Texto: Jorge Carballo Madrigal
Lectura: Rosana Famularo
Ilustración: Matías Moretta
La cara de Sánchez está azulada. La tele del cuarto la embarra de luz y le dice que este año no hay lagarteada. Que el gobierno la prohíbe.
—¡Hijueputas!
Se arranca la sábana que le borra el cuerpo, busca el pantalón, los zapatos ahogados de polvo, y sale del cuarto. De la mesa agarra las llaves y los cigarros. Empuja la bicicleta por la puerta y pega un portazo que hace ladrar a un perro en la noche. Sale hacia la delegación de la Guardia Rural.
Llega transpirado. Es noche de verano y el pedaleo fue feroz. No vio a nadie en la oscuridad del camino que lo saca de su casa. No hubiera saludado. Tiene buena vista pero habla poco. Deja la bici en la entrada, recostada en la pared, y se hunde en la luz amarilla que sostiene despierto a Virgilio, el oficial, frente a un escritorio lleno de papeles. Está solo, como casi todas las noches.
—¿Cómo es que prohíben la lagarteada, Virgilio?
—Eso dicen las autoridades. No se puede hacer nada.
La cólera le tapa los oídos a Sánchez, se los llena de sangre y por eso siente las orejas calientes. Camina como bicho inquieto frente al escritorio de Virgilio, que lo mira en silencio y cautela. Sabe quién es Sánchez. No es la primera vez que se cruzan. El policía se recuesta en su silla y esconde las manos bajo la mesa.
Sánchez sale tras un resoplido. Quiere encontrar algo que le sirva para cambiar las cosas, para no irse a las manos. Chasca los dientes como respondiéndole a una voz que le nace de adentro, que le hace cerrar los ojos con rabia. Saca un cigarro, lo enciende; cree que encontró algo para decir. Entra pensando eso, que ya sabe qué decir, que sabe cómo arreglar las cosas.
—Sánchez, aquí no se puede fumar.
Al lagartero le encabrona que le digan qué hacer. Pero lo revienta que le digan lo que no.
—¡La lagarteada se hace!
—No se va a poder, Sánchez.
—Vamos a ver quién tiene más huevos.
El bigote de Sánchez envuelve al cigarro y lo ahorca, le saca el alma. Los ojos del lagartero se inyectan de algo que, bajo la luz amarilla de la delegación, parece fuego. La chispa roja cruza el escritorio y se desarma en el desteñido uniforme de Virgilio, que sigue quieto y con sus manos escondidas. Sánchez sale de la delegación, patea la puerta de metal mal pintada, sucia, y se monta en la bicicleta. Se pierde en lo negro de la noche. Solo la tierra que pellizca la rueda señala por dónde va.
Virgilio sabe que Sánchez tiene un revólver.
Jueves Santo. Las bombetas revientan en el cielo exagerado de azul, inmenso. Hay fiesta. Bulla, piernas que se mueven, calor, hambre. Alcohol. Es temprano. Ya hay borrachos hediondos en la calle. En la iglesia las mujeres se abanican; está rebalsada de gente. Vienen de todos lados. De otros pueblos, de la capital. Extranjeros también hay. Tienen esperanza de lagarteada porque un rumor dice que va a haber.
El cura:
—Este año no hay lagarteada, hermanos. El gobierno dice que no se puede, hay que respetar la ley. Pero la fiesta…
Alguien en medio del gentío y el calor:
—¿Y la tradición?
—Hermanos, hay que respetar la ley. Dice el cura, volviendo a ver a Virgilio que está de pie, con gotas resbalándole por la frente.
Murmullos. Unos se ponen de pie, salen. Un grito desde fuera:
—¡Lagarteada, lagarteada!
Hay gritos de apoyo, risas. Dos tiros se escapan por el aire. Unos pocos se ríen, otros hunden la cabeza entre los hombros, nerviosos. Casi todos miran al policía. Él lo siente, y por eso camina, trota y sale por la puerta: solo ve una bicicleta perdiéndose en la polvareda.
