Texto: Gonzalo Gossweiler
Lectura: Juan Di Natale
Ilustración: Kalil Llamazares
Paso la tarjeta y marco la entrada: 7:59 AM. Zafé. En la calle se baja de un taxi Echeverría con el saco y la corbata en la mano. Ya no llega, chau presentismo. Camino hasta el ascensor. Se abren las puertas y veo a Emilia adentro.
-Buenos días.
Me mira con resignación en contrapicado, desde su banquito. No responde. Aprieta el botón del tercero. Una vez se quejó de que en diez años nunca había tenido un ascenso. Al día siguiente ascendía de planta baja al quinto, ida y vuelta, con paradas intermedias.
En el pasillo de mi piso está Graziano, parado junto al dispenser. Es el único autorizado a llenar vasos, tazas y termos. Rechazo su oferta de agua.
En el aire flota una tensión silenciosa. Ya es viernes. Nadie hace el menor comentario. Demostrar esas ansias es letal. Si lo sabrá Juliano. Sus francos son rotativos y los define el delegado con los números de la Quiniela.
Lanzo un saludo general y mis compañeros responden con un murmullo.
-¿Supiste lo de Menéndez? -me susurra Karen desde el box de al lado.
-¿Qué hizo? -acerco la oreja con disimulo mientras prendo la computadora.
-Alguien buchoneó que estaba mucho tiempo en el baño y lo controlaron con las cámaras. En una semana pasó más de diecisiete horas ahí adentro. Reacomodo de tareas.
Mete una pausa como para que le pregunte. Hago un gesto de impaciencia con las manos para que siga.
-Instalaron su escritorio frente al inodoro.
-Una cagada.
Karen larga un resoplido y se calla. Hay que tener cuidado, acá cualquiera te vende por un día franco extra.
Me pongo a trabajar. Tengo que completar un crucigrama literario por día. En los primeros años a veces me tenía que quedar después de hora. Una vez me fui a las tres de la madrugada. Ahora me conozco casi todas las respuestas.
No me quejo, puedo usar un poco la cabeza. A Godínez lo pusieron en las cocheras del tercer subsuelo. Tiene que prender las luces cada vez que alguien va a buscar su auto y apagarlas después. El delegado ya lo agarró dos veces en falta y lo suspendió. A la tercera lo echan. Está al borde de un colapso nervioso. En una de esas explota y consigue una licencia psiquiátrica como la loca esa de Acevedo. Quién pudiera.
Yo por lo menos tengo Internet, aunque solo me habilitaron Wikipedia para buscar las respuestas. A veces aprovecho y leo artículos. Se aprende mucho de ahí.
Bajo el ritmo o voy a terminar muy rápido. Si me enchufan otro crucigrama justo al final de la jornada no alcanzo a irme a horario. Miro hacia atrás y el escritorio del delegado sigue vacío. Es el único que hace lo que quiere. Mejor que no esté, ese tipo es una amenaza.
El delegado entró a la empresa después de la quiebra. Al principio vendíamos seguros de autos. Yo estaba en legales. Cuando nos rescató el Estado, como a tantas otras compañías, nos mantuvieron los puestos de trabajo, pero ya no había negocios. Nos inventaron tareas como repasar balances viejos, mover papeles una y otra vez, o controlar el trabajo de un compañero que controlaba a otro, y este a otro…
El Sindicato de Cesantes se lleva un porcentaje de las asignaciones por desempleo y el Estado se ahorra con un desocupado hasta dos tercios de los costos. El delegado entró con la estatización y va a comisión con cada renuncia o despedido justificado. Busca cansarte y lo consigue. Me acuerdo de Díaz, que se hizo el vivo y terminó adentro de un placar calculando números primos con papel y lápiz a la luz de una vela. Aguantó dos meses.
El que tiene sangre fría es Gianelli. No alcanzo a verlo en su box. Hoy tampoco vino. Empezó con certificados médicos truchos y vivía de licencia. El delegado se avivó y mandó al médico del sindicato. Entonces Gianelli se enfermó de verdad. Estuvo durante meses de baja por conjuntivitis y tuberculosis. Cuando lo curaron pasó a tener “accidentes” como fracturas y sangrado intestinal. Es sabido que hay un mercado negro que comercia con enfermedades contagiosas y “caranchos” que provocan accidentes convenidos con los clientes. Ese negocio mueve más guita que la feria La Salada.
Reclamo mi hora de comida (en realidad veinte minutos) y cruzo al kiosco a comprar un sánguche. El día está hermoso. Vuelvo rápido a la oficina.
Tengo el crucigrama resuelto en la cabeza y dosifico las letras. Me faltan cuatro horas para empezar el fin de semana y treinta y un años para jubilarme.
Cambiar de empresa es difícil: perdés antigüedad, semanas de vacaciones e incluso te puede tocar un trabajo peor. Mis amigos me hablan de sus delegados. Hay cada sádico.
Al final hoy el delegado no vino. Me acerco a su escritorio. Su puesto, además de cómodo, es divertido. Si fuera él pondría a Patiño a auditar enchufes con dos clips de metal y a Orellana a verificar que no deje de parpadear la luz del detector de incendio del baño de mujeres (y en unos meses, cuando se confíe, apagarlo y grabarla). Se me ocurren mil trabajos más.
Descubro a Karen que sonríe y veo que está con el celular. Otra vez.
Ahora sonrío yo. Tomo una foto. Ella no me ve.
Vuelvo a mi computadora y escribo un mail a recursos humanos con copia al sindicato. Adjunto foto. Delato al delegado y a Karen. Como hice con Menéndez.
Hay solo un puesto al que puedo ascender.
Ya casi termina la jornada. Completo el crucigrama y apago la computadora. Miro el escritorio vacío del delegado. Ya lo siento mío. Me voy sin saludar. Espero a que los segundos redondeen la hora exacta y marco mi salida.
Es un día hermoso. Comienza el fin de semana.