Texto: Rocío Cortina
Lectura: Diego Tomasi
Ilustración: Virginia Piñón
Antes de salir miro la bolsa que preparó mamá. Es de cartón, con el fondo y las manijas fuertes. No puedo saber qué hay adentro porque las manijas están unidas con cinta adhesiva ancha. Pienso que debe llevar el regalo para mi tía o algo dulce para el café.
Al cumpleaños de la tía Mirta hay que llegar puntual. Quiero quedarme en casa solo o hacer algo con los chicos pero no hay chance. Caminamos hasta la parada del 19. Román, mi hermano mayor, va adelante. Esperamos quince minutos hasta que llega el colectivo. Román sube y saca los boletos. Mamá está más arreglada que de costumbre. Lleva puesto un jean ajustado y unas botas altas. La odio, pero me sigue gustando cuando se arregla. Román y yo tenemos la misma ropa de todos los días. Él, la camisa a cuadros roja y azul con la campera negra. Yo, el buzo azul, uno de los pocos que me quedan bien. Últimamente todo me va chico y mamá dice que estoy gordo.
Mamá se va a un asiento doble con Román. Él sostiene la bolsa y ella pasa del lado de la ventana. Elijo un asiento individual, cerca de ellos y leo el diario de deportes del día anterior. Me concentro en la lectura pero de vez en cuando no puedo evitar mirarlos.
Hace rato que el colectivo ya pasó Puente Saavedra. Estamos en Capital. Vamos a doblar por Monroe. A esa calle se mudó Emilio, un ex compañero del colegio. Fue en la misma época en que papá se fue de casa, hace tres años. Siempre me acuerdo de Emilio. Podría buscarlo en Facebook. En papá prefiero no pensar.
El viaje pasa rápido. Cuando me quiero acordar, Román toca el timbre. Bajamos él, mamá y yo, en ese orden. Como siempre que vamos por la calle, mi hermano le pasa una mano por el hombro a mamá.
***
La tía Mirta nos recibe con una porción de pizza en la mano. Se acerca para darme un beso. Veo sus dedos engrasados y esquivo la mano que quiere poner en mi hombro.
La tía Mirta es la ex cuñada de mamá y la hermana de papá. A él dejó de verlo hace años, igual que nosotros. Está separada. Mamá dice que yo conocí a su ex marido, pero que no me acuerdo porque era muy chico. No tuvo hijos.
Caminamos los tres hasta el living y vamos encontrando a sus amigos y a algunos parientes. Hay poca luz. Me acerco a la mesa a buscar algo de comer. Encuentro una bandeja plateada con canapés. Me toca uno de tomate, queso crema, nuez picada y algo dulce que parece miel y no tiene nada que ver con una cena. Trago rápido y empujo con Coca Cola. Mientras miro dónde hay algo más rico, encuentro a Román apoyado contra la pared que da a la cocina.
Una mujer flaca y fea ayuda a la tía con las pizzas que saca del horno. Se acerca a nosotros con una bandeja y nos ofrece. Está muy maquillada. Agarro dos porciones, una de cebolla y otra de queso y tomate. Hago de cuenta que una es para él, pero me la como yo.
–Ahí hay unas pibas que parecen de tu edad –le digo a Román.
–¿Y?
–Están buenas. Hablales.
–¿Para qué? Hablales vos si te gustan tanto.
Román es flaco, más lindo y más grande que yo. Podría encarar a las chicas de la fiesta. Pero no, es tímido o maricón. Lo veo nervioso. Al final se queda apoyado sobre otra pared, como si la estuviese sosteniendo. Mira a mamá. Ella habla con un hombre canoso, vestido de jean y saco beige. Parece divertida. Si encuentra un novio se arreglarían varias cosas en nuestra familia. Ella dejaría de estar tan pendiente de nosotros; Román dejaría de estarle atrás como una mosca.
***
Doy vueltas por el living y paso más desapercibido que antes. Agarro un plato con papas fritas. Me las como todas. Rescato algunos cuadraditos de queso de una picada que nosotros ni vimos. Pizza no hay más. Encuentro una botella de Fernet recién abierta. Preparo un vaso con bastante Coca Cola y con bastante hielo, para que no sea muy amargo. Lo tomo de un solo trago. Preparo otro, esta vez con menos Coca. Camino hasta la otra punta del living con el vaso espumoso en la mano. Me quedo en una esquina desde donde puedo ver bien todo.
Entonces me fijo en Román, que se mete entre mamá y el canoso de saco beige. Román es un tarado. Habla levantando el dedo índice, mamá mueve la cabeza como diciendo que no. A Román se le desfigura la cara, abre los ojos bien grandes, estira el cuello hacia adelante y cuando quiere hablar, escupe. Mamá también se transforma, aunque un poco menos. Empieza a restregarse las manos como si se pusiera crema, mueve las piernas aunque está siempre parada en el mismo lugar. Román se arremanga. El canoso se queda mirándolo. La gente que está a su alrededor da un paso hacia atrás.
De pronto alguien apaga una de las dos lámparas que iluminan el living. Se escuchan chiflidos. Viene la mujer flaca y fea con una torta en la mano. La tía Mirta, que está en el centro del living, abre la boca grande y grita un poco. Las velas de la torta, un cinco y un cero fucsias, ya están encendidas. Dejo de ver a Román y a mamá. Cantamos el feliz cumpleaños. Cuando llega el momento de decir el nombre, algunos dicen Mirtita en vez de Mirta.
