Texto: Leticia Martin
Lectura: Marialcira Matute
Ilustración: Magda Castría
Fue así. Me descuidé un segundo y mi hermano se abrió la cabeza. Me acuerdo que dije –Uy, teléfono– y crucé el patio hasta la cocina. Los enanitos tendrían uno y medio, máximo dos años, y caminaban como astronautas. Greta Silva me saludó y me pidió si le pasaba la tarea. Habré tardado un minuto. Cuando iba a cortar, un grito me aflojó los dedos. El tubo del teléfono cayó al piso y dejé a Greta, al otro lado, hablando sola. Salí al patio y lo vi. Granito fuera de foco y en el medio Diego, tirado sobre las baldosas. Verónica deambulaba sin norte y se agarraba la cabeza con una mano. Era 1987. Los celulares iban a ser masivos recién para la segunda mitad de los noventa. Minimicé el asunto y alcé a mi hermano a upa. No es nada, no es nada –le dije–. Vero nos seguía de cerca. Él se quedaba dormido. Llegué hasta la canilla del lavadero y acerqué mi mano al chorro de agua. Me mojé los dedos y los llevé a su cabeza. Detrás del pelo y del barro tibio de la sangre vi un hueso blanco, la piel abierta en un tajo al cerebelo. Entonces, sentí un mareo y las rodillas se me aflojaron. El lavadero se desdibujó. Vero tiró de mi pollera y me ayudó a pensar.
Busqué el teléfono otra vez y puse el tubo entre mi oreja y el hombro. Del otro lado sostenía a mi hermano. Disqué algunos números más, que sabía de memoria. María, mi papá, la escuela de mi hermana.
Nadie me atendió. Miré otra vez la herida de mi hermano. Seguía sangrando. Insistí con mi vecina. El teléfono de mi tío daba ocupado. Dejé atrás la idea de la ayuda y corrí al baño a buscar otra toalla. La puse sobre mi hombro y apoyé encima la cabeza de mi hermano. Otra vez se me aflojaron las rodillas.
Entonces, me saqué a Diego del hombro y lo puse boca arriba, sobre su cama. Corrí hasta la puerta de calle, pero tuve miedo y volví. Hablé con Vero y le pedí que no llorara, la senté en el patio, le di un juguete, e improvisé una almohada con unas lonas. No había tiempo de dudar. Entré en el pasillo medio oscuro, camino a la vereda. A veces sueño ese corredor, un pasadizo largo, como el que llevaba a Santa Teresa del limbo hasta el infierno. Lo vi en una película y lo sigo viendo.
Estoy con un hombre, la cara de otro.
Me quedo sola en el momento justo.
El pasillo es estrecho y se oscurece.
Se llena de hilos de baba negra que lo vuelven resbaladizo.
Rojo.
Rojizo.
Pegajoso.
Yo me caigo y me levanto.
Y me enredo con la pollera que tengo anudada a la cintura.
Cuando salgo, la luz me pega en los ojos.
No hay nadie a las tres de la tarde en La Tablada.
Corrí para el lado de San Martín y pensé en la puerta, en mi mamá, en el teléfono. Imaginé que Vero se caía hacia atrás, que se pegaba la nuca contra algo. Que ahora los dos estaban sangrando. Abandoné esos pensamientos y seguí corriendo. No me daban las piernas. Un auto conocido dobló en la esquina y entró por Las Heras. Salté a la calle y abrí los brazos. Un poco pidiendo ayuda, quizá pidiendo que me pasaran por arriba. El tipo frenó y sacó la cabeza por la ventanilla. Era Pepe, nuestro vecino. Le hice una seña con la mano para que esperara. Él se detuvo y bajó del auto. Sin explicarle nada, entré a mi casa y salí con los mellizos: Diego, con la cabeza envuelta en la toalla; Verónica siguiéndome, detrás, arrastrando un camioncito. Mi vecino abrió la puerta de atrás y acomodó a Vero en el asiento vacío. Es un hombre grande, él, canoso, la voz siempre afónica, toda su ropa oliendo a tóner.
Subí adelante y entendí que era grave lo que pasaba cuando miré los ojos de mi vecino, que aceleró sin decir nada. En menos de quince minutos estábamos en la guardia del Hospital Paroissien. Entré con mi hermano a la guardia. Pensé que en mi casa me iban a matar, que había dejado a Vero sola, en el auto del vecino de enfrente, la casa toda mal cerrada.
–Que pase la mamá con el nene lastimado –dijo la enfermera.
Entré y detrás de mí vi aparecer a otra enfermera empujando una mesita de ruedas sobre la que tambalea una botella de yodo y otro instrumental con filos y puntas. El olor a hospital, como una ráfaga, se metió también por esa puerta y todos los que estamos lo sentimos. Detrás, calzándose los guantes, entró el médico de turno.
–¿Se siente bien, mami? –me preguntó.
Un sí mudo salió como un grito de mi garganta. Le contesté con los ojos, ahorrando la energía que me quedaba. El médico empapó una gasa con el líquido marrón, la enfermera aseguró con dos correas las piernas de mi hermano y yo sostuve su cara, con la herida apuntando hacia arriba. Junté las muelas y apreté con fuerza.
–Sería mejor que la mamá espere afuera –largó la enfermera, con la mirada en mi cara empalidecida.
–Estoy perfectamente bien –le contesté, a punto del desmayo. Elegí esas palabras. Algo me hizo tener tiempo, pensar muy bien y elegir un adverbio–. Perfectamente –dije. Exageré.
Estaba en ese hospital, pero no estaba, podría ser la madre de mi hermano, pero no lo era, sabía cada uno de los prejuicios en los que estaban pensando los profesionales. Pero en lugar de aclarar alguna situación, cerré la boca y me hice fuerte. Dejé de sentir el olor del yodo y el alcohol, imaginé que la sangre era agua de la canilla y un poco disfruté que me confundieran con una madre.
Miré todo sin parpadear. La aguja ingresó por un extremo del cuero cabelludo, de afuera hacia adentro y después al revés. Lo más parecido a coser una cartera. El médico tomó las puntas del hilo encerado y tiró con las dos manos. La sangre que sobraba rebalsó, y el primer nudo juntó lo que se había roto. Así hasta hacer cinco nuditos, uno al lado del otro, todos en primerísimo primer plano. Mientras lo hacía, el médico me miró otra vez, ahora, quizá, con un dejo de pena. Mi forma de resistencia fue no emitir sonidos, llamarme a silencio, dejarlos en la ignorancia.
Radiografía, vendas, dieta en un papel y que no duerma. Me dieron todas las recomendaciones y a mi hermano cosido. Tenía una venda enorme alrededor de la cabeza. Cuando volvíamos me asaltó el terror a la penitencia. Hice una lista de las posibles, pero me equivoqué en todas. Donde esperaba un mes sin salidas, o sin tele, había una especie de entrega de medallas a un héroe de Vietnam. Mi mamá me abrazaba, contaba la hazaña y no dejaba de felicitarme. Llegaron algunos vecinos y el resto de mis hermanos. Yo sentía el peso de las miradas.
–Pobrecita –dijo la Negra–. ¡Tan chica para semejante susto! –Y chupó un mate que le había pasado mi mamá.
Pero, en lugar de contestarle, cerré la boca y decidí, por segunda vez en el día, que era mejor dejar a la gente en la ignorancia.