Texto: Pablo Colacrai
Lectura: Nicolás Artusi
Ilustración: Juan Sebastián Amadeo
A Cechu
Hace un tiempo que en el grupo empezamos a jugar a la asociación libre. Las reglas son fáciles: alguien me dice una palabra y yo tengo que ir soltando en voz alta lo primero que se me viene a la mente. Por ejemplo, si me dicen calesita, rápidamente pienso: sortija, caballo, parque, pororó, algodón, nubes, cielo, avión, Ana, Europa; y ahí me quedo porque no sé nada de Europa, ni de Ana desde que se fue, así que ya no puedo asociar. Pero también podría haber optado por otro camino, después de caballo podría haber dicho gaucho, campo, verde, trigo, amarillo, sol, cielo y otra vez avión y Ana y Europa. Cuando uno juega mucho y no quiere repetirse es complicado. Los senderos se angostan y son cada vez más difíciles de recorrer. Siempre es más fácil andar por donde uno ya estuvo y así, después de cielo, está, indefectiblemente, el avión, Ana y Europa. Cuando me di cuenta de esto empecé a evitar el cielo; para eso no tenía que decir ni azul, ni nubes, ni blanco, ni sol, ni amarillo. Pero no alcanzó. Si después de campo pensaba peón, enseguida venía el ajedrez, la reina y la torre que siempre me lleva a Nueva York, la explosión, los aviones, el avión, Ana y Europa. Las opciones empezaron a acortarse. Cada elección debía ser muy cuidadosa porque la tentación del avión estaba cerca y el avión traía siempre (o se llevaba) a Ana y a Europa, y a partir de ahí no hay más asociación posible porque no sé nada de Europa, porque nunca en mi vida subí a un avión y porque Ana no escribe, ni llama. Así que estoy como encerrado. Lo que se dice comúnmente: un callejón sin salida, con tapiales altos y ni una puerta trasera para escapar a último momento. Y pensar que todo comenzó con un viaje que al principio iba a ser por solo unos días y ahora tengo que dominarme antes de decir cada palabra.
Pero si tenés que elegir tanto, me dijo una vez un amigo, la asociación ya no es libre, sino que es condicionada. Y condicionado, me explicó con paciencia, es lo opuesto a libre. Claro, le decía yo y asentía con la cabeza, entiendo. Pero mientras él me hablaba, yo pensaba que libre se puede asociar con liebre y después