Después un hombre vuelve a encender la luz y la tía se me acerca para darme un pedazo de torta. Aprovecho para preguntarle qué pasó con el tipo canoso.
–El del saco beige es Aldo, mi ex marido, tu ex tío. Román se puso celoso porque hablaba con tu mamá, una pavada –me cuenta la tía.
La tía tiene algo raro. Lleva los labios pintados de rojo, una remera azul ajustada y una pollera blanca. Antes no estaba vestida así. Y lo mejor: dos porras plateadas en la mano. Miro de nuevo, a ver si me equivoco; el segundo vaso de fernet siempre me marea. Pollera muy corta con tablas, zapatillas botitas blancas como las que usan mis compañeras de colegio. La tía se puso un disfraz y se convirtió en porrista. Parece un personaje de las películas que dan por cable los sábados a la tarde.
–No me voy hasta que no me digas que estoy divina –me dice.
Le miro el escote. Tiene tetas grandes.
Se va rápido a seguir sirviendo torta. El canoso, ese ex tío que no recuerdo, enfila para la puerta. Devoro mi porción. El dulce de leche debe ser La Serenísima. Mamá lo compra a veces. A mí sólo me deja comerlo en la merienda. Román puede todo el día. El bizcochuelo tiene algo con alcohol. Podría ser licor. Afuera es de chocolate y almendras o nueces picadas. Me tocó una cereza. Me encantan las cerezas, me apuro a comerla pero me atraganto. Necesito tomar algo. Voy hasta una mesa ratona donde hay algunas bebidas. Encuentro Seven Up. Inclino el vaso para servirme y siento que alguien me agarra de la cintura; parece una mano chica. Después un plástico blando me envuelve las mejillas, el mentón, parte de la nariz y la frente. Debe ser el infeliz de Román. Un elástico se me clava en la nuca, casi con dolor. Muevo los codos hacia atrás para golpear al idiota de mi hermano. Logro sacarme eso de la cara, pero en el forcejeo me vuelco el vaso encima. Cuando miro para atrás, ya no hay nadie. Tengo una máscara de Iron man. Me la saco y la apoyo sobre la mesa ratona.
***
Mientras busco a Román veo a una mujer con un vestido negro con flecos, medias negras, zapatos altos. Lleva una pluma en la cabeza y un collar de perlas largo. Sostiene un cigarrillo apagado. De repente se pone a bailar con la tía Mirta. Las veo a las dos juntas y entiendo: ella también está disfrazada. Todos aplauden. Termina la música y la mujer se saca el gorro. La miro mejor. Es mamá. Parece una puta. Siempre haciéndonos pasar vergüenza. Me acerco a ella, con bronca.
–Mamá, ¿Qué hacés? –le grito.
–¡Bailo! ¿No ves? Vení, bailá conmigo –dice, y me agarra de la mano.
–Ni loco. Sacate eso –le ordeno.
–No seas bruto. Es un disfraz de bailarina de Charleston, lo alquilé especialmente para los cincuenta de la tía. Me salió carísimo. Mirá que lindos los flequitos –se ríe, mueve la pollera como una nena, y me da bronca.
–Parecés una puta –digo.
Me alejo de ella. La odio más que antes.
Román, en lugar de decirle algo, le festeja. Se le acerca. Yo no quise bailar, pero él sí. Mamá pone sus manos rodeándole el cuello y deja la cara sobre el hombro de él. Se mueven para un lado y para otro.
***
Estoy otra vez cerca de la cocina. Elijo una silla vacía y estiro las piernas sobre una banqueta. Busco mi teléfono, me pongo los auriculares y juego hasta que me duermo.
Cuando abro los ojos, la tía descansa en el sillón verde. Al lado suyo están las porras plateadas. Voy hasta el pasillo y en el perchero encuentro la bolsa que trajo mamá. Adentro está la máscara de Ironman. Me la pruebo. Voy a salir volando de este lugar.
Escucho un ruido. Asomo la cabeza y distingo la espalda de Román. Sale del cuarto de la tía. Mamá lo sigue. Caminan hacia la puerta de calle. Ella todavía tiene ese vestido de puta. Él la ayuda a ponerse el abrigo y la toma de la mano. Cuando mamá está por cerrar la puerta, me ve.
–Esta noche te quedás acá –me dice, y sale con mi hermano.
La tía sigue sentada en el sillón verde. Ronca. Tiene la cabeza inclinada hacia un costado; parece que se le va a caer. Me siento a su lado. Con la máscara puesta soy de acero. La miro un rato y al final decido tocarle el hombro. A ver si cambia de posición y deja de roncar. Ella está tan dormida que no se da cuenta de eso ni de la pollera blanca de porrista levantada. Ni de mi mano, que se la sube todavía más. No se da cuenta de la remera azul, tan escotada, que tironeo desde el cuello hasta bajarla, despacio, y ver su corpiño negro. Entonces ella por fin se despierta. Abre los ojos, los tiene chiquitos. Me mira y no entiende. O se hace la que no entiende. Con los ojos todavía cerrados se desabrocha el corpiño negro, que cae sobre su pollera. Después, su mano se acerca a mi cara. Me acaricia por encima de la máscara. Toma mi mano con la suya y la lleva hacia la bombacha. Vamos a jugar un rato, me dice. Nos volvemos a mirar.