Texto: Carmen Nani
Lectura: Yamila Sar
Ilustración: Marité Preti
La rutina de verse cada mañana a las siete y media, él parado en la senda peatonal de la subida del Cerro, ella desde el interior del auto, se ha transformado para ambos en un ritual: él se levanta, pone la pava en el calentador y mientras se peina con esmero, la raya al costado, en el espejito de la pared, su boca dibuja una mueca que finge una sonrisa. Solo cuando piensa en la señora del auto los ojos se le iluminan, y la sonrisa es franca. Después toma el yerbeado, y con un criollo que sobró de la cena sale al encuentro de su día. Ella desayuna café con leche y jugo de naranjas. Mientras estira el queso crema sobre una tostada, también sonríe sorprendida: no quiere llegar tarde a la cita.
Así, cada mañana, a la siete y media, él la espera en la senda peatonal de la subida del Cerro, con dos bolsitas de polietileno en una mano, el limpiavidrios en la otra. Mira a los que pasan. Cada uno con una vida, un propósito, una ilusión. Él también la tiene. Sin embargo, no cruza. No le hace falta. Ella está cerca, los exámenes corregidos en el maletín; lo libros para dar clase sobre el asiento del copiloto. Los vidrios del auto empañados por el frío. Con la mano enguantada de lana limpia un pedazo del parabrisas y lo descubre. Ese simple intercambio de buenos días, de miradas, de sonrisas, a él le llena un poco el hambre; a ella, la soledad.
Un ritual genera un vínculo. El de ellos no tiene horizonte ni futuro, no hay exigencias ni expectativas, solo demanda la puntualidad de estar cada mañana a las siete y media.
La ve a lo lejos. Desde la senda peatonal de la subida del Cerro cuenta cuatro, cinco, seis autos antes de poder saludarla. Se acomoda la gorra, se posiciona para darle la bienvenida cuando se da cuenta: una moto se le acerca con dos tipos. Intuye el peligro. Ha visto esa escena miles veces, todos los días. Sabe lo que puede pasar. No a su señora. Corre con el limpiavidrios en alto. El que va sentado atrás en la moto salta con un fierro en la mano. Tira las bolsas y aprieta el mango con fuerza. ¡Cuidado, señora!, grita desesperado. Ella gira la cabeza para mirarlo con una sonrisa cuando escucha “señora”. No ve el fierro que revienta el cristal de la ventana del coche. Solo un estallido que no entiende. Con un gesto atávico se cubre la cara, se agacha sobre el volante. Llega a tiempo para pegarle al ladrón con todas sus fuerzas. El palo se rompe. El ladrón lo empuja, saca la cartera del auto y, cuando siente otro golpe en la espalda, gira y con el fierro lo golpea una y otra vez, con furia desmedida. Así queda en el suelo, lastimado, inconsciente. La señora sale del auto aturdida. Una lluvia de vidrios rotos le lastiman las manos, la cara. No le importa. Lo busca. Cuando lo ve tirado en la calle aúlla socorro. Se arrodilla a su lado y llora con desconsuelo porque se da cuenta que nunca le preguntó su nombre.