Texto: Federico Bianchini
Lectura: Diego Tomasi
Ilustración: Alina Najlis
Cuando era chico me encerraba en el baño.
Bajaba la tapa del inodoro y me quedaba quieto, muy quieto, esperando que algo se moviera.
Podía pasar una hora sentado; esperando que de la canilla saliera sangre o que un pájaro de alas negras surgiera del fondo del espejo y aleteara furioso sobre mí.
Recuerdo los golpes en la puerta.
¿Estás bien?
Mi voz: estoy quieto.
Dale. Salí, que necesitamos entrar.
Pero nunca pasó nada hasta la noche de verano en la que mi madre, frente a una enorme fuente rosa de cerámica, antes de servir los espárragos, me preguntó qué hacía cuando me quedaba solo.
Espero, le dije. Espero que pase algo.
¿Algo como qué?
Cosas, dije.
Qué cosas, dijo mi padre.
Distintas cosas.
¿Qué alguien golpee y te diga que salgas?, dijo mi madre.
No, eso no.
Decí lo que esperabas recién, dijo mi padre.
Esperaba que un trueno rompiera la pared y todo temblara.
Mi padre no dijo nada. Mi madre tampoco pero lo miró, como si hubiera dicho.
Ese viernes me llevaron a la casa de la tía Irene.
De las tres hermanas de mi papá, Irene era la del medio.
La tía Irene vivía en Haedo. Para ir a la casa había que tomar un colectivo y un tren y después otro colectivo.
Desde hacía años, mi padre no hablaba con la tía Irene.
Mi madre me llevó hasta la puerta de la casa y tocó el timbre y me dio un beso en la frente.
Se fue caminando. Antes de que la tía Irene abriera, la vi doblar en la esquina.
La tía Irene era muy flaca y muy arrugada y tenía el pelo largo hasta la cintura. Llevaba una especie de vestido blanco y sandalias marrones.
Después de abrir, me dio un beso y me llevó a la cocina.
Yo me senté en una silla de madera y ella me dijo que esperara.
Esperé, pero no como esperaba siempre.
La tía Irene volvió y me mostró el puño.
Qué tengo en la mano, dijo.
Una llave, dije yo.
¿Cómo sabías?, dijo ella.
No sabía, dije yo.
Nos vamos a llevar bien nosotros, dijo la Tía Irene.
Lo habían descubierto cuando era chica. Ni mi padre ni sus otras hermanas querían jugar con ella. Se aburrían. Fue un tío el que le hizo la primera prueba. Escondía un billete o una golosina y le decía que la buscara. Irenita cerraba los ojos y caminaba sin dudar.
Aflojaban los bulones de un inodoro, escondían la moneda en una masa de pelos y barro y pelusas, volvían a atornillarlos y la llamaban. Irenita venía caminando desde el patio, cerraba la tapa, se sentaba y decía: acá abajo.
Y si sus hermanas descosían el ruedo de un vestido viejo, colgado en el placard, y escondían una carta. Al día siguiente, el sobre aparecía abierto.
Los bombones se derretían debajo de una frazada o en el cajón de los zapatos o dentro de una enorme tinaja con flores retorcidas y lánguidas y aún así, después del almuerzo, a la hora de la siesta, Irenita sonreía azucarada.
O ella, la lapicera en la mano, frente a la mesa redonda cubierta por un paño verde. A su alrededor, amuchados, tíos, primos y algún vecino que quería comunicarse con un familiar muerto o un antepasado al que no había conocido.
Irenita cerraba los ojos y, como si fuera a cantar, vocalizaba.
Bla, bla, bla, susurraba. Bla, bla, bla.
Se quedaba en silencio unos minutos. Y la mano rígida empezaba a escribir; las letras grandes, el trazo firme y decidido.
Mensajes directos, consejos o alguna frase que no terminaba de entenderse.
Son los nupciales trópicos ya tascados, El recuerdo de su pena lo fue ahogando, No te des por vencido ni vencido, Memé sabe de qué hablamos esa tarde, Deberías hacerlo sin cuestión, Con dos o tres palomas, un ciego discute el amarillo brillante.
Irenita recién se daba cuenta de lo escrito cuando se despertaba, de golpe, tras un grito de miedo, como si hubiera soñado pesadilla.
Durante muchos días, en una libreta verde nacarado, su hermana Mercedes con letra prolija, tinta azul y lapicera pluma cucharita fue transcribiendo los mensajes.
Algunas tardes de verano, durante el bochorno de la siesta, las hermanas jugaban a leer la libreta. Trataban interpretar las palabras que Irenita había copiado.
Una tarde de domingo, Irenita escribió “pronto ese ser abrirá los ojos a la clara luz del infinito”.
Una semana después, treinta años antes de que yo naciera, mi abuelo Fortunato murió a los 49 años.
Cuando llegué a la casa de Haedo no sabía nada de todo esto.
Vas a elegir un cuarto, dijo la tía Irene.
Me fue contando las historias mezcladas. Como si comiera uvas de varios racimos.
