Texto: Mariana Komiseroff
Lectura: Vanina García
Ilustración: José Villamayor
Fue una época mala. Tenían poco trabajo cuando les llegó la enfermedad de mi hermana Leticia. Y para colmo de males Dora, con ese problemita de nacimiento en la piel. Este es un pueblo que queda de camino a Tigre, la gente hace una parada obligatoria porque en todos los mapas que les dan a los extranjeros figura como “lugar de interés”, pero la verdad es que no teníamos nada de interesante hasta que la nena, ahí estirada como un chicle por el sol en la vidriera, empezó a generar un ingreso superior a los suvenir de Gardel que vendíamos en todas las épocas turísticas. Horacio y Leticia se dieron cuenta de casualidad. No es que lo planearan, se dio solo. La mandaron a acomodar los adornitos y chirimbolos y pasó uno justo cuando a Dora el cuero se le empezaba a ablandar. Dorita es como de plastilina, la piel se le estira y ablanda con el calor. Una belleza.
–Una foto– pidió el fulano.
Se la concedieron medio de mala gana. No le preguntaron a ella, pensaron que no le iba a molestar. Horacio les sacó la foto con la cámara del turista que se tapaba la mitad de la cara con un colgajo del brazo transpirado de Dora. El tipo dejó en el mostrador cincuenta dólares.
Ahí nomás, un japonés que pasaba y no se sabía hacer entender en ningún idioma posó agarrando apenas con la punta de los dedos, se ve que le daba asco, el pellejo de la papada de Dorita. Ella puso cara de circunstancia. El oriental se estaba yendo sin dejar propina y Leticia le hizo una seña universal. Frotando el anular y el índice con el pulgar le pidió una colaboración. El japonés también dejó en dólares. Se hicieron el día en dos minutos.
Eso sí, Dorita no les habló durante el almuerzo, no comió y de tanto frotarse las orejas, le quedaron estiradas. La madre la mando a bañarse con agua fría y a atárselas detrás de la cabeza. Dorita no quiso. Estaba en una edad difícil. Le explicaron que no tenía nada malo sacarse una foto. Pero no hubo caso, no pudieron cambiarle el mal humor.
Siguieron vendiendo chirimbolos hasta que la enfermedad de Leticia se empezó a llevar las pocas ganancias del negocio. Horacio y yo la cuidábamos en el hospital mientras la nena, que tenía solamente trece años, se encargaba del localcito. Un mediodía antes de cerrar, Horacio llegó y vio cómo Dorita echaba a un turista que le sacaba fotos. Se dio cuenta del potencial que su hija estaba desaprovechando. Obligó a Dora a posar, le cobró quince dólares al interesado y la mandó a dormir sin comer.
Al otro día, antes de irse, al hospital Horacio puso un cartel en la vidriera que ofrecía el recuerdo. Pegó un poster con un paisaje de fondo.
–Laburá– la amenazó con la mano abierta cerca de la cara.
Yo agaché la mirada y seguí tejiendo a crochet. No me podía meter, después de todo Horacio era el padre y hacía lo que podía. Finalmente Leticia murió y él terminó tendiendo a Dora de la piel de los hombros a una soga con broches de madera para que la clientela la viera atractiva. La piel se le estiraba hasta ponerse casi transparente, ni una estría, claro Dora era muy jovencita. El padre le sostenía las orejas bien tirantes detrás de la cabeza. Ella no se quejaba. Pero se podía adivinar debajo de los capilares estallados dibujando arabescos en la cara blanca, que no le gustaba mucho ese trabajo.
No me quedó otra que ayudarlos a administrar las ganancias. Fue un éxito. Una vez le tuve que avisar a Horacio que le acomodara la ropa y le tapara las partes. La piel de Dora nunca estaba de la misma manera, dependía del clima y de la humedad y ese día estaba un poco rígida, entonces la piel de los hombros le arrastró para arriba los pechitos que recién le estaban naciendo. Asomaban por el cuello de la remera dos botones ovalados hacia arriba por el estiramiento. No era cuestión de hacer exhibicionismo por un par de pesos. Horacio no se animó y me mandó a mí a acomodarle la ropa. Le até una chalina en el cuello y sin querer le toqué uno de los pezoncitos. Ella se quejó. Se lo volví a tocar escondiendo la mano debajo del pañuelo. Le pregunté si le dolía, me dijo que sí.
