Texto: Margo Glantz
Lectura: Rosana Famularo
Ilustración: Noelia Capello
Sigue la pesadilla, vuelvo a estar sentada en la sala de espera del consultorio del dentista donde, además de esperar como siempre, leo también, como siempre. Allá en el fondo, muy tenue, se oye la música de un tango. El sonido del bandoneón me conmueve.
Recuerdo con inmensa nostalgia a Rosita Quiroga, a quien llamaban Rosita Tango. En la adolescencia leía Dos años de vacaciones y Los hijos del Capitán Grant de Julio Verne y Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, mientras Gardel modulaba adecuada y gangosamente sus veinte años no es nada, poco digeridos por mí, pues me la pasaba entre la escuela y las intensas lecturas de novelas de folletín comiendo chocolates de cereza envueltos en papel dorado de estaño cuyo centro albergaba una corteza aguardentosa como la placenta que resguarda al feto. Quedito, en la penumbra de la media luz, leía y oía la hora del tango en una radio art déco vendida por mis padres hace ya muchos años junto con el inmenso comedor café oscuro y la bella recámara de ese mismo color que redondeaba mis más placenteras y orales reminiscencias. De pronto, el acordeón dejaba oír la voz metálica de Rosita, suspendía con un vago presentimiento de tragedia futura la lectura y dejaba en vilo al capitán Grant encaramado sobre un ombú en la pampa argentina, y, estremecida, escuchaba el tango. Recuerdo asimismo a Azucena Maizani, en especial su sonrisa encendida, estrictamente delineada por un lápiz de labios color púrpura y un cuellito de piqué blanco.
Quizá mi amor por el tango se haya exacerbado a lo largo de estos últimos años. Primero, porque me he reblandecido: fui, soy, seré esa pasta de chocolate remojada en aguardiente, abrillantada por el rojo pleonástico de la cereza que, ineludible, se asocia a mi niñez y a cualquier tango, sobre, todo si la voz del (la) cantante preserva el tono metálico y la gangosidad primigenia.
Segundo, porque el tango, además de oírse, se baila y porque amo cada vez más a Buenos Aires. En Buenos Aires se camina y en mi ciudad, México, los pies han dejado de existir. Añoro los pies descalzos de los carmelitas descalzos que reformaron su orden quitándose simplemente los zapatos; añoro a los franciscanos seráficos que en la infancia de mi país lo recorrieron calzados con sandalias llenas de polvo y guijarros, escudados en su ferocidad milenaria para empujar a los pobres de espíritu y precipitarlos de bruces y sin zapatos al Milenio, como quería San Joaquín de Fiore, o sea, al Paraíso o a La boca del Infierno, novela de Víctor Hugo o de Dumas (ya no me acuerdo), cuyo nombre morboso y cuyo contexto remitían a un equívoco sexual que se fundían con el sabor del chocolate –simple perversión oral– cuando tarareaba la letra de mis tangos preferidos.
Tercero, el tango me hace volver a esas épocas en que, mal peinada (el pelo me crecía a lo ancho y no a lo largo) y quinceañera, permanecía sentada en los tés danzantes, ahora obsoletos, esperando al príncipe azul que nunca se presentaba cuando tocaban blues o boleros y que, cuando la música cesaba abruptamente para reiniciarse después con una milonga, temía yo que apareciese, ese príncipe azul tan añorado. Desde mi más tierna infancia, blandengue y todo, nunca me he sabido dejar llevar cuando bailo, y, una vez que bailé con Severo Sarduy en Venezuela, tuve que llevarlo yo a él, cosa que por otra parte no fue nada fácil, era un merengue, iba en camino de la esfericidad y su cintura no tenía la pequeñez (ya ajada) de la mía.
A pesar de que sé que el tango puede ser diabético: tiene a gusto a miel tu corazón; o topográfico: me encontré tu corazón en una esquina; metereológico: la calle de la melancolía, llovía, llovía sobre la tarde gris, llovía, llovía sobre mi corazón; ecológico: tu lágrima de ron me lleva hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva; clínico: tengo el corazón hecho pedazos, rota mi emoción en este día; o hasta cosmético: tú que, tímida y fatal, te arreglas el dolor después de sollozar, y aunque puede ser muchas otras cosas más, lo sigo amando a pesar de todo.
Pero, en fin, basta de digresiones y vuelvo al té danzante, en esas épocas en que bailar un tango significaba lo imposible, por ejemplo, que el cabello me creciera de manera regular, cayera sobre mis hombros, se deslizara hasta mis pies y, al tocarlos, les hiciera la gracia, el don, de permitirles llevar el ritmo y armar los firuletes que en los antiguos burdeles argentinos bordaban las paicas en brazos de sus galanes. Nunca lograba esquivar los choclos quizá bicolores de mi acompañante, aunque mis zapatos fueran grises, con un filito verde, delgadito, primoroso, y con tacones aguja: mis pies –al igual que mi cabello– incapaces de transmitir su voluptuosidad al resto de mi cuerpo, ni siquiera a los tobillos, decepcionaban a mi acompañante. Por eso, amo el tango, mi amor por él se prende a la lengua, al paladar, a los dientes, sobre todo, a los caninos, a un tacón aguja y, en especial, a los cabellos, cortados en el aire.
Regreso a la realidad, a este lugar donde por una fatalidad he permanecido sentada innumerables veces, la sala de espera del dentista, aguardo a que alguna de las secretarias pronuncie mi nombre y pueda interrumpir la lectura del libro que he elegido para soportar pacientemente la tortura y se me haga pasar a una de las múltiples salas donde los pacientes esperan de nuevo eternamente a que aparezca una técnica dental llevando un babero de papel y unas pinzas semejantes a aquellas con que se cuelga la ropa después de lavarla o a los baberos que se usan para darle de comer a los bebés y no se ensucien y me lo ponga alrededor del cuello, y luego, con orden y concierto, acomode sobre la mesita portátil, que está al lado del sillón último modelo, donde me recuesto, los instrumentos que habrá de utilizar mi médico de cabecera en el momento en que por fin y, si otros pacientes no lo requieren, aparezca en esta habitación donde habrá de intervenir mi boca. Por si las dudas, por si la espera se prolonga, coloco el libro que estoy leyendo en este momento sobre mis rodillas.
Todas las lecturas son funcionales, tanto como la anestesia local y la música que siempre me acompaña mientras escribo este libro, hoy oigo el tango Rencor, tengo miedo que no seas rencor. Canta Ángel Vargas.