Texto: Claudia Piñeiro
Lectura: Maru Drozd
Ilustración: José Villamayor
Ella se dispone a atar la bolsa de plástico negro. Tira de las puntas para hacer el nudo. Pero las tiras resultan cortas, llenó demasiado la bolsa, ya ni sabe cuánto ni qué metió dentro para llenarla, todo lo que encontró dando vueltas por la casa.
Levanta la bolsa en el aire desde sus bordes y la mueve arriba y abajo con golpes cortos y secos para que el peso de la basura comprima el contenido y libere más espacio para el nudo. La ata dos veces, dos nudos. Comprueba que el lazo haya quedado firme tirando del plástico hacia los costados. El nudo se aprieta pero no se deshace.
Deja la bolsa a un lado y se lava las manos. Abre la canilla, deja correr el agua mientras carga sus manos con detergente. Cuando era chica, en su casa, no había detergente, cuando había usaban jabón blanco, ella ahora tiene, se trae del detergente que compran por bidones en el trabajo. Llena una botella vacía de gaseosa y la mete en su mochila. Tampoco había bolsas de plástico cuando era chica, su abuela metía en un balde todos los restos que podían servir para abonar la tierra o para alimentar las gallinas, y lo que no lo quemaba detrás del alambre, sobre el camino de tierra. Al balde iban las cáscaras de papas, los centros de las manzanas, la lechuga podrida, los tomates pasados de maduros, las cáscaras de huevo, la yerba lavada, las tripas de los pollos, su corazón, la grasa. Desde que vive en la ciudad, en cambio, usa bolsas de plástico, bolsas del mercado o bolsas compradas especialmente para cargar basura como la que acaba de atar. En una misma bolsa mete todos los restos sin clasificar, porque donde vive no hay gallinas, ni tierra que abonar.
Cierra la canilla y se seca las manos con un repasador limpio. Mira el reloj despertador que dejó esa tarde sobre la heladera, es hora de sacar la bolsa a la calle para que se la lleve el camión de la basura. Camina por el pasillo angosto que comparten todos los vecinos. Colgando de la mano izquierda lleva la bolsa agarrada con fuerza por el nudo; debe dejar la bolsa en la vereda apenas unos minutos antes de que pase el basurero. En la mano derecha lleva el manojo de llaves que le pesa casi tanto como la bolsa. El llavero de metal es un cubo con el logo de la empresa de limpieza para la que trabaja, de la argolla plateada cuelgan las llaves del edificio y de cada una de las cinco oficinas que limpia, las llaves de un trabajo anterior a donde ya no va, las dos llaves de la puerta hacia la que camina ahora con la bolsa de la basura golpeando contra su pierna mientras avanza, la llave de la puerta de su casa planta baja al fondo, la del sótano donde guarda la bicicleta con la que va a trabajar su marido cuando tiene trabajo, y la de la puerta del cuarto de su hija, la que acaba de agregar al llavero después de encerrarla.
Cuando llega a la puerta de calle manotea el picaporte pero no se abre, deja la bolsa en el piso, pasa las llaves una a una girando sobre la argolla hasta que da con la correcta. Mete la llave y abre la puerta. Primero una y después la otra; la segunda llave la agregaron después de que entraron ladrones en el departamento “H”. Traba la puerta con un pie mientras carga otra vez la bolsa. En ese corto tramo hasta el árbol donde la dejará para los basureros, la lleva abrazada contra su pecho. Al abrazarla se da cuenta de que la aguja de tejer perforó el plástico y saca su punta hacia ella, como si la señalara. La mira pero no la toca. Gira la bolsa para que la aguja de metal no le apunte.
Cuando llega al árbol apoya la bolsa otra vez en el piso, junto a otras bolsas que otros dejaron antes. Con el pie presiona la aguja para que se meta otra vez dentro de la bolsa de donde no tuvo que salir. La aguja entra hasta que se topa con algo y entonces ella ya no aprieta más, para que no salga por el otro lado y termine siendo peor. Se queda mirando el orificio que perforó la aguja esperando ver salir por él un líquido viscoso, pero el líquido no sale. Si saliera y alguien le preguntara, ella diría que es de cualquiera de las otras cosas que tiró dentro para llenar la bolsa. Pero del agujero no sale nada.
Juega con las llaves mientras espera al camión de la basura. Gira las llaves una a una por la argolla. Es de noche aunque todavía no terminó la tarde, el frío de julio le corta la cara. Se frota los brazos para darse calor. Agita el llavero como si fuera un sonajero. Ya está, ya se termina, quisiera entrar otra vez a su casa a ver cómo está su hija pero no puede dejar la bolsa ahí sola. Teme que alguien husmee en su bolsa de basura buscando algo que pudiera servirle. O un perro, atraído por el olor. Ella sabe que los animales pueden oler cosas que nosotros no olemos; allá donde vivía con su abuela había animales, perros, un burro, gallinas, una vez tuvieron hasta un chancho.
Tiene frío pero no puede irse y dejar que un perro ataque con voracidad la bolsa que acaba de sacar para los basureros. En casa de su abuela había tres perros. Su abuela también usó una aguja, pero no la bolsa de plástico sino uno de los dos baldes. Lo que largó su hermana fue al balde de las gallinas. Ella vio a su abuela sacárselo a su hermana, por eso sabe cómo hacer: clavar la aguja, esperar, los gritos, los dolores de vientre, la sangre, y después juntar lo que salió en el balde y tirarlo a las gallinas. Ella aprendió viendo a su abuela. Y así lo hizo hoy, igual que como se acordaba.
Sólo que esta vez resultará mejor, porque ella ahora sabe qué tiene que hacer si su hija grita de dolor y no deja de largar sangre, sabe dónde llevarla, a ella no se le va a morir. En la ciudad es distinto, hay hospitales o salidas médicas cerca. Su abuela no sabía qué hacer, no había lugar al que llevarla.
Donde ellos vivían no había nada, ni siquiera vecinos. No había manojos con llaves que abren y cierran tantas puertas. No había gente que revolvía en lo que dejaban los otros. Ni bolsas de plástico. No había nada. Pero había gallinas, que se comían la basura.