-Ya es hora de usar corpiñito, Dora– le dije mientras le cambiaba de lugar el broche de madera que le estaba lastimando la piel de la clavícula.
El local se llenaba. Horacio sacó los recuerdos de Gardel y mandó a fabricar unas muñecas de goma pegajosas de mala calidad, que se estiraban como Dora. Vendimos a lo loco en esa época. Ella no podía quejarse, no tenía que hacer nada. Sólo posar. Y sonreír si el cliente quería. A veces la cara se le deformaba de tanto que le apretaban los cachetes pero aun así, alguno insistía en que la quería sonriendo. Y Dorita sonreía, y la verdad es que era muy gracioso verle la boca torcida haciendo fuerza para salir bien.
Todo muy lindo, casi que Horacio se había olvidado del dolor que le causaba la muerte de Leticia, hasta que una mañana muy temprano, apareció a mirarla un tipo raro. Yo lo vi levantando el pañuelo para mirarle las tetitas a Dora, haciéndose el distraído. Dijo que quería pagar por verla desnuda. No lo dijo así tan directo, más vale, pero eso era lo que quería. A Dorita desnuda. Horacio lo puso a pelar alambres de púas sin dejarlo terminar de hablar. El muy desvergonzado insistió y Horacio hecho una furia salió del negocio. Yo la descolgué a Dora de la soga porque me puse nerviosa y ella cruzó los dedos y le dio besos al rosario bendecido en Luján para que no se agarraran a las trompadas. En un momento Horacio le puso la mano al raro en la espalda, de lejos le adivinamos la sonrisa. Dora y yo no entendimos nada. Horacio entró al localcito y la mandó al cuarto.
–Quiero hablar con tu tía– dijo.
Yo levanté el rosario que la nena había revoleado y lo sostuve entre los dedos pensando en lo parecida que Dora era a mi hermana cuando se enojaba.
–Es un tema delicado– dijo mi cuñado.
–Más bien que la Dora es delicada.
–Sí, ella también, pero yo digo la situación.
Y ahí Horacio con la vieja historia de que la nena ya estaba en edad y que era mejor que uno supiera y que no la agarrara un pendejo de ahora que le podía pasar cualquier cosa.
–Mejor que sea con alguien de confianza y no con un pendejo. Los pibes de ahora te la embarazan y no les importa nada, éste es un señor grande, un tipo de bien.
–Este tipo es muy raro.
–Veinte mil pesos.
–No vas a vender a Dora. Leticia se volvería a morir si te escuchara.
–No la nombres a Leticia. ¿Sabés cómo me endeudé por la enfermedad de ella? ¿Sabés lo que cuesta mantener esa parcela en el cementerio? – me gritó nervioso.
–Pero toda la vida Leti le enseñó a Dorilla que tenía que llegar virgen al matrimonio.
–Esas pelotudeces que nadie puede cumplir. ¿Vos llegaste virgen al matrimonio?
–Yo no estoy casada, Horacio– le respondí, aunque él ya lo sabía. Me quedé callada y empecé a juntar mis cosas para irme.
–¿No te querés quedar a hacernos compañía?– casi me suplicó.
–No, Horacio, me voy. Les dejé arroz con pollo en la heladera.
Me fui enojada y del tipo raro no volvimos a hablar. Horacio no se enteró de que volvió al otro día a la hora de la siesta cuando él dormía. Yo no creí que el tipo tuviera tanta plata como para aceptar, la verdad es que se lo dije para que se olvidara de Dora y no nos siguiera jodiendo la vida. Le pedí ochenta mil pesos. Dorita entendió sin que le dijera nada y lo hizo pasar a su cuarto, una nena inteligentísima.
Horacio se levantó de dormir, abrió la persiana del local y mientras me alcanzaba un mate me dijo:
–Tenés razón. Es una locura. Si aparece de nuevo el raro éste, lo saco cagando. Pero quedate con nosotros hoy.
Me quedé, esa y todas las noches. Al principio tiré un colchón en el cuarto de la nena. Cuando noté que la piel de Dora se ponía como la de cualquier chica de su edad me pasé a la cama grande con Horacio para decirle que Dora ya no iba a rendir como antes y confesarle lo del tipo raro pero no me animé, y le terminé diciendo que no se preocupara, que nos íbamos a arreglar con mis ahorros.