Texto: Gabriela Urrutibehety
Lectura: Maru Drozd
Ilustración: Darío Mekler
La pared era todo lo blanco que se puede ser. Según el reloj que marcaba los segundos con persistencia de bongó, yo había pasado tres horas en ese asiento. Me dolía la espalda y no sentía las piernas, aunque la derecha no había dejado de movérseme desde que me dijeron espere acá.
Al fondo del pasillo, una puerta con dos ojos de vidrio. No se veía a nadie, pero salían ruidos de detrás de las paredes, de los rincones: ruedas metálicas marcando las juntas y los desniveles del piso, ventanas y batientes de madera cerrándose de golpe, objetos de acero rebotando en el suelo. Un timbre, una sirena, el arranque de un motor. Y las voces sin cuerpo que traían nombres, chistes, órdenes.
Cuando apareció el médico, sólo vi una mascarita verde. Mientras recorría el pasillo hacia mí, se bajó el barbijo que no por eso dejó de cubrirle medio rostro. Yo no podía quitar la vistadel gorrito floreado que tenía montado en la cabeza calva. Me puse de pie como por un resorte y trastabillé sobre la pierna izquierda adormecida.
-No hubo nada que hacer. Está todo tomado. Como un incendio, un verdadero incendio.
Clavé los ojos en el piso y vi sus zapatos disfrazados con unas bolsas blancas. La puerta se abrió y aparecieron unos pies sobre una camilla arrastrando tras de sí una figura celeste con cofia. Por el otro extremo de la manta aparecía la cabeza dormida de mi padre. Una mascarilla azul le insuflaba oxígeno y una bolsa de suero se bamboleaba sobre su barriga. No parecía él, tan quieto.
Habíamos pasado la mañana, mientras esperábamos el turno del quirófano, leyendo las necrológicas de La Nación. A mi padre le encantaban: armaba historias a partir de los nombres y los datos que figuraban allí. Estuve varias horas leyéndole avisos fúnebres de personas ricas. Se detuvo un rato largo en recordar a todos los parientes de un nombre que le sonaba vagamente familiar.
-Es carnaval hoy -me dijo de repente.
Y habló de los bailes a los que iba cuando era joven y de las mujeres con las que había bailado. En el televisor sin volumen, el desfile de una comparsa en Gualeguaychú.
-Cuidate esa tos, dejá el pucho -me recomendó cuando vinieron los camilleros a buscarlo.
Ahora el médico me hablaba, la boca apenas asomada sobre el barbijo, como si fuera un antifaz desubicado. La camilla en el pasillo, el suero como una guirnalda.
-Va a terapia intensiva. Tardará un poco en despertarse todavía. Si quiere, puede pasar a verlo un minuto.
No quise, por miedo.
Afuera era noche cerrada. Los árboles frente a la clínica tapaban las luces de la calle. A pesar del calor de febrero, soplaba cada tanto un viento fresco. La primera ráfaga me trajo un estremecimiento; la segunda, música. El carnaval se ponía en marcha.
Desde el este se oíanruidosos grupos de gente a la que la noche le quitaba el rostro. Cuando pasaron junto a mí, aflautaron la voz y me dijeron cosita hermosa: estaban vestidos de mujer y tenían la cabeza tapada por un trapo blanco con tres agujeros. Se pasaban una botella, entre carcajadas.
Di una vuelta para evitar el recorrido del corso. Caminé por calles oscuras, llenas de personas que bajaban hacia la luz, hipnotizadas. Crucé chicos excitados perseguidos por madres que intentaban ponerles un abrigo. Encontré otras máscaras que, esta vez, me ignoraron. Casi me atropellan tres muchachos con torsos desnudos que empujaban un carro de dos ruedas lleno de tambores. En una esquina tuve que esperar a que pasara un tractor que tiraba un carro adornado con hojas de palma y cañas tacuaras. Un toro de lona negra amenazó cornearme en medio de risotadas e insultos.
Mi casa era un horno, como si hubiera acumulado todo el calor del verano. Cada vez más fuerte me llegaba el ruido del carnaval.
