Texto: Daniel Saldaña París
Lectura: Guillermo Caceres Barabaz
Ilustración: Romina Lardiés
1.
Teresa se fue un martes al mediodía. No recuerdo exactamente qué mes era, pero debía de ser finales de julio o principios de agosto porque mi hermana y yo seguíamos de vacaciones. Yo odiaba quedarme al cuidado de Mariana, que me ignoraba sistemáticamente durante todo el día, encerrada en su cuarto, con la música puesta a volúmenes que, incluso a mí, un niño de diez años, me parecían insensatos. Por eso resentí el hecho de que ese martes mi mamá se levantara de la mesa al terminar la comida y anunciara que iba a salir. “Cuida a tu hermano, Mariana”, dijo con aire seco. En general, ella hablaba siempre así, sin modular apenas, como una computadora que da instrucciones o una persona en el espectro del autismo. (A veces, todavía, me da por imitarla, frente a nadie, y no descarto que escribir esto sea, de alguna forma, un esfuerzo por encontrar, en la escritura, los ecos de su voz monótona).
Teresa, mi madre, se despidió de mí dándome un beso en la cabeza, y luego de Mariana, que recibió el beso en la mejilla sin inmutarse ni devolverlo. “Cuando llegue su papá le dicen que hay una carta para él en el buró”, nos dijo desde la puerta, en el mismo tono robótico. Luego salió y cerró con llave. No llevaba más que su bolsa; la bolsa de cuyo tamaño se burlaba mi padre cada vez que salíamos: “¿Qué tanto llevas ahí? Parece que te vas a ir de campamento”.
Esa noche llegó mi padre y leyó la carta. Luego se sentó con nosotros en la sala (mi hermana estaba viendo videos musicales mientras yo intentaba hacer origami) y nos explicó que mamá se había ido. “De campamento”, pensé.
Un martes de julio o agosto de 1994, ella –mi madre, Teresa– se fue de campamento.
Mi afición por el origami empezó ese mismo verano, no mucho antes. En la escuela me sentaba durante el recreo en una de las jardineras y arrancaba las hojitas de los arbustos. Doblaba cada hojita por el centro, buscando una simetría perfecta. Luego intentaba extraer el peciolo y el nervio principal de la hoja. (Me gustaba decirle “peciolo” y “nervio principal” al eje que dividía en dos cada una de las hojas; acababa de aprender esos términos en clase y sentía que usarlos me hacía sonar maduro y sabio). Extraía el nervio principal y el peciolo, lo guardaba en un bolsillo de mi pantalón y me olvidaba del asunto. En las tardes, ya en mi casa, vaciaba el contenido de mis bolsillos y ordenaba los peciolos y nervios de las hojitas sobre mi mesa. Me sentaba frente al botín, sacaba mis hojas de papel colorido y mi libro de origami y, con una paciencia que ahora he perdido, me ponía a doblar papeles. Entendía mi compulsión de doblar hojitas de arbustos como un entrenamiento para el origami, una práctica ritual que podía realizar a escondidas de los otros y que afinaría mi destreza.
Pero lo cierto es que nunca fui bueno con el origami. Por mucho empeño que puse en ello, no mejoré ni un poco. Teresa me regaló aquel libro con diez diseños básicos unas semanas antes de irse de campamento –antes de desaparecer, con su bolsa gigante, aquel martes después de la comida– El libro incluía las hojas cuadradas de colores y entre los diseños que enseñaba a hacer estaban la icónica garza, la rana y el globo. En todos ellos demostré igual falta de pericia. Recuerdo que cuando Teresa me dio aquel libro, envuelto en un papel fosforescente, me pareció raro que me regalara algo, pues faltaba mucho para mi cumpleaños y mi madre no era muy amiga de las sorpresas. Pero no dije nada. No iba a quejarme por recibir un regalo extemporáneo.
