Texto: María Paz Schechtel
Lectura: Drozd
Ilustración: María Belén Echeverría
Esto es lo último, decís, y el cierre relámpago recorre los tres lados de la valija.
Tu mamá no quiere venir y, gamuza en mano, repasa frenéticamente un mueble. Ya le sacó brillo pero sigue; la vista clavada en el trapo que va y viene. El olor a madera del limpiador flota en el ambiente. Bueno, ¿vamos?, digo yo, aunque me gustaría retrasar el momento para siempre.
Tu hermano ya está en el auto. Se le ven los auriculares del walkman, como una vincha. A los pies de la escalera, las valijas. La negra que te regalamos para los quince, hinchada. Y otra, con la vajilla y el equipo de mate que te regaló la abuela.
Te acercás a donde está mamá. Y ella, sin soltar la gamuza, te da un beso en la mejilla. Pestañea rápido y veo que los ojos se le vuelven acuosos. Pero te dice chau, cuidate -aunque la voz se le agudiza antes de terminar de hablar-, como si nada. Como si te fueras a lo de alguna amiga o al club y dentro de tres horas estuvieras de vuelta en casa.
Te subís al auto. Ya no discuten por ir adelante. Le dejás el lugar a tu hermano, como tantas otras cosas que cedés por ser la mayor. Y salimos. Todavía es de noche y la ruta está tranquila. Mirás por la ventanilla y te parece que el paisaje es el que se mueve. Pasamos el peaje y al rato ya estamos en la autopista. Llamo a mamá así se queda tranquila. La parte más peligrosa de la ruta, donde siempre hay accidentes, queda atrás. Abullonás el buzo y te recostás contra la puerta, de lado, en posición fetal. ¡No te apoyes!, pienso, pero no digo nada. Pongo el seguro y el trac, suena como una cápsula que se cierra. Rodeamos el edificio del mercado central y me preguntás qué es. El campo va quedando atrás y el paisaje cambia por completo. Se puebla de carteles luminosos que anuncian los últimos modelos de autos o publicitan comida. Se apagan las luces de la autopista aunque el sol todavía es un punto mínimo en el horizonte. Te miro por el espejo retrovisor. Mirás para todos lados, como si trataras de ubicarte en tu nueva realidad. Y yo vuelvo a mirarte. Y te veo, lejos, con tu delantal rosa y blanco. Un cartelito con tu nombre pende de la solapa. Sostenés fuerte mi mano. Tengo el pelo más largo. Vos lo tenés más fino y más claro. Y lo llevás recogido en una trenza, como ahora.
Unos kilómetros más adelante atravesamos una seguidilla de peajes y bajamos de la autopista por una colectora. Empieza a hacer calor y bajo el vidrio. Tu hermano se despierta o se le terminan las pilas del walkman. Reacciona. Ya estamos llegando, les digo. Paramos en un semáforo. Una mezcla de olores -combustible, cigarrillo, humedad, humo- inunda el auto. Se acerca un vendedor de flores. Subo el vidrio y otra vez estamos los tres en la cápsula. Veo que agarrás un librito que está lleno de mapas y nombres de calles. Me decís que haga dos cuadras y que vaya por Entre Ríos, que después se hace Callao. Pasamos el Congreso, la avenida Corrientes. Y los veo a los dos mirar por las ventanillas, asombrados. Los edificios se nos vienen encima cuando doblamos por Uriburu. Sacás los chicles de un bolsillo, nos convidás. Mirás el reloj de pulsera. Agarrás otra vez la guía y decís que por acá va a vivir Eugenia. Te pregunto si querés ir directo o pasar antes por el pensionado. No. Ya son menos diez, mejor llevame y después van ustedes a dejar las cosas. Entonces seguimos derecho por Pueyrredón. El barrio es más lindo, con más verde. Veo que te movés en el asiento y buscás adentro de la cartera, como si chequearas no olvidarte de nada. Te mordisqueas las cutículas, te acomodás el pelo. Un colectivo de la línea 92 pasa muy cerca de nosotros. Toca bocina. Te estremecés. Agarrás el cuaderno que está al lado tuyo, la agenda y la campera. Decís aula cuatrocientos ocho, como para vos misma. Por el puente que cruza Figueroa Alcorta camina gente de diferentes edades. Algunos van solos, otros en grupo. Todos van para el mismo lugar, como una manada. Entonces me decís dejame acá, que se entra por la puerta del costado. Dejame acá, como cuando ibas al boliche, dejame acá, que es hasta donde podés llegar. Enciendo las balizas y estaciono en doble fila. Balbuceo un “bueno” que reemplaza las palabras que no puedo decir. Vos te desabrochas el cinturón y trac, la cápsula se abre. Me das un beso desde el asiento de atrás, le decís chau a tu hermano, y te bajás. Y yo me quedo como suspendido, mirándote. Subís las escalinatas. Te cruzás la cartera en bandolera. Agarrás un folleto que alguien te da en la entrada. Y desapareces tras la oscuridad de la puerta de la facultad.
Son las ocho en punto. Pienso tomar un café antes de llevar tus cosas a la pensión y seguir el viaje.