Texto: Carlos Chernov
Lectura: Fernando Lerner
Ilustración: Alina Najlis
Milo O’Shea, un hombre gordo con cara de sapo, sueña en una cama de hotel que tiene doce años y juega con un grupo de niños de su edad a torear tiburones. Nadan en una playa de aguas no demasiado profundas. Se desafían unos a otros a azuzarlos y luego esquivar la arremetida de los escualos. Boyan delante de sus hocicos pataleando frenéticamente para excitarlos. La mayoría de los tiburones se deslizan cerca del fondo; se los distingue sin dificultad, grises y flexibles entre las aguas verdosas. Son “Tigres”, los hay de dos y tres metros de largo. Los jugadores saben que deben evitar el roce con sus pieles, ásperas como piedra de esmeril, capaces de despellejarlos en tiras.
A poco de iniciado el juego, un niño es alcanzado por las mandíbulas de una de las fieras: lo ha atrapado por el brazo; la hemorragia es abundante; su cuerpo se vacía en el agua. El olor de la sangre orienta al resto de los tiburones que se abalanzan sobre los jugadores. Uno de los peces aferra a Milo O’Shea por el pie y lo arrastra consigo. Milo tironea para librarse, en medio de espantosos dolores, mientras el tiburón lo muerde y mastica con el gesto de un perro que cambia un hueso de un colmillo a otro. Siente con claridad cómo le fractura los huesos de la pierna. Comienza a ahogarse. En ese momento se despierta.
Alguien lo está sofocando con su propia almohada de plumas en esa cama de hotel. Milo O’Shea se debate bajo la presión, intenta forcejear con su verdugo; cuando lo agarra de las muñecas comprende que resistirse es inútil: por lo gruesas y peludas se da cuenta de que pertenecen al sueco Andreson, un hombre que, a pesar de ser rubio, es tan hirsuto que resulta chocante. El sueco fue boxeador de peso pesado, posee la fuerza de un toro y un sadismo incurable: podría delegar los trabajos sucios en los miembros de su banda, pero le gusta despacharlos personalmente. Milo O’Shea lo ha escuchado decir que ese es un método infalible para impedir que sus hombres le pierdan el respeto. O’Shea piensa que el sueco podría descargarle el revólver sobre el rostro y que la almohada asordinaría el estruendo de los disparos, pero comprende que lo va a matar por asfixia para prolongar su goce.
“Así me paga lo que me debe”, piensa Milo O’Shea con amargura, recordando el axioma que dice que la manera más económica de saldar una deuda es eliminar al acreedor. “No debo volver a permitir que se acumule una deuda tan grande”, se reprocha, aunque sabe que el consejo no le servirá de nada porque va a morir. Se arrepiente de haberle entregado tantas partidas de whisky de contrabando a lo largo de los últimos meses, contra dudosas promesas de pago que más bien sonaban como amenazas. “Andreson se aprovechó de mi debilidad, estoy viejo”, se apena Milo O’Shea.
La situación es terminal. Aquí lo van a matar y en el sueño el tiburón lo está despedazando. De golpe, se le ocurre una idea loca. Milo O’Shea se aferra a ella, llorando esperanzado: “No me quedaré en esta habitación, ni volveré al sueño. Voy a escapar hacia el límite de los dos lugares, caminaré sobre el canto de la moneda, voy a vivir en el borde de la película”. Se propone pasar el resto de su vida en un tercer espacio, en el intersticio entre las dos realidades, continuar su existencia en esa zona fuera de todo.
Pero la frontera es muy delgada y él está muy gordo, o su amor por las paradojas topológicas no alcanza para fundar una fe ciega (imprescindible para vivir en ese límite) o, simplemente, ese borde no existe.
Al comprobar que no se sostiene, con el mismo sentido práctico que le permitió progresar en el hampa a través de dolorosas pruebas, Milo O’Shea elige el sueño. Se zambulle, siente la frescura salada del agua de mar y la mordida de los colmillos afiebrados del tiburón. Asiste a la carnicería que el escualo hace de su cuerpo. Con los ojos cerrados, en medio del suplicio, repite para sí mismo entre lágrimas: “¡Es un sueño!, ¡es un sueño!, ¡es sólo un sueño!”. Supera todo el horror con tal de no retornar a la habitación donde lo están asesinando.
Las mandíbulas con triple fila de dientes desgarran y devoran su carne. A su alrededor las aguas se entintan de rojo; Milo O’Shea observa con extrañeza que la sangre que brota de sus heridas, en el agua, parece humo. Cierra los puños, se clava las uñas en la palma de las manos y, con un increíble esfuerzo de su mente, consigue permanecer dentro del sueño.
La mucama del hotel lo encontró al día siguiente, cuando decidió entrar a la habitación a pesar del cartel de «No molestar» que colgaba del pomo de la puerta. Recién se atrevió a quitarle la almohada de la cara después de llamarlo por su nombre en voz alta varias veces. Parecía dormido; lo que le reveló que el huésped había muerto fue su extraordinaria palidez. Sin embargo, no había manchas de sangre ni en la almohada, ni en las sábanas, ni debajo de la cama. Milo O´Shea componía un cuadro de distintos tonos de blanco: la palidez de su rostro apenas contrastaba con la blancura de las sábanas y de las plumas pegadas sobre su frente.