No tiene caso achacarle al libro mi fracaso: intenté hacer origami siguiendo otros manuales, y obtuve los mismos resultados. Incluso ahora, veintitrés años después, sigo sin poder hacer la estúpida garza. Nunca supe leer los diagramas; me parecían acertijos indescifrables, con sus líneas punteadas y sus flechas curvas. Nunca aprendí a distinguir cuándo se referían al anverso y cuándo, al reverso de las hojas. Ahora que soy un adulto que no sale nunca de su cama, mi tentación es decir que ese problema persiste en mí y permea mi comprensión del mundo: el anverso y el reverso se me confunden siempre. Pero la metáfora no se sostiene, parece vacía de sentido, aunque apunte a algo verdadero. En 1994 todo estaba cargado de sentido, y mi confusión entre el anverso y el reverso era la confusión puntual de un niño intentando hacer origami y fracasando repetidamente en ello. Tampoco puedo decir que el origami me haya convertido en un experto de la paciencia, por el tesón con que persistí pese al fracaso. Lo que sí es seguro es que el origami fue una escuela de estar solo: me enseñó a pasar muchas horas en silencio.
Aquel martes por la noche mi padre se encerró en su cuarto, una vez que Mariana y yo nos acostamos, y pasó varias horas hablando por teléfono. Lo sé porque yo estaba despierto, nervioso, tratando de asimilar un ambiente que sentía emocionalmente cargado, aunque no podía decir por qué.
Al día siguiente salí de mi cuarto a las ocho de la mañana para encontrarme con la casa en una especie de tensa calma.
Ya alguna vez habíamos estado los tres solos, mi padre, Mariana y yo, mientras Teresa se iba de fin de semana a visitar a una prima en Guadalajara, pero en esas ocasiones la transición había sido más suave: mi madre nos dejaba instrucciones precisas para comer y cenar, además de algunas sugerencias de entretenimiento, consciente de que mi padre era un inútil total en los trabajos más elementales de la crianza. Esta vez, en cambio, se fue con una mentira de por medio, diciéndonos a mi hermana y a mí que regresaba pronto, y la reacción de mi padre había sido, pese a sus esfuerzos por disimular, algo violenta (su tono al hablar por teléfono, la primera noche, denotaba una desesperación crítica). Por eso, al salir de mi cuarto a la mañana siguiente y encontrar la casa en silencio, entendí que aquel silencio era una más de las muchas novedades que me esperaban y a las que tendría que adaptarme ahora que Teresa se había ido de campamento con su enorme bolsa al hombro.
Me serví un plato de cereal con leche y volví a encerrarme en mi cuarto. Los espacios comunes de la casa, de pronto, me parecían fríos, ajenos, como los de aquel hotel en Acapulco al que habíamos ido una vez. La casa de la colonia Educación se convirtió, con la partida de Teresa, en un territorio hostil que mi padre, mi hermana y yo evitábamos a toda costa, y nos refugiamos en los santuarios de nuestros cuartos. En aquella soledad poblada de fallidos origamis, peciolos y nervios principales pasé las primeras horas de la mañana –de aquella primera mañana de orfandad que ahora, veintitrés años después, parpadea en mi memoria como la primera mañana de la historia, como si hasta entonces mi vida perteneciera al territorio del mito y de golpe alguien me hubiera expulsado del paraíso, haciéndome caer, por una oxidada resbaladilla, en el territorio sucio y violento de la historia–.
Desde el cuarto de mi hermana, contiguo al mío, escuché el mismo casete que había sonado sin tregua durante la última semana: una selección que una de sus mejores amigas le había grabado. A mí las canciones me sonaban todas iguales: guitarrazos frenéticos y gritos en un inglés para el que no me habían preparado las clases de idioma de la escuela (en las que repetíamos frases idiotas y enigmáticas como “The cat is under the table”). Pero esa mañana, esa primera mañana de la historia, entendí o creí entender el poder expresivo de esos gritos, de esos ruidos marcadamente iracundos en los que Mariana se refugiaba para no escuchar el silencio asfixiante de la casa.