Texto: Juan Agustín Otero
Lectura: Marcos Urdapilleta
Ilustración: Daniel Campos
Recortados claramente en la escena, entre la muchedumbre de gente que baila a pesar del sueño y el alcohol, los veo y aprieto los ojos, la cara, el puño derecho. Veo el brazo cruzado a través del semicírculo de su cintura, que termina en una mano que le acaricia la piel curtida por el sol de los días pasados. Veo también su boca rosada que se abre y se ríe, que espeja la sonrisa torcida del tipo. Es más alto que yo, más grande, mi enemigo. Su espalda es un caparazón ancho de músculos y hueso. La mano debe ser dos veces más extensa que la mía y cubre con sus dedos esa franja indefinida entre el culo y la cadera de ella. Veo que el tipo se encorva levemente y ella levanta la cara con esfuerzo. Veo ahora, por anticipado, lo que va a venir. Miro para otro lado, pero sé que hay un beso y sé que ese beso se prolonga. Una cosa mala se retuerce en mi estómago, toda mi cara se retuerce. Apenas siento que Max me palmea un hombro: podemos irnos, dice, no te calentés. Pero ahora la cosa mala me gobierna. No, digo, ni en pedo nos vamos.
Unas luces de colores perforan la penumbra y el ruido desde hace rato no es música. No me importa que sea una fiesta de disfraces y la amargura esté prohibida. No me importa, tampoco, estar vestido de Sterling de Mad Men, ni el cigarrillo imperativo que muerdo con los labios, ni los lentes de contacto que metamorfosean mis ojos negros en dos discos azules. Que ellos sean Superman y Superchica es irrelevante. Que Max sea un soldado alemán, también. No, digo, ni en pedo nos vamos, y empiezo a caminar hacia adelante. Tiro al suelo el cigarrillo de Sterling, muevo mis piernas hacia los cuerpos azules que se entrelazan, pero unos brazos largos me retienen, con fuerza contenida, por los hombros, y me arrastran para atrás. Max dice que no vale la pena, pero esta vez su voz se traba, hace una pausa. No vale la pena, dice, pero si querés le pegamos.
Sonrío, porque la amistad es ir a pelear por el otro, desinteresadamente, sin preguntar. Ahora soy yo el que le palmea el hombro a Max, hay una alegría precaria que anima mis gestos. Digo no, vos no tenés nada que ver, y después lo suelto, reanudo el camino hacia adelante, sabiendo que él ya no hará nada para detenerme, que me tiene suficiente respeto como para verme en el piso sangrando. El tipo no es tan fuerte, aunque me supera en tamaño, pienso. Hay una esperanza de ganar, de dar el golpe adecuado. Camino, con la convicción de que la derrota no es tan clara, a pesar de un temblor que me agita, de la respiración que se acelera previendo el desastre, de la imagen de Max que se pierde y se va.
Empujando la marea de gente que se interpone, avanzo. Mi frente y mi pelo sudan, chorreando agua gris, porque Sterling tiene el pelo blanco y yo me vestí de Sterling y el color falso de la tintura infecta el sudor. De repente, tropiezo y caigo sin poder evitarlo. Mi cabeza rebota en la materia dura y mi mejilla derecha se ensucia con el polvo negro del suelo pisoteado por los pibes que bailan y toman. Arriba, el ruido flota a todo volumen, aunque escucho unas risas. Mientras la cosa mala se esparce y me llena de arrepentimiento, de vergüenza, permanezco en el suelo. Estoy, por sobre todo, avergonzado. No pertenezco a este lugar. Es tan grande la humillación que anticipo con la mente el llanto. Pero no lloro.
Ahora me levanto, torpemente, sin dolor, a pesar de las miradas cuestionadoras de un grupo de mujeres rubias que me dicen que soy igual a Aníbal Fernández sin bigote, que mi disfraz, en definitiva, es malísimo, y sacudo la camisa para sacarme la suciedad de encima. Estornudo y miro alrededor, fingiendo que no estoy enojado. En pocos segundos, el espacio del boliche se transforma y mis ojos erran desorientados en la oscuridad, buscando los cuerpos azules que se abrazaban. No los veo, ni tampoco veo la barra donde estaban recostados. Detrás de la masa, pienso, deben estar ahí, mientras las mujeres rubias se sonríen en una burla tan obvia que parece suspendida en el aire. Y me alcanza ese pensamiento para caminar hacia delante de nuevo.
Empujo otra vez la marea de gente con mi facha de Sterling a medias y me abro paso. La cosa mala ahora es tristeza y el enojo disminuye, pero sé que debo revivir el enojo si quiero ganar. Pienso que conviene pegarle primero, sin previo aviso, encajarle un puñetazo seco en el mentón. Pienso, después, que eso es cobarde y que, antes de pegar, tengo que decir algo. Aparece, entre la muchedumbre que baila y el ruido, la espalda ancha de Superman. Entreveo la boca rosada, el pelo negro cayendo sobre los hombros de Superchica, el abdomen descubierto, y una bola de aire denso me infla el pecho. No hace falta que invoque el enojo, porque vuelve solo, sin que lo llame. Deformo mi propia cara en un gesto voluntario de desesperación: entrecierro los ojos, estiro la boca hacia abajo, aprieto el puño derecho.
Ahora están a pocos metros y la pelea ya no es imaginaria, sino palpable, casi material. Veo que ella me ve y adelanto unos pasos, muchos, hasta que ya no hay distancia. Ahora estoy enfrente de los cuerpos azules, que se separan apenas le toco la espalda gigante al tipo, con mi facha de Aníbal Fernández o de Sterling de baja altura. Se da vuelta y veo la S roja y amarilla de Superman grabada en su pecho, el símbolo pop de la fuerza sobrehumana. El tipo me mira, sin saber quién soy al principio, hasta que sus cejas tupidas se arquean y una alegría estúpida le tuerce la boca en una media sonrisa, dando a entender que me reconoce.
Digo algo esforzadamente. Tengo la voz tomada y de mi garganta brotan unos sonidos tiesos. A pesar de todo, digo algo y el tipo me empuja con ambos brazos, sin demorarse, ahogándome el pecho con su golpe. Caigo al suelo, esta vez de espaldas, imaginando el gesto de suficiencia de Superchica, la alegría que debería esconder. Mi cuerpo retumba contra el suelo y ahora el dolor es instantáneo. Veo, por anticipado, lo que va a venir y pienso que todo esto fue un regalo, tal vez el último, el más desesperado, y que ella lo sabe, pero no lo agradece. La cosa mala que me gobernaba se diluye como si nunca hubiera existido y algo parecido a la esperanza me inunda el cuerpo. Sé que una rodilla se clavará en mi estómago y que un brazo enorme se levantará en el aire para arremeter contra mi disfraz, pero ya no me importa.
Porque no hay cosa mala, en definitiva, pienso. Esto también es amor.