchas de la pared imagino animales queriendo salir, abriendo grietas con las garras. Otros colgando con las piernas del techo. Una víbora en la boca del inodoro. Descubro que el pantano se extiende hasta la altura del colchón. Oscurece el sol azteca de la manta tejida. Pongo la caja con las tortugas arriba de la heladera.
Paso la noche con velas y sin poder pegar un ojo. Tengo una cama de agua y un hueco donde iba la puerta del frente. Con los vecinos hacemos sonar los silbatos si escuchamos ruidos raros. Ratas o ladrones. Le tengo más miedo a las primeras, se dejan llevar por la corriente y pueden sacar la cabeza cuando menos lo espere.
Al día siguiente, la falta de sueño, el nuevo tono de la casa, el desorden de los ambientes, que parecen haberse mudado al living, me deja sin voz. Ni a Mirta puedo darle las gracias. Llega con una canasta a traerme comida y agua. Es la dueña de la despensa. Reparte los lácteos antes de que se pudran. Hacen tufo abombados.
Papá y mamá vienen a buscarme. Mamá dice que esta mañana prendió la tele y casi se infarta cuando reconoció que el temporal fue en mi barrio. Cómo no le avisé, pregunta. El celular no tiene carga, contesto. Me doy cuenta de que tampoco se me ocurrió llamar a alguien. No lo pensé. Fui de acá para allá tratando de salvar las cosas. En ese momento, comprendí que estaba unida a los objetos con uña y diente, que en ellos encontraba la continuidad de Ricardo. De repente recordaba su historial en el lugar, cómo llegaron, por qué ocupaban los espacios asignados. El elefante no miraba hacia la puerta y ese bien podía ser el motivo de tal desgracia.
Papá insiste en llevarme. Lleva puestas las botas de caña larga, la chaqueta con los anzuelos enganchados en el bolsillo, el sombrero con el logo del club de pescadores. No entiendo qué hace vestido así. Me mira caminar sobre el lodo intentando rescatar mi colección de revistas de costura que ahora son figuras de barro. Tengo que meter la mano hasta el fondo, ensuciarla, cerrar los ojos ante la impresión de tocar una vieja de agua. Papá sale y vuelve con una red. Con esta pescamos cuando vamos en bote, me dice. La alza, la gira en el aire como a una boleadora. El tejido se eleva, se estira a sus anchas y cae en el centro del living. Es una criatura viva que atrapa lo inanimado. La siento llegar por abajo, en la punta del pie. Me quedo enredada. Miro a papá. La luz entra por la ventana. Ilumina su cara. Noto las arrugas, la presión de los músculos del cuello. Sus ojos del color del barro. Levantá la pierna, me dice y da un tirón. Lo hago. Papá alza la red. Los hilos se tensan. El agua se escurre. Veo las alas de los aviones entre los orificios de la malla. Miniaturas de hierro. Se escapan por los agujeros. Caen en picada, del nuevo al agua. Parte la infancia de Ricardo. Papá gira la red, se hace un rulo. Tira rápido hacia arriba y la agarra. Pone a salvo el Boing de Austral. Lo miro chorrear agua sobre la palma de su mano. El vidrio de la cabina empañado. La sombra de los pasajeros pintadas en las ventanas. Papá cierra la mano. Vamos a casa, dice. Esta es mi casa, contesto.
Papá sale y se pone con el cantero de aromáticas. Me apoyo sobre el marco de la puerta. La gente saca baldes repletos de mugre de sus casas. Las ventanas parecen cascadas. Miro a papá arquearse, hurgar el barro. Sobrevivió la menta, dice. Cuando se acabe el mundo van a quedar las cucarachas y la menta. Y quizás vos también hija, agrega.
Las fotos, escucho que dice mi mamá desde la pieza. Me doy vuelta. Camino hacia ella. Sostiene la manija de la cómoda. En el interior del estante flota un líquido amarillento. Aserrín, deduzco. Flotando, como barcos sin vela, dos imágenes sobrevivientes. Con mamá nos miramos. No le hace falta que me lo recuerde. Vuelve a repetirse la escena del día que nos mudábamos de casa. Le tiré la bolsa con todas las fotos pensando que era basura. Desde su primera cámara hasta ese momento, las tenía a todas calificadas con stickers pegados en el dorso. Cada una con nombre y lugar. Cuando mamá se dio cuenta se le ocurrió ir hasta el basural donde descargaban los residuos. La montaña de bolsas, el olor a mierda, el sol fulminando las sobras no fue nada comparado con la mirada que me devolvió. Ahora lo hace de la misma manera.
