Texto: Patricia Suárez
Lectura: Mariana Collante
Ilustración: Niko
Lo llamaban Kovac; todos lo llamaban Kovac aunque tenía solo catorce años. Hasta su madre lo llamaba Kovac, porque sus otros hijos eran de otro matrimonio y llevaban otro apellido. Por supuesto que tenía un nombre, se llamaba Ernesto y apuesto lo que quieran a que si alguien le gritaba por la calle “¡Ernesto!”, él no se volvía a ver de quién provenía el grito. Tenía un aire desprolijo, bobo, como el de Ed Sheeran; era esa exacta pinta, la de Kovac. Desde los dos años que le decían Kovac y para él ese era su nombre. Ya sé lo que pasará, que yo les voy a contar esta historia y ustedes no me la creerán ni un millón de años, como tampoco se la creyeron a Kovac en su momento, cuando le pasó y la contó a los demás. Los guardias del hotel. Los guardias nomás oírlos se le mataron de risa en la cara y la policía en vez de encerrarlo en un instituto de menores, nada más le pidieron a la madre que lo pusiera en tratamiento: era harto probable que Kovac estuviera deprimido, muy deprimido. A esa edad los chicos se deprimen, dijo el tipo que lo arrestó. De hecho, la madre estaba bastante preocupada por la cordura del hijo, a veces le parecía que él tenía una clase de trastorno y entonces le hacía el test de inteligencia y le daba un coeficiente intelectual altísimo porque Kovac, quieras que no, era un genio. El test que la madre le hacía era casero, lo había bajado de una página de la internet, pero pongamos que para el caso sirviera igual: Kovac era un genio en matemáticas y además se sabía de memoria los nombres de los cuadros y de los pintores que los pintaron de todos los museos de Europa, el Louvre, el Prado, el Hermitage. Lo cierto es que el chico estaba loco desde los diez o doce años por una cantante de pop, muy famosa por aquella época, Britney Spears, a la que apodaban “la novia de América”. Era una chica alta y rubia, que cantaba a los gritos y bailaba siempre dejando el vientre al aire, con un piercing muy llamativo en el ombligo. A veces en la mitad de un recital, se paraba y hacía un globo inmenso con el chicle que estaba mascando. Cualquier espectador que tuviera mi edad y no fuera un niño, con toda claridad se daría cuenta que la cantante hacía playback, caso contrario se hubiera atragantado más de una vez con el chicle y habría que haberle hecho maniobras. Esa que se llama maniobra de Heimlich y parece una llave de lucha libre. Los fans de la estrella del pop igual no se sentían estafados, y solo algunos la abandonaron cuando ella traicionó a la empresa Disney, que la financiaba, y se levantó la camiseta para mostrar los pechos mientras cantaba “Caramelo ácido”, su hit. A Kovac el asunto de los pechos de Britney Spears lo puso más loco que antes, pero esto tiene su lógica si uno cuenta con trece años. Lo extraño hubiera sido lo contrario, ¿verdad?, que él siguiera metido en sus teoremas y cuentas de siete cifras y no se parara a contemplar los pechos de una linda chica. Como fuera, Britney Spears vendría a la Argentina a dar su recital anual, en un estadio de fútbol. Todos los años iba Kovac a verla y a disfrutar del recital en medio de un cumulonimbus de niñas con falditas escocesas que apenas les cubrían el pubis y olían a colonia de bebés. Sin embargo, este año él había decidido otro plan, en lugar de menearse y cantar a viva voz en mal inglés los éxitos de la chica en la cancha. Esta vez se colaría en el Hotel Claridge, donde la estrella se alojaría, se escondería en la suite y la esperaría en alguna parte, antes de actuar sobre ella. Sabía, porque la joven diva lo había contado en las revistas, que le gustaba, antes de acostarse, saltar y saltar encima del colchón queensize de la cama de turno: pasiones teenager. Cayó con la camiseta de Nike azul claro y azul oscuro que Los Pumas estrenaron contra los AllBlacks el año anterior, que Kovac había logrado que su padrastro le comprara a cambio de lavarle el auto todos los fines de semana y ayudar a sus hermanos- que tenían un coeficiente intelectual ciento ochenta grados opuesto al de él- en las tareas de matemáticas. Al conserje no le llamó la menor atención verlo entrar: Kovac era muy alto, demasiado para su edad, y a veces los jugadores de Los Pumas se alojaban en el hotel, cuando concentraban en la ciudad Buenos Aires. Los ayudaba a distenderse y estar en plena city a la vez. Escondido detrás de un sofá esperó la llegada de la diva, a eso de las dos de la mañana. En su casa nadie lo estaría echando de menos, y quizá hasta lo congratularan el día de su boda con Britney Spears, y quizá no, porque ya se sabe que las familias desean para uno todo lo contrario que lo que uno desea para uno mismo. Para ese asunto él llevaba un cintillo con un diamante, el que su padre regalara a su madre cuando se prometieron y, como él se murió tan penosamente, a ella le daba pena vender, y vendería antes que cante un gallo a la primera necesidad que el segundo marido le hiciera pasar. La estrella del pop entró a las risotadas, pero apenas tuvo energía para arrastrarse hasta la cama y mucho menos para saltar en ella. Era bellísima, una mujer de ensueño, según las revistas acababa de cumplir diecinueve años y era de Acuario, claro, el mejor signo del planeta. Se quitó la blusa sin aspavientos y Kovac no pudo evitar sentir la picazón en la entrepierna. Se hubiera abalanzado sobre Britney en ese momento para hacerla suya si no hubiera querido que ella lo tachara de la lista de sus pretendientes por ser un asqueroso y un pervertido del montón. En esa posición tan incómoda, agazapado detrás del sofá, los ojos fijos en el reloj Buchanan idéntico al del segundo piso, Kovac esperó. La diva se sentó frente al tocador y de una caja sacó toallitas desmaquillantes que se pasó sobre la cara, hasta dejarla blanca como un pote de telgopor sin helado adentro. Buscó el cepillo René Furterer y en lugar de cepillarse el cabello, se quitó el cabello y cepilló su peluca. Vamos, hay que decirlo: de la impresión Kovac tuvo que ahogar un grito. Así que la chica era calva, sin duda era una desilusión. Sin embargo, ¿qué desilusión no hay que atravesar para vivir el amor verdadero?, y por eso Kovac no dio marcha atrás para realizar sus deseos, como no dio marcha atrás su padre el día en el que se echó a las vías del tren cuando su esposa le pidió el divorcio porque deseaba casarse con otro hombre. Además era bien probable que la cantante padeciera alguna enfermedad como el cáncer y estuviera sometida a quimioterapias que en las revistas no salía para que a ella no le mermara el trabajo y ya no la contrataran para los grandes recitales por todo el vasto mundo. Claro que sí, se compadecía de ella y la amaría hasta el final, se dijo. Es lo que cualquiera de nosotros hubiera dicho frente al amor de su vida; el problema fue cuando la vio sentada al tocador y tarareando bajo uno de sus hits, sacarse lentamente los ojos. Los desenroscó, primero uno y luego el otro, y su cara quedó con dos cuencas vacías.