Texto: Nuria Barrios
Lextura: Dalia Gutmann
Ilustración: Tekaz
Mi abuelo Marcelino era una persona seria que hacía cosas serias que provocaban la risa de toda la familia. Él se reía al vernos reír, pero nunca se le pasó por la cabeza divertirnos. Simplemente, sucedía así. Cuanto más serias sus andanzas, más gracia nos hacían. El día que lo enterramos fue cuando más nos reímos. Su muerte era algo tan serio que se nos saltaban las lágrimas de la risa.
Mi abuelo murió el 23 de abril de 1985. Estaba a punto de cumplir ochenta años y de finalizar el último tomo de la enciclopedia, que había comenzado a leer tiempo atrás por la A del primer volumen. Como ya había estudiado el volumen de la C es probable que sospechara que sufría cáncer, pero el proceso fue tan rápido que, cuando se quiso dar cuenta, la enfermedad lo había devorado con la misma eficacia con que él chupaba las cabezas de las gambas.
Al salir del cementerio, a primera hora de la tarde, los nueve nietos acompañamos a mi abuela a su casa. En aquel piso, de apenas cincuenta metros cuadrados, habían vivido durante más de medio siglo mis abuelos en compañía de sus dos hijos, sus cuatro sobrinos huérfanos y una hermana de mi abuela. La casa, con sus habitaciones diminutas, era como una colmena hecha de celdillas diseñadas para almacenar la mayor cantidad de personas posible. Mi abuela se dirigió gimiendo al cuarto de estar, que había sido en otra época su alcoba, y se dejó caer en un sillón. Los demás nos encajamos en el espacio restante como las piezas de un puzzle. Estábamos tan pegados que ella parecía llorar en el oído de cada uno de nosotros como si estuviésemos abrazándola.
Incapaces de bullir en aquel cuartito, los nietos estábamos rígidos. Rígidos por el dolor de mi abuela. Rígidos por la muerte. Rígidos por el dramático ritual del entierro. En voz baja mi primo mayor comenzó a hablar del abuelo y, en pocos minutos, estábamos llorando todos. Llorábamos a lágrima viva, aún más que en el cementerio, pero sobre nuestros hipidos se oyó la voz escandalizada de mi abuela:
-¡Qué poca vergüenza!
Porque nosotros, los nueve nietos, estábamos llorando, sí, pero de risa.
Mi abuelo no fue a la escuela, pero poseía un espíritu inquieto que le llevó a maquinar inventos a lo largo de su vida. Una mala experiencia con un vendedor callejero le convirtió en lo que era: un fabricante entusiasta de cremas bronceadoras con algunas ideas pioneras y todas las demás bien locas. El sol era la vida para él. Podía pasar horas tumbado bajo el calor más endiablado sin proferir un gruñido. Estar moreno significaba estar fuerte y sano. Hasta en invierno lucía negro como un tizón. Sus experimentos giraban en torno a cómo tomar la mayor cantidad de sol posible sin quemarse. Así le conocimos los nietos, pero antes de que naciéramos su campo de investigación había sido otro. Como sucede a menudo, un fracaso decidió su vocación.
Había empezado a perder el pelo a los diecisiete años y a los veinticuatro no tenía dónde pasarse el peine. Durante mucho tiempo buscó un remedio. Un domingo tropezó en el Rastro con un grupo de calvos. Escuchaban a un individuo con una lustrosa melena negra, que sostenía en una mano un frasco y en la otra un cepillo de crin. Al regresar a casa, siguiendo las indicaciones del vendedor, el abuelo vertió el contenido del frasco sobre su cabeza y se frotó el cuero cabelludo con el cepillo durante veinte minutos. La piel le ardía, pero no cejó hasta cumplir el tiempo. Pasó la noche entre dolores y extrañas pesadillas. A la mañana siguiente, una costra cubría su calva como una boina.
Humillado por las risas de su mujer y de sus amigos, se desprendió del cepillo de crin, pero no de su empeño. Anunciaban entonces una ventosa como el método infalible para perder grasa. La compró y, ante la mirada resignada de su mujer, le mostró cómo funcionaba aquel semicírculo negro, idéntico al desatascador que tenían en el baño. La colocó sobre su voluminosa panza y, cuando hizo el vacío sobre la piel, lo separó. Cuando su mujer abandonó el cuarto con un suspiro, él sonrió y cerró la puerta. Al cabo de un rato, ella lo oyó gritar: se había puesto la ventosa sobre la cabeza para activar la circulación sanguínea y así estimular el crecimiento del pelo, pero no podía separarla. Fue necesario un cuchillo para arrancársela.
El abuelo empezó a usar sombrero y encauzó su energía hacia otro tema de investigación. Sus inquietudes apuntaban siempre muy alto: había fracasado con su cabeza, así que siguió hacia arriba y no se detuvo hasta llegar al sol. A partir de entonces, se centró en lo que sería su pasión: el bronceado. Escuchó en la radio que las rocas de Torrelodones, unos imponentes pedruscos de granito a las afueras de Madrid, eran magnéticas. Entre semana se escapaba de la ciudad para tumbarse desnudo sobre ellas y comprobar si se acentuaba su moreno. En casa lo llamaban loco, pero él sabía que simplemente iba por delante de las modas.
Experimentaba siempre consigo mismo, pero pronto encontró en los nietos un dócil campo de pruebas. Un verano se llevó al monte de paseo a mi primo Rafa, que entonces tenía diez años. Caminaron ladera arriba por la sierra de Gredos. De las heridas de los pinos chorreaba la resina caliente. El abuelo parecía un titán con el cuerpo lustroso y moreno y dos piernas como dos bastos. Rafa se esforzaba en seguirlo, pero pronto quedó atrás. El hombre se detuvo y contempló al niño, tan blanco. Cuando regresaron a casa, el crío brillaba bajo la capa de resina que le había untado para broncearlo. Tenía el mismo color vivo de los bogavantes tras ser cocidos. Al verlo, su madre palideció. El abuelo escapó perseguido por los gritos de Rafa, que aullaba mientras lo despellejaban para quitarle la resina.
Escarmentado por la incomprensión ajena, experimentó en soledad durante una época, pero no pasó mucho tiempo antes de que volviera de nuevo los ojos hacia los nietos. Aparecía con bronceadores innovadores, aunque menos agresivos que la resina. Nos untaba de aceite y vinagre como si fuésemos hojas de lechuga; nos rociaba con una mezcla de limón, insecticida, Coca-Cola y aceite; nos frotaba con algas en la playa… Nosotros huíamos riendo, pero siempre cazaba a alguno.
Cuando sus hijos lo ingresaron por urgencias en el hospital lucía su buen color habitual, a pesar de que llevaba más de un mes muy enfermo y encerrado en casa. Como no podía moverse de la cama, mi madre lo lavó una mañana. A medida que pasaba la esponja, el moreno se iba quedando en la palangana. El abuelo se había embadurnado con sus fórmulas de autobronceado para sentirse sano. Al terminar mi madre, estaba tan blanco como Rafa cuando subió al monte con él. Afortunadamente, no pudo verse en ningún espejo.
Cuando mis padres y mis tíos, vestidos de luto, entraron en el cuarto de estar de la abuela para recogernos nos sorprendieron riéndonos. También se reía mi abuela. La pobre nos dio un beso avergonzado de despedida y nos fuimos. Ya era de noche.