Vivía en un enorme caserón antiguo. Recorrí las habitaciones y elegí una cama junto a la ventana: desde ahí se veía el patio. Me daban un poco de miedo los techos altos del cuarto, la lamparita desnuda colgando de los cables, pero el resto de la casa era peor.
¿Estás seguro de que querés esa cama?, dijo la tía Irene.
Sí, dije yo.
¿Por qué?, dijo ella.
No sé, dije yo.
Es una buena elección, dijo ella y me preguntó si tenía hambre.
Tenía. Me preparó un plato de hígado con cebolla y orégano. Y un té digestivo: té de burro o hierbabuena.
Después, me acompañó hasta la pieza.
Antes de apagar la luz dijo: en esa cama murió tu abuelo Fortunato.
Me soñé en ese cuarto: un hombre de pie y chaleco, espalda ancha, los brazos cruzados, me miraba.
Al día siguiente, me despertó una calandria. En la cocina, me encontré a la tía Irene. Desayunamos juntos.
Qué tengo en la mano, dijo.
Un dado, dije yo.
Y entonces ella dejó el dado sobre la mesa y me contó la historia de sus juegos, de mi abuelo Fortunato y dijo que por eso mi padre no le hablaba desde hacía muchos años.
Cuándo empezaste a adivinar, dijo la tía Irene.
Nunca adivino, dije yo.
Pero sabés, dijo ella.
Pero sé, dije yo.
Y ella dijo que, a veces, saber complica las cosas.
A la tarde, me dijo si quería conversar con los otros, pero le dije que mejor no. Así que me preguntó si tenía ganas de conocer el jaulón.
En el patio, contra una de las paredes, había un enorme jaulón.
Entra rápido y cerrá la puerta, dijo ella.
Entré y cuando cerré la puerta, cuatro o cinco diamantes con plumas amarillas, verdes, negras y turquesas me rodearon. La tía Irene entró y los pájaros se fueron.
¿Te gusta el canto de los pájaros?, dijo ella.
Silbó y entre nosotros volaron zorzales, canarios, calandrias y cabecitas negras y otros que ella me fue señalando uno por uno con sus nombres.
Ahora probá vos, me dijo.
Yo silbé a los diamantes y los demás pájaros se quedaron callados y silbé a los zorzales y sólo ellos cantaron y sumé a los jilgueros aunque su sonido quedó un poco tapado por los demás que, de pronto, parecieron competir a ver quién piaba más fuerte.
La tía Irene aplaudió y de entre las plantas apareció un enorme pavo real blanco que caminaba arrastrando la cola.
Te toca a vos, me dijo.
Y yo pensé y el pavo levantó las plumas del piso aunque después las bajó.
Más fuerte, dijo ella.
Pero aunque traté el pavo siguió mirándome con cara de incrédulo.
Te falta ejercicio, dijo ella.
Y el pavo, como si golpeara el aire con las plumas, abrió la cola majestuoso y dio varias vueltas sobre sí mismo.
La tía Irene me dijo que hacía mucho que no se sentía tan bien.
Hacía mucho que no podía compartir esto con nadie.
Y cerró los ojos y se le marcaron algunas arrugas.
Bla, bla, bla, dijo y el pavo, la cola abierta, empezó lento a levantarse del suelo hasta que, cuando estaba a la altura de mi cintura, de pronto, el pavo y la tía Irene se cayeron al piso, sólo que el pavo flotaba, así que dio un graznido y se echó a correr.
Me acerqué y le pregunté si estaba bien.
Dijo sí, pero muy cansada.
Un jilguero se acercó y le picó un mechón de pelo.
La ayudé a que se levantara.
Entramos a la casa.
Ya anochecía. Comí tortilla, mientras la tía Irene tomaba un té, el jilguero dándole vueltas alrededor de la cabeza.
Luego, el pájaro voló hacia el patio y ella me acompañó a mi cuarto.
Esa noche no soñé, pero al despertarme supe. Fui a la cocina y la encontré limpiando.
Quiero volver a la casa de mi madre, dije.
Por qué, dijo ella.
Porque hay cosas tristes que se saben pero no se pueden cambiar, dije.
Ella dijo que yo tenía razón.
A la clara luz del infinito, dije y me puse a llorar.
La tía Irene se acercó y me acarició la cabeza.
Me pidió que le prometiera algo.
Qué, dije.
Pero ella no dijo nada. Me miró y los ojos se le pusieron negros como de pájaro.
Almorzamos y a la tarde, mi madre me fue a buscar.
Tomamos un colectivo, un tren y otro colectivo.
Cuando llegué a mi casa, mi padre no estaba.
Mi madre salió a hacer las compras al supermercado y me dejó solo, así que me encerré en el baño a esperar. Pero no pasó nada.
Al rato volvió mi padre. Y en la cena, mientras comíamos, lo miré y sentí que los ojos se me ponían negros.
Le pidió disculpas a mi madre y se levantó de la mesa.
Cuando me fui a dormir, un rato más tarde, al pasar por su estudio lo escuché: parecía que nunca más iba a dejar de llorar.