Texto: Javier Núñez
Lectura: Marcos Urdapilleta
Ilustración: Alina Najlis
Salgo de la ruta para tomar un camino de tierra. Un cartel indica que más adelante hay cabañas y un bar pero nos detenemos al borde de un arroyo pedregoso para comer algo al aire libre en formato picnic. Idea de Sabrina. Igual que este viaje que se acaba. A ambos bordes del arroyo crecen juncos y algunos árboles cuyas copas se juntan formando una especie de bóveda viva por la que se filtran los rayos del sol. El cielo tiene un azul tan intenso que parece una fotografía saturada. Hacia el este se recorta el cordón serrano que divide San Luis de Córdoba.
–Seguro que hay hormigas –digo.
Nada había salido bien. Desde el principio, el viaje se nos reveló como una más de las decisiones equivocadas que venimos tomando en los últimos meses. Unos días en Merlo, sin los hijos de ninguno de los dos. Con los padres de ella, el hermano y la mujer que viajaban desde Mendoza. Acepté porque pensé que le iba a venir bien reencontrarse con la familia y que para nosotros sería bueno salir de la rutina. Pero cómo salir de nosotros mismos. Por algún mecanismo inexplicable nos encargamos, todo el tiempo, de crear nubarrones espesos que se ciernen sobre los dos. A veces es ella, a veces yo. La mayoría de las veces soy yo. Alguno de los dos hace un comentario inapropiado y al rato todo se nos va al carajo y terminamos diciéndonos cualquier barbaridad. Es como si avanzáramos sobre fichas de dominó: basta un paso en falso para iniciar una reacción en cadena que lo desmorona todo. Y cada vez que volvemos a levantar las fichas el equilibrio es más precario.
El viaje no había sido la excepción. Antes de llegar ya habíamos discutido en el auto sobre la lectura del mapa. Esa misma noche me terminé yendo a un bar porque no me banqué una escena de celos insólita y anacrónica. A la mañana desayuné aparte, leyendo un libro: me duraba el malhumor y todo me parecía una mierda. Después depusimos armas, tratamos de remontarla. Por suerte era un viaje corto.
Sabrina despliega un mantel a cuadros sobre una piedra grande, al borde del arroyo. Yo bajo la heladerita donde están los sándwiches que preparamos a la mañana en el hotel. También una botella de vino. Enciendo un cigarrillo.
–Vamos a comer. ¿No podés esperar hasta que terminemos de comer?
Me levanto y me voy a sentar más lejos mientras ella saca los sándwiches. Fumo en silencio, mirando sin interés el Facebook en el celular.
–¿Por qué no abrís el vino?
Descorcho la botella y busco las copas. Sobrevivieron, quién lo diría. Me siento como puedo en una de las piedras. Por lo menos no hay hormigas.
¿Cuándo se nos empezó a ir todo a la mierda? ¿Por qué? A veces, todavía, nos hacemos esas preguntas. Cómo, en cambio, no: para el cómo tenemos un montón de respuestas. Nos transformamos en artistas del cómo. Podríamos escribir, entre los dos, una enciclopedia de maneras de hacer que todo se vaya al carajo. A veces siento que lo peor es esa sensación de impotencia cuando te la ves venir, cuando notás una pieza fuera de lugar y sabés que en cuanto la toques va a empujar a otra, que sólo es cuestión de empezar para que el orden del caos se cumpla con rigurosidad: una sucesión organizada de piezas que van cayendo en aparente armonía para desbaratarlo todo y revelar, ahí donde había una estructura, toda su anárquica ferocidad. Y sin embargo –aunque la ves venir, aunque sabés que esas palabras que estás a punto de decir van a tener un efecto determinado– no podés evitarlo porque esa pieza que está ahí te llama, te reclama, te convoca. No importa cuánto quieras mirar para otro lado, no podés dejar de ver esa pieza fuera de lugar que tiene –necesariamente tiene– que ser tocada por alguno de los dos.
Ahora, por ejemplo. Deberíamos brindar. Chocar las copas, decir algo lindo. Sobre el rumor del arroyo. O los cerros que se perfilan allá lejos. En lugar de eso miro la hora y digo que no nos conviene salir muy tarde.
–Si llegamos tarde igual te podés quedar.
–Tengo el auto en mi casa –digo, casi con rencor–. Mañana tengo que ir a trabajar temprano y no me puedo ir en colectivo desde tu casa hasta Rosario. Pasan cada muerte de obispo y demoro más de una hora.
–Hacé lo que quieras.
Un cartel luminoso se enciende en la autopista de la conversación: “Peligro adelante”. Posiciones encontradas sin acercamiento, viejos rencores, cosas que dijimos y que nunca debimos decir, se fueron amalgamando como en una bola de nieve que cada vez crece más y a la que van a parar todos los conflictos añadidos. Debería pisar el freno ahora. No lo hago. Cuando me quiero dar cuenta empecé otra vez con la cantinela de siempre y ella estalla con una furia animal. Nos decimos verdades que duelen y que ninguno de los se banca escuchar. Al final me levanto, me prendo un cigarrillo y me voy a caminar mientras ella se queda ahí, con ese mantel absurdo y una copa que sobra.
No sé en qué pienso mientras camino. Vuelvo en silencio pero en son de paz.
Sabrina me guardó dos sándwiches y un poco de vino. Como sin hablar, hasta que Sabrina me muestra unas piedras planas que juntó en el arroyo y me pregunta si sé hacer sapito. Le digo que sí, que claro, pero que acá no se puede, el arroyo es demasiado estrecho. Ya sé, dice, solamente quería saber si sabías. De golpe me la imagino ahora, anacrónica, lanzando piedras de canto para hacer sapito. La imagen me genera una ternura súbita y le sonrío. Ella no sabe a qué obedece, pero me devuelve la sonrisa. Después señala las sierras con el mentón.
–Parecen montañas.
Yo me río. ¿No era que los cordobeses no tenían montañas, mendocina? Hoy parecen montañas, insiste. Hasta me parece que podría vivir acá: a medio camino entre el pasado y el presente.
Miro hacia el este. Tengo una sensación que no puedo expresar. En lugar de eso digo una estupidez: Mirá si flotaran. Ella no entiende.
–Si las montañas flotaran –digo–. Si fueran migratorias, algo que viene y va a merced del humor del viento y sus tormentas. Hoy acá, mañana en Rosario, la semana que viene en La Pampa.
Primero me mira extrañada. Después larga una carcajada. No se podría vivir en ningún lugar, contesta. Nunca podríamos levantar una casa por temor a que un día la tormenta trajera unas montañas que arrasaran con todo. Yo me encojo de hombros.
–Empezaríamos de nuevo cada vez. Aprenderíamos a andar liviano, sabiendo que un día cualquiera podríamos abrir la puerta para descubrir que en la tormenta lo perdimos todo y no nos queda, a cambio, más que la feroz belleza del mundo.
Me agarra la mano y mira la silueta de los cerros que se recorta allá a lo lejos. Se queda en silencio, como pensando. Como si en esa idea absurda se cifrara una revelación escurridiza. Como si hubiera, ahí, un punto de encuentro, un equilibrio insinuado que nos permitiera acercarnos otra vez el uno al otro. Como si lo único que tuviéramos que hacer fuera aceptar la fragilidad del universo y aprender a ver, cuando pasa la tormenta, ahí entre las ruinas, la feroz belleza del mundo que aún persiste.