Papá al fin se convence de dejarme. Arranca el auto para comprobar que el agua no le ha ahogado el motor. Los despido detrás de las rejas que acaban de terminar de instalar. Cuelgo una colcha a modo de puerta. Prendo la lámpara de gas. Me siento frente a la cómoda. En una de las fotos estamos con Ricardo. En la otra, solo él. Todavía tiene bigotes. Los pantalones a la altura de la cintura y un cinto de cuero rojo. Levanto las fotos y se me deshacen en la mano. El cinto de Ricardo, pienso, como si lo pudiera agarrar. Junto los dedos y terminan por desarmarse. El agua baja de a poco como un reptil. Deja un camino de barro que se escurre por debajo de la colcha que hace de puerta. Se lleva el papel picado.
Afuera, una sombra larga se extiende como tentáculos sobre el paisaje. Me siento rodeada de animales. Entonces pienso que puedo pedir una torta de cumpleaños con miniaturas de musarañas espolvoreadas. Este puede ser el día en el que nazco. Voy a sacar fotos de acá en más para empezar a contar.
Escucho las sirenas a mitad de la noche. Me levanto del sillón donde me quedé dormida. Me asomo por entre las rejas. En un naufragio me hubiera quedado atrapada en el camarote. La Niña se ríe. La ola se me viene encima. Ricardo soñaba con olas grises. Decía que eran de mal augurio. Me pregunto si en sus sueños no estarían las visiones de mi futuro. O quizás la manera en la que acabaría con él. No sé si es Ricardo que lo vaticina o soy yo que lo descubro. Me hago un a lado y dejo pasar la ola. Me agarro de las rejas como lo hizo la silla del marco. El agua enseguida vuelve a tomar el lugar. Empuja el colchón de dos plazas que hace dos años que ocupo sola, traga las cortinas en el remolino y se atora con los adornos. Levanta el escritorio de Ricardo, los libros que dejó encima y que no me animé ni a guardar. Se los lleva a la cocina. Me suelto de las rejas. La corriente me chupa hacia abajo. El agua es oscura. Me dejo llevar. Papá dice que hay que dejarse llevar por el impulso de la ola. Aflojo el cuerpo. Me escupe unos metros después. Unas luces rojas iluminan la pared. Son los bomberos. Nado hasta la cocina. Me agarro de los muebles que flotan. Abro la puerta y me hago a un lado. El agua sale como en un embudo y se lleva todo. El escritorio de Ricardo también.
Un bombero me ve. Salta de la lancha y me ayuda a subir. Me cuesta trepar. Mirta me da la mano y me hace un lugar. Entre las piernas lleva enganchada una heladera de camping. Otro de los bomberos mueve el reflector e ilumina las casas por donde vamos pasando. La lancha deja un surco. El agua así parece calma. Un árbol con la raíz brotando se nos cruza. La lancha frena de golpe. Nos vamos todos hacia delante. El bombero apunta la luz hacia el frente. La trompa de la lancha está enganchada en la raíz. El bombero acelera. Retrocedemos. Por un momento parece que el árbol se nos viene encima y que volvemos al mismo lugar. Temo que todo vuelva a empezar. Pero la raíz nos suelta. La lancha pierde velocidad. Desacelera. La ola se desarma hasta que ya no se la escucha golpear contra la madera. Ahora, solo el ruido del motor que recupera la marcha.
Tengo la idea de que ya estamos a la altura de la ruta. El cielo tiene el color del agua. No se sabe dónde termina uno y el empieza el otro.
Mirta abre la heladera. Hace rollitos de fiambre y nos va dando.
No me había dado cuenta de que tenía tanto hambre.
De repente me acuerdo de las tortugas, el picnic, las hojas de lechuga, la caja arriba de la heladera. Viven como cien años, pienso.
Pueden esperar tranquilas a que alguien vaya por ellas.