Abrí la tapa del lavarropas y vacié en él una bolsa con un pijama, unos calzoncillos, unas medias que me había dado una enfermera en el sanatorio. A oscuras busqué el jabón y se derramaron, desde el armario donde debería haber estado la ropa limpia, una camiseta a rayas, un enorme pantalón con tirantes, una levita roja y negra, una peluca naranja. Sobre el piso armaron un payaso desinflado, como las marcas de los cadáveres en las películas policiales.
El lavarropas tosió, se sacudió un poco y empezó a girar. La ventanita redonda reproducía mi cara, abofeteada a través del vidrio por los trapos sucios de mi padre. Y el traqueteo del lavado le hacía eco a mi tos.
El disfraz de payaso parecía lo único normal en esa noche de incendio y ruido.
Tardé un minuto en vestirme. Con furia, me cubrí la cara de pintura blanca y me dibujé una boca roja como una llamarada. Me crucé los ojos con dos líneas negras, agregué una lágrima a una mejilla y salí hacia el fuego del carnaval.
La murga estaba aprontando en una esquina oscurecida por los árboles. Cien metros más allá, el resplandor del inicio del corso. Las máscaras parecían seres a medio camino entre este mundo y otro apenas atisbado. Monstruosamente pintados y vestidos, fumaban, bebían cerveza, meaban contra un árbol. Las acciones cotidianas, pasadas por el tamiz del disfraz, adquirían una dimensión inquietante. Miré el arco que indicaba el comienzo del desfile y pensé que, atravesándolo, se terminarían las ambigüedades.
Me mezclé entre los bailarines. Nadie me preguntó nada. Me dieron un estandarte: apoyé la caña en la cadera y probé el vuelo de la tela por todo el ancho de la calle. Sentí el esfuerzo en los brazos y el aletear de las lentejuelas entre las ramas de un árbol bajo. La tela planeó por sobre gorros y pelucas, casi cortando cabezas. Abandoné el trapo en otros guantes más entusiastas.
Contra una pared tosí, el pecho desgarrado. El sudor me corría el maquillaje. Cuando me repuse, volví al lugar donde se preparaba el desfile.
Los tambores fueron levantando temperatura hasta que alcanzaron el ritmo inicial. Un silbato sonó y todos obedecieron la orden de transformación. Cada uno buscó su sitio y esperó el segundo toque. Me costó poco encontrar una fila donde ubicarme.
El aire olía a humos suaves e intensos a la vez. El aire olía a sudor de cerveza y brillantina. El aire olía a niebla de teatro y nieve artificial. El aire olía a gloria.
Tres silbidos sucesivos y se inició el desfile. Arqueé el cuerpo, un brazo adelante, otro, los dos arriba. Un pie, el otro, patada. Sentí una especie de desgarrón entre las costillas, pero inmediatamente busqué a mi compañero de la derecha, a la bailarina de la izquierda y armonicé el paso con ellos. Nos aprestamos para avanzar.
El arco de guirnaldas y lámparas de colores que abría el recorrido comenzó a acercarse: me dejé engullir en el delirio iluminado, como en un mareo final.
La calle alzaba sus veredas hasta envolverme. Los tragafuegos me anestesiaban con el olor a kerosén. Bocas, brazos, piernas me arrastraban hacia el borde y me devolvían al centro de la escena. Una rueda solitaria que continuaba hacia arriba en unas piernas rayadas corcoveó demasiado cerca y me desparramé en el piso. Boca arriba, vi cómo los bailarines me rodeaban en un círculo que se iba apretando al son de los tambores. Cada vez más cerca, los cuerpos sudorosos, los gritos acompasados, los antifaces refulgentes. Las piernas me rodeaban y me impedían escapar. Manos enguantadas se abalanzaban intermitentes sobre mi rostro blanco de boca deforme. Las llamaradas sobrevolaban cerca del cielo que se iba achicando sobre mi cabeza aplastada en el suelo.
