Texto: Andrea Arismendi
Lectura: Laura Miró
Ilustración: Andy Leimontas
Mis pupilas se dilatan todo el tiempo. No sé si aman la luz o le temen tanto que embrollan sus funciones y nada puedo hacer para controlarlas. Músculos circulares, músculos radiales, anisocoria, fiebre, fantasmas. Hay partes de mi cuerpo que se conducen de manera ajena a mi voluntad e ignoro cómo podría dominar esas reacciones tan frecuentes y que a tanta gente causan fascinación o perplejidad. Mis pupilas, especialmente, confunden, horrorizan. Cada vez que esto ocurre, la realidad se desmorona ante mis ojos. Los delirios y el pánico diurno se tornan obstinados, vívidos, mucho más conscientes que en la parasomnia nocturna. Imágenes desconocidas pasan en flashes, intermitentes, duplicadas: gente borrosa que se hunde de pie en la arena y me sonríe con gestos decadentes; memorias de rostros entrevistos, ancianos, deformes, estirados por la brisa marina que los aplasta y los deja como a una medusa en la costa; la gotera constante de la ducha como un oleaje furioso; el sonido imposible de la gaviota en mi baño.
No me hace falta droga alguna para alucinar. Mi mente se ensaña infatigable con esas ilusiones y no importa si estoy con mis amigos o estoy sola (incluso, ahora que escribo, algo está asomando desde la oscuridad más absoluta de mi pupila izquierda). Ellos no conocen la magnitud de mis ficciones pese a que se asombran ante la singular actividad de mis ojos. No saben que en mi mirada cambian de formas, de colores, de texturas. A veces se vuelven animales u objetos. A veces parecen de papel o de roca, o acompañados de algo más que los envuelve, algo desconocido que viene a distanciarlos, a llevarlos a otro lugar.
Anoche vino Jonás a casa como todos los jueves. Los dos inventamos un juego fonético y elegimos ese día para nuestros encuentros solo por el pequeño placer de tener algún secreto intelectual, aunque insignificante. Nos inclinamos gustosos al juego con el sonido de esa letra híbrida. Se parece tanto a la i, sin embargo, suena como el vapor cuando recién comienza a salir de la caldera, como el puma cuando percibe la amenaza. Repetimos la broma sonora con una jerga insólita, única. Cómplices en la búsqueda, nos instalamos en un espacio del lenguaje, novedoso y compartido, donde se suceden centenares de palabras que suenan igual al viento nocturno, pesado de salitre. Mientras él corta cebollas o zanahorias para acompañar el pescado, algo aparece siempre. Mientras, voy y vengo entre los textos, entre la música, charlando por la casa y con la casa, intentando encontrar ese vocablo novedoso, antes no utilizado.
Anoche hubo algo más. En ese deambular por la casa comencé a oír un sonido desconocido, nuevo. Intenté ubicar su origen y se hacía más intenso a medida que creía acercarme a la fuente, pero al llegar al lugar, cambiaba de habitación y tenía que salir tras él como si se estuviera escondiendo de mí. De pronto, al pasar por una de las habitaciones pude desde el corredor entrever algo, una visión inusual que me distrajo de mi objetivo y me hizo encauzar el rumbo: la imagen de una mujer bailando se presentó violentamente en el centro de una de las piezas de la casa. Rondaba los setenta y cinco, tal vez ochenta años. Era la personificación del rostro de la vejez y tenía la fuerza de un espectro. Su ropa, algo así como un vestido de seda liviano de color marfil, se movía delicadamente en torno de su cuerpo menudo y ligero. El cabello blanco estaba erizado como un puerco espín. Sentí que unas pequeñas partículas de arena se metían en mis ojos y los dañaban. Pensé que una tormenta se avecinaba. Con lentos movimientos comenzó a bailar al ritmo de una melodía que enseguida reconocí y que se perdía por momentos entre otros sonidos. Mi mente se deslizó acelerada al pasado hasta un atardecer de la infancia en una playa fría y borrosa. Era una canción de Skip James, tan vieja que suena aún en mí con saltos de púa de tocadiscos y ruido a papel celofán arrugándose. Paralizada, intentaba recomponer en mi memoria cada letra de la canción que reconocía como íntima, familiar. La visión me absorbió tanto que lentamente fui girando, sin dejar de fijar mis ojos en los suyos. Girando, atrapada en la maravilla, asumiendo el ritmo e intentando que no se esfumara como el resto de las imágenes que mi mente crea.
–Mis pies –me dijo–. Mirá mis pies.
Bajé la vista, pero no los vi. No tenía pies y ese impacto tétrico me encegueció. Caí al suelo entre lágrimas de horror y el ardor que me provocaba la arena. Inesperadamente, la mujer cayó frente a mí y desapareció en la arena. Palpé la madera del piso buscándola. No había nada. Salí corriendo de la habitación para contarle a Jonás, mientras lamentaba mi pérdida a gritos, pero ya era tarde, la ballena otra vez se lo había tragado.