Texto: Mariana Viñas
Lectura: Luis Antonio Rincón García
Ilustración: Marcela Ribadeneira
Mi madre fue sirvienta toda su vida, se jubiló hace tres años y ayer murió.
Mis hermanas me llamaron a San Juan y dejaron dicho. Yo había salido justo un momento antes. Cuando volví, el patrón me miró con cara de circunstancia y se me adelantó con la mano extendida:
José, me dijo, y me dio la noticia.
Tomé el primer micro y ahora estoy en la dirección del velatorio. Es en un primer piso. Traje una valija chica, liviana, igual me pesa mucho. Cuando llegue arriba veré a mi madre por última vez.
¿Cuántos escalones son? La valija realmente me pesa, y todo el viaje en el colectivo, tan largo. Hace frío, y esta llovizna que moja despacio pero que igual me deja hecho sopa. ¿Hay que subir? Estoy muy cansado. ¿Cuánto falta?
Josito, vamos, venga hijo, ya falta poco.
El recuerdo me asalta a mitad de la escalera y tengo que agarrarme fuerte del pasamano. Dejo la valija sobre los escalones.
Ya casi llegamos a la escalera, aguante un poquito hijo, sea bueno.
Lloviznaba igual que hoy, también hacía mucho frío y también era julio. Mamá me había llevado a mi solo. No sé porque mis hermanas no fueron, ni con quién se habrán quedado.
Tomamos el tren a la Capital muy temprano, casi de noche. Era un mundo de gente. Mamá lloró todo el viaje, pero a mí no me dio vergüenza porque casi todos lloraban, hasta algunos hombres. Nadie hablaba, solo lloraban.
Cuando mamá se enteró la noticia decidió que íbamos a ir y que ese día no iba a trabajar y tampoco quería perder el tiempo yendo a lo de la Lelé a pedirle el teléfono para avisar.
¿Para qué? Si total se van a dar cuenta. ¿O acaso no dejan de hablar cada vez que paso con la ropa planchada o sirvo la comida? ¡Hoy no aviso nada, que revienten! Si deben estar festejando. Y cuando dijo eso empezó a llorar y no paró hasta mucho después, cuando aún nos faltaban como diez cuadras para llegar al Congreso.
Arriba deben estar mis hermanas con los esposos. Es bastante tarde, no creo que haya vecinos a esta hora. Hace cuatro años que no veo a mamá. A mi sobrino más chico ni lo conozco. Apenas Rosita me vea me lo va a reprochar.
Qué poco le duró la jubilación a la viejita, tan feliz que estaba, siempre mentando a la santita. Que si no fuera por la santita todavía estaría doblada trapeando. Lo decía y se santiguaba.
La lluvia era así, finita, igual que la de hoy. Al llegar por fin a la escalera del Congreso mamá me llamó con ella, me dio la mano y ya no me la soltó. Protesté, pero los padres de los chicos con los que había jugado todo el día mientras la fila avanzaba lentamente hicieron lo mismo.
Yo nunca había visto a un muerto y tenía miedo de impresionarme. Cuando el tío Roque murió no me dejaron pasar a mirar porque decían que era muy chico y que me podía descomponer. Le dije a mamá, pero ella me miró con esos ojos hermosos que tiene… que tenía, y me dijo que no, que estuviese tranquilo.
Evita es una santa —me dijo—. ¿Cómo se me va a impresionar de una santa?
Lo que más recuerdo ahora es que aunque estaba aburrido y cansado de un día entero de fila, también estaba contento porque no era domingo, pero parecía.
Treinta y ocho años trabajó mi madre en esa casa, de lunes a sábados. Mis hermanas se ocupaban de la comida y la escuela y un poco también la tía Elvira que vivía enfrente; pero esa vez estuvimos todo el día juntos. Cuando sacó los sándwiches de la canasta hasta me pareció un picnic, pero la cara de mamá y el día gris no eran de fiesta.
Cuando la gente llegaba a la escalinata las familias se juntaban otra vez, y los de adelante hablaban más bajito con los de atrás, como si el mármol de la escalera les absorbiese las voces para que no molestaran a la muerta.
La gente que bajaba, que ya la había visto, no podía hablar porque pasaba llorando, algunos solo decían “Hermosa, hermosa”. Una señora se desmayó apenas bajó unos escalones. Los granaderos fueron corriendo y la sacaron.
Cuando bajé del micro en Retiro compré un ramo de flores. A pesar de la valija, sentía las manos vacías, así que traje unas que a mamá le gustan… le gustaban.
Aquel día mamá también tenía flores para Eva. Las había cortado del jardín de casa, todas rosas, después les había sacado las espinas, una a una.
No se las van a dejar dar, le había dicho una vieja que estaba bastante atrás nuestro en la fila pero se había subido varios escalones para conversar.
Mamá no le hizo caso y acomodó otra vez el ramo, que a esa altura estaba bastante maltrecho. Tan orgullosa estuvo siempre de sus rosas que apenas se enteró la noticia lo primero que pensó fue en llevárselas.
Media docena de rosas rojas le compré en Retiro. Parece que la lluvia paró un poco, voy a encender un cigarrillo antes de entrar. Lo necesito.
A mitad de la escalera la fila se cortaba de golpe. Los granaderos paraban a la gente ahí y solo se podía pasar de a uno. Tuve miedo de que me separaran de mamá, pero cuando nos tocó el turno, ella me apretó fuerte la mano, miró fijo a los soldados y pasamos los dos. Entonces mamá me dio las flores, me las puso rápido en las manos y me dijo “Pedí dárselas vos”.
Adentro tuvimos que caminar bastante todavía y volvimos a ver a la gente que estaba adelante nuestro en la escalera. Todavía no la habían visto a la santita. Cuando al fin llegamos adonde estaba, un soldado agarró a mamá del brazo y le dijo que pasara rápido y sin tocar el féretro, se lo dijo como leyendo. Yo llevaba el ramo de rosas contra el pecho, caminaba derechito, firme, con las dos manos apretando las flores. Cuando nos íbamos acercando me di cuenta de que no iba a poder ver nada, el cajón estaba muy alto y tenía alrededor una soguita para que la gente no se le tirara encima. Un pasito antes de llegar, mamá me miró y miró las flores, yo no sabía qué hacer y estiré mis brazos con el ramo.
Son para la santa, dije, y entonces un señor vino, las agarró y se las llevó a un rincón donde había millones de flores de todos los colores.
Salimos del Congreso y bajamos la escalera. Mamá seguía llorando, creo que más que antes, yo pensé que se había enojado porque no le había podido dejar el ramo a Evita, pero me seguía teniendo fuerte la mano. Tuvimos que caminar muchas cuadras para poder tomar el colectivo a Constitución. Ese día nadie pagaba boleto y los choferes usaban una cinta negra. Muchos tenían los ojos colorados. Me dormí antes de que arrancase el tren.
Cuando por fin llego al último escalón, tiemblo, tanto tiemblo que tengo miedo de que se les caigan los pétalos a las rosas. Empujo la puerta. Solo veo a Miriam que duerme reclinada en una silla, la cabeza colgando hacia un costado. El cajón está en el medio, casi rodeado de velas. Avanzo unos pasos y por fin la veo. Camino en puntas de pie para que el ruido de los zapatos mojados no despierte a mi hermana. Me acerco, dejo la valija en el suelo. Al ver a mamá, tan serena y tan hermosa, siento el alivio. Todavía tengo el ramo de rosas apretado contra el pecho. Despacito lo dejo sobre mamá y le susurro que son para la santa.