De noche, de nuevo el calor, el sudor. Sánchez tirado en el catre. La tele dice algo que no le interesa; es la luz que hay en el cuarto. El lagartero se hunde en un recuerdo, y este le pasa por encima como si fuera un río. Recuerda el peso del lagarto apretándole los hombros, la sensación del pantalón mojado pegado al cuerpo, el barro del fondo del río que se le cuela entre los dedos, y el gentío que lo mira desde la orilla, que grita, que ríe, que azota el agua con sus varillas y ramas como queriendo hacer espuma. Recuerda y vuelve a sentirse grande debajo del lagarto con esos otros hombres que son lagarteros como él, sentirse ídolo. Empujando con sus piernas al animal fuera del agua, hacia la orilla, hacia el pueblo, como un solo cuerpo de varios brazos y piernas. Aprieta los ojos para oír mejor los gritos, los aplausos. Para verse entrar lagartero al centro del pueblo, de la fiesta, a la jaula donde queda el animal encerrado hasta el otro día, cuando ya no es Viernes Santo. Y tomar y bailar alrededor de la jaula hasta que llegue la mañana y el dolor de cabeza, y el sueño y el vómito.
Una moto grita en la noche. Corta el agua del río de Sánchez. Está empapado de sudor.
—Hijueputa calor. Hay que hacer algo.
Suena el teléfono.
—Delegación, buenas noches.
La voz: río Cañas, poza Las monas, once de la noche. Lagarteada. La voz desaparece y solo queda el silencio por el que entra el insomnio. Virgilio cuelga. Pierde de a poco la escasa serenidad que tenía. De golpe siente calor que le gana el cuerpo, la humedad en sus zapatos, la sed que existe en su lengua. No hay espacio para sospechar.
Se alista para ir al río.
Con las patas abiertas como queriendo abrazar y el cuero lleno de aire, el lagarto que busca Sánchez, flota. Frío, áspero, inmóvil; dormita como un tronco que no se hunde por completo. Se camufla con el agua barrosa y la falta de luz. No hay nada que se mueva excepto el agua, que acaricia. Todo es una coreografía en pausa hasta que Sánchez entra al agua y con sus pies revuelve el fondo. El lagarto ya no está donde flotaba.
Virgilio camina. Hoy el peso del revólver le calienta la parte alta de la pierna. Va despacio por el camino que lleva al río. Es limpio. Fácil porque no tiene piedras. Cuando está por llegar se agacha entre las matas. Baja la velocidad, abre más los ojos: busca a Sánchez. La saliva se le hace un puño en la garganta y suena al bajar. Busca en las piedras de la orilla, en el agua, en el tronco caído, en las ramas negras de los árboles.
Con la poca luz que hay, pellizca una figura en lo oscuro y hace fuerza para creer que es Sánchez. El chispazo del encendedor revela el grueso bigote y el cigarro que queda encendido. Por el punto rojo, Virgilio lo ubica en lo oscuro. Se acerca caminando: gghhh.
—Cuidado, lo joden, Virgilio.
No era un tronco. El lagarto mueve la cola, el espinazo se dobla como una luna. Sánchez se acerca al río con el cigarro en la boca y se agacha para llenar una botella plástica con agua. La vacía sobre el animal y éste se queda quieto, goteando, al igual que él.
—No se puede, Sánchez.
—Se va a poder.
El punto rojo del cigarro se hincha, se vuelve más rojo y luego pierde luz, se hace humo: jjjhhuu. Virgilio es silencio. Sánchez hombría; sacude la botella para que caiga la última gota. Virgilio ve en las piedras el revólver de Sánchez. Saca entonces el suyo y le pega un tiro al lagarto en medio de los ojos. El hilo de sangre llega al río y tiñe el agua sucia de muerte.
—No se puede matar lagartos, Sánchez.