Texto: Marco Andrés Quelas
Lectura: Agustín Cammisa
Ilustración: Julieta Karaman
Copello vivía a la vuelta de mi casa. La primera vez que lo vi, yo había salido a la vereda. Estaba haciendo tiempo hasta que mamá me diera plata para hacer unos mandados. Iba al almacén, a la panadería, a la carnicería y a la verdulería. Y volvía lleno de bolsas. A mí no me gustaba. La mayoría de mis amigos no hacían los mandados. Dormían hasta tarde y cuando se levantaban ya estaba el trabajo hecho. Pero en casa era distinto, había que colaborar.
El hombre pasó arrastrando los pies y me miró fijo. Sus ojos eran acuosos y amarillos. La panza aparecía por debajo de su camisa gastada. Tenía la cara renegrida y lustrosa, como las personas que pasan mucho tiempo sin bañarse. Bajé la mirada y me metí adentro, justificándome porque mamá no salía y se hacía tarde para hacer los mandados.
Más tarde, hablando con mis amigos, me enteré de que nadie sabía de dónde había venido. En el barrio corrían varios rumores. Que tenía una tapicería en el Gran Buenos Aires y se había fundido. Que vivía en el campo cerca de Pila y había abandonado a su mujer y a su hija. Que ellas habían muerto hace unos años en un accidente. Que él las había matado…
La casa de Copello era muy vieja. Estaba sin revocar y los ladrillos se asomaban donde faltaba la argamasa original que los mantenía unidos. Adelante había un pequeño cuadrado de tierra y pasto sin cortar que no tenía ninguna planta. La casa daba a un boulevard y enfrente estaba la plaza. En el centro de la plaza había una montaña con una pendiente empinada por la que nos tirábamos con mis amigos en bicicleta.
Copello hablaba poco. Una vez, de lejos, pude oírlo: sus palabras parecían gárgaras.
Solo lo veíamos salir de la casa cuando iba y venía del almacén con una damajuana. Llevaba unos pantalones grises sujetos por un cinturón finito y gastado. Sus zapatos tenían las suelas despegadas y estaban raídos, como los de un viejo payaso. Tenía la cabeza redonda y grande, como la de los próceres de los billetes y su nariz llena de poros parecía una naranja.
Nadie sabía cuántos años tenía. Para nosotros era simplemente un viejo. Nadie se acordaba, tampoco, cuándo lo habíamos empezado a molestar.
Una tarde dejamos las bicicletas tiradas en la plaza y entramos por el costado de la casa. Lo vimos dormido bajo la galería, en una mecedora de paja. Jadeaba fuerte. Cuando abrió la boca pudimos ver los dientes negros y amarillos y sentimos el olor fermentado de su aliento llenando nuestros pulmones. ¡Copello!, ¡Copello!, ¡Copello!, gritamos y salimos a la carrera, trastabillando, muertos de risa y de miedo.
En casa nadie hablaba de Copello. Cuando yo preguntaba mamá me contestaba que no me le acercara, que lo dejara tranquilo.
Copello no era como papá ni como los padres de mis amigos.
Todas las semanas lo visitaba una mujer corpulenta de pelo lacio y negro y mejillas redondas. Casi siempre le llevaba una caja con alimentos: fideos, lentejas, polenta, latas de conservas. Nosotros dejábamos la pelota o las bicicletas y observábamos lo que pasaba, desde la plaza. La mujer entraba sin golpear y se quedaba media hora o cuarenta minutos adentro. Después salía con una bolsa grande en la mano y caminaba con paso rápido hacia la esquina.
Una tarde en que Copello fue al almacén entramos a revisar su casa. La puerta estaba sujeta con un alambre y solo hizo falta empujarla. Adentro había olor a vino y a humo. En la pieza había una cama de fierro, como las del hospital. Al costado, un calentador a kerosén prendido. Junto a la cabecera de la cama, una vieja mesita de luz, con un cajoncito. El piso, de madera, estaba sucio. Algunos listones faltaban y quedaba un hueco alargado y oscuro. La pintura de las paredes estaba descascarada y cubierta por hongos y manchas de humedad. Desde el techo colgaba un cable largo que terminaba en un foquito que daba una luz amarilla, tenue. En la cocina había un anafe conectado a una garrafa con una manguera de goma. Adentro de la pileta encontramos algunos utensilios: una sartén, un vaso de aluminio, una cuchilla sin mango y algunos tenedores. Todas las ventanas estaban cerradas. En penumbras, desde la puerta, pudimos entrever el comedor y la mesa. Las tres sillas, distintas entre sí, estaban en la pieza.
En el patio, frente a la galería, había un cuadrado de tierra carpida mezclada con cáscaras de papa, frutas podridas y yerba. El lugar estaba húmedo. Unas lombrices coloradas y finitas se removían entre los desperdicios (a veces salían hombres con una lata o una bolsita llenas de lo de Copello: iban a comprarle carnada o se la canjeaban más tarde, por pescado).
Antes de salir revisamos la mesita de luz. Encontramos unas fotos y las hojeamos rápidamente, por miedo a que Copello nos sorprendiera. Estaban muy gastadas. Me acuerdo de un hombre y una mujer con un bebé en brazos. Un río. Un camino polvoriento. Árboles.
Una tarde éramos cuatro o cinco y entramos por el costado de la casa. Cuando lo vimos empezamos a gritar ¡Copello!, ¡Copello!, ¡Copello!, y salimos corriendo. Cruzamos a la plaza a toda velocidad y mis amigos se detuvieron de repente sobre el boulevard. Yo seguí para alcanzar la plaza. Entonces vi el auto de la policía que frenaba a medio metro de mi cuerpo.
−¡Correte, pendejo, o te llevamos! −vociferó el que manejaba sacando la mitad del cuerpo por la ventanilla.
Nadie quiso seguir jugando.
Nos volvimos, caminando despacio, a nuestras casas.
En la plaza, junto a las bicicletas, les pregunté a mis amigos qué les parecía Copello.
−Un borracho.
−Un croto.
−Un chiflado −me respondieron.
Y mi abuela, más tarde:
−Es un hombre que no tuvo suerte.
Eran las dos de la tarde. Había almorzado y salí al patio a comer una naranja. Mamá estaba en el colegio, papá tampoco estaba. Sonó la sirena de los bomberos. Un ahogado, pensé. Y después: un accidente. Oí la sirena que se acercaba y pasaba por la esquina. Salí. Di la vuelta manzana corriendo.
La autobomba estaba frente a la casa de Copello. Me acerqué.
La casa estaba ardiendo. Un bombero me indicó que me mantuviera alejado. Los vecinos habían salido de sus casas y miraban desde el boulevard. Los bomberos habían roto la ventana de la pieza y tiraban agua por el hueco. De la casa salía un humo negro y espeso.
Llegó la ambulancia.
Sacaron un bulto encima de una camilla. Contuve la respiración. Lo cargaron en la ambulancia y se lo llevaron. Me acerqué a un vecino y le pregunté qué sabía. Cuando vieron el humo habían llamado a los bomberos. Las llamas ya estaban altas. El fuego empezó con el calentador, quizás, y las maderas del piso hicieron el resto. Copello se había envuelto en unas frazadas y se había acostado en la cama.
Yo tenía algo trabado en la garganta.
Los vecinos formaban grupitos sobre la vereda y comentaban el accidente, incrédulos, mientras los bomberos terminaban de apagar las maderas carbonizadas del piso y del techo.
Crucé a la plaza.
Me senté en la pendiente de la montaña, frente a la casa destruida de Copello.
Mis amigos no estaban.
Pero poco a poco comenzaron a llegar.