Texto: Mariana Torres
Lectura: Vitantonio
Ilustración: Caribay Marquina
La niña pasa varios años metida dentro de un corsé ortopédico. Dicen que tiene la columna desviada. Dicen que, sin esa armadura, acabará su columna por desviarse mucho más. Lo peor de todo es el día que le fabrican el corsé. En una ortopedia de suelo frío la desnudan (solo le dejan quedarse con las bragas), y le cubren el pecho y la espalda con yeso blanco caliente. Un operario realiza esta tarea, la cubre por entero de yeso como si la niña fuera un jarroncito de barro. La madre de la niña vigila al operario y la niña se contiene para no llorar. El yeso está caliente y le duele en la piel. Le voy a estropear las bragas, dice el operario. La madre de la niña contesta que eso da exactamente igual. Que no se las quite. El operario tiene las manos ásperas y cubiertas de pelo. Las bragas de la niña tienen puntillas blancas, las puntillas quedan cubiertas de yeso, las bragas terminan en la basura.
Dos semanas más tarde le entregan el corsé. Es de plástico, color piel (como si eso disimulara alguna cosa), resbala al tacto y tiene dos correas en la espalda que se atan como cinturones; en la espalda además dos barras de hierro, planas, le suben a la niña hasta el cuello, y una barra de hierro, plana, le cubre la parte de adelante. La niña queda encerrada por tres barras de hierro y una carcasa de plástico que resbala al tocarse. Lo peor de todo es la parte que cubre el cuello. Las tres barras de hierro se unen en el cuello en un collarín que, justo bajo de la barbilla (bien en el centro de la garganta), acaba en un sostén que pretende ser blando y acolchado pero que es duro como la piedra y también escuece al roce. Esa parte, la del cuello, es lo que más se ve de todo, no hay manera de taparlo, ni siquiera en invierno y con bufandas puede la niña esconder el collarín.
Lo demás sí lo esconde, nadie sabe que el aparato llega hasta las ingles, y que le aprieta a la niña cuando se sienta, y que a veces piensa que cualquier día se le cortará la circulación y se quedará sin piernas (lo piensa para pasar el rato, en algo tiene que pensar). Dicen que tiene que llevarlo todo el día, toda la noche, todo el año, y al siguiente. Pero la niña, para la que nada puede ser peor que la fabricación del corsé, lo viste estoicamente. Lo ignora del todo, hace como si no existiera. Dicen que lo peor son las noches, pero no saben de lo que hablan. A la niña las noches le gustan, por la noche el corsé no le hace ningún daño porque la niña no se mueve. Si no hay movimiento no hay dolor, no se clava (todos quietos). Por las noches se encuentra, por fin, cómoda y en su lugar, es cuando el corsé le queda grande porque está tumbada, entonces puede respirar un poco mejor, no sentir la presión tan grande de las correas sobre la cintura, en el pecho. Por fin hay aire en el roce del cuello.
Lo que de verdad odia con ganas es que el corsé rompe la ropa. Las barras de hierro le hacen agujeros en sus camisetas favoritas, siempre donde están los dibujos bonitos. Aunque su madre se esfuerza en reforzar las camisetas por dentro con sobretelas y forros y dobles capas, la niña nunca viste sus camisetas preferidas porque no quiere romperlas. El uniforme del colegio no le molesta romperlo. Es marrón y feísimo. Y resistente. La falda tiene unos dibujos de rombos que, cuando la niña se pone bizca y mira fija y solamente los rombos negros, forman la silueta de una cara, y cuando mira los rombos blancos, aparece el contorno de las fauces de un animal.
La niña le causa pena a la gente, la niña nunca quiso darle pena a nadie, no hay sentimiento que más odie en el mundo que la pena. Para no dar pena, nunca se queja. Aprende, eso sí, a aprovecharse de su situación (a su madre es a la única persona que no le molesta darle pena). La madre está convencida de que cuando se cae al suelo de espaldas no puede darse la vuelta otra vez, como ocurre con las tortugas. No es así, la niña puede darse la vuelta, es difícil pero aprende pronto a hacerlo, solo tiene que oscilar hacia ambos lados, impulsarse por las manos y girar, girar, girar más. Entonces se levanta sin problemas. En una pelea con un niño de su clase, uno más grande y más bruto que ella, la niña acaba incrustada contra la pared, la agarra el niño por el cuello de hierro. Lo peor es que así se le clava el corsé al cuello y casi no puede respirar por varios segundos. El niño es mucho más grande y la mantiene con los pies colgados en el aire. La niña, que tiene más fuerza de lo que parece, le patea en las tripas todo lo fuerte que puede, y le hace tanto daño que no vuelve a tocarla jamás. La niña
nunca cuenta nada de todo esto, y se cubre con maquillaje los moratones del cuello hasta que dejan de verse.
La niña pesa treinta y ocho kilos, contando el corsé. Es tan delgada que temen que se la lleve el viento. Como le tienen prohibido hacer gimnasia, durante la clase de deporte tiene que pasar la hora haciendo de poste mientras los demás corren alrededor del patio. No es la única que hace de poste, siempre que otro niño está enfermo hace de poste también (necesitan cuatro esquinas). Pero a ella le toca todos los días, es el eterno poste. Lo lleva con resignación, le divierte mirar a sus compañeros dar vueltas por el patio, persiguiendo la nada con cara de bobos (algo tiene que hacer). No entiende, no consigue entender, a las niñas que corren lento y se cansan de esa manera. Le parecen torpes, absolutamente torpes, y no las perdona nunca. Ella, antes, cuando la dejaban, era capaz de correr muy rápido, era la más rápida de su clase.
En su colegio todos juegan al baloncesto y el patio está lleno de canastas. Son de hierro, tienen en la base una caja de hierro rellena de hierro que está pegada con cemento al suelo, de manera que aunque muchos niños se cuelguen a la vez de la canasta con todo su peso, la estructura no se mueve ni un centímetro. La niña se sube hasta la parte de arriba de las canastas, como los demás, trepa por las barras. Lo de trepar a la niña se le da especialmente bien porque pesa poco. Las manos, al rato de trepar, huelen a hierro oxidado. También se sube por las paredes del baño de chicas, que son escurridizas. El pasillo es lo bastante estrecho como para que clavar los dos pies y subir hacia arriba sea tan fácil como respirar. Al baño de chicos nunca se atreve a entrar. Una tarde se cae desde la canasta, cae como un saco muerto justo sobre la caja de hierro, se clava
el pico de la caja en una rodilla y se hace un agujero que no deja de sangrar. La persona que la cura se asusta muchísimo y le prohíbe subir a las canastas. Hay mucha sangre. La niña luce la cicatriz en la rodilla como una herida de guerra. Ella, a pesar de todo, sigue escalando canastas, incluso cuando la ven los vigilantes del patio (la verdad es que prefiere que la vean), pero ya nunca se atreve a subir arriba del todo. Eso lo odia tanto. Lo odia mucho. Pero no puede evitar no atreverse, ya no puede dejar de mirar el suelo cuando trepa, no puede subir mucho más alto que dos palmos, en seguida siente cómo la tienta el pico de hierro, la atrae como un imán, y sabe que si sube un poco más arriba se va a caer muchísimo, se va a hacer daño esta vez de verdad, porque no es normal subir tan alto (tienen razón los adultos), se va a hacer daño, va a doler mucho caer desde tan alto y clavarse, entonces sí de verdad, los hierros del corsé, que se romperán en la caída, sueltos y desencajados, por su cuenta, y le atravesarán el pecho y todo ese dolor.