Me puse de pie y volví al centro de la mascarada. Los repiques aceleraban el ritmo y los golpes no dejaban intervalos de silencio. Un diablo me pinchaba con un tridente rojo sangre. Un monstruo de goma me azuzaba con gritos guturales. La esfera de un reloj con brazos, piernas, ojos y bocame espantó. Un antifaz con plumas me cosquilleó bajo la nariz. Hiperbólicas tetas de plástico me sofocaron en su menear. Una careta de viejo me trajo a mi padre y tuve que cerrar los ojos. El paroxismo del tambor coincidió con mi grito tapado por brillos en espasmo. Caí en medio de la calle sobre mi culo almohadonado de payaso. Las manos de los espectadores se soltaron en aplausos que me sacudieron la garganta. Un chico se arrojó desde el público y me pateó en el suelo. Un brazo de mujer me lo extirpó de encima en medio de carcajadas. Un rayo me atravesó el estómago. Me quedé sin aire: me quemaban los pulmones. Mi cerebro flotaba debajo de la peluca naranja.
Un toque de silbato ordenó cambio de ritmo. Los bailarines se recompusieron en prolijas escuadras. Gateando entre piernas fulgurantes y alpargatas bordadas, logré escabullirme, jadeante.
Caminé unos cien metros lejos del corso y me senté resoplando en el cordón de la vereda. Un borracho meaba abrazado a un árbol, mientras cantaba “soy feliz, soy feliz/ vamos, que la vida es una fiesta”. Una hilera de gallardetes, liberada una punta, se arrastraba desde lo alto del cable de la electricidad hasta el asfalto mugriento. Tarros vacíos de nieve artificial se perseguían en medio de la calzada. Nada estaba quieto, aún en la oscuridad del margen.
Respirar se me hacía cada vez más difícil. El borracho vomitó a mi lado: por contagio, una arcada me subió desde el estómago y me convulsionó el tórax. El gusto a bilis se me derramó en la boca. Maldije al recordar que no había comido nada en todo el día: los espasmos del vómito se propagaban en el vacío de mis tripas y mi cabeza. Si al menos tuviera algo que devolver, pensé. El sudor que me bañaba sucesivamente se helaba y hervía.
Pasó de regreso el carro con hojas de palma: sobre una chapa humeaban brasas consumidas que desparramaban olor a vino barato y grasa de chorizos. Un mamarracho bamboleaba un par de piernas peludas bajo una falda brillosa: tomaba del pico de una botella a través de una careta de tela. Cantaba a voz en cuello y cuando pasó junto a mí me arrojó un pan mordisqueado, en medio de una carcajada hiposa. El que manejaba el tractor se dio vuelta y me miró a los ojos: la cara de mi padre reía desde el asiento abierto al aire de la noche. Pegué un grito. El tractor siguió su marcha. Aterrizó a mi lado un zapato con el tacón quebrado. El mamarracho siguió bebiendo, mientras revoleaba un bolso de mujer con su mano libre.
La noche se puso más oscura: el ruido del corso se retiró a segundo plano, como si estuviera dentro de un balde de plástico. El cuchillazo del pulmón se hizo más agudo. El estómago retomó su espasmo. Las piernas empezaron a sacudirse por su cuenta. Pasó un enmascarado negro, un esqueleto viviente y una mujer enlutada con una guadaña. Un tragafuego me lanzó el aliento de una llamarada residual. Me tomé la cabeza con la mano y pedí auxilio a los gritos.
Dos mascaritas con guardapolvos blancos y estetoscopios de juguete llegaron corriendo con una camilla desvencijada, aullando como una ambulancia. Me rodearon ululando chuscamente, hasta que con una pirueta pusieron la camilla a mis pies.
El médico sacó un inmenso termómetro de pared de madera y con gran aspaviento me puso una mano en la frente: la retiró al instante con fingido alarido de dolor. Una enfermera con tetas de cartón y zapatillas pintarrajeadas me hizo una reverencia y me tendió la mano.
Con mucho cansancio, me acosté y les pedí que a mí también me llevaran a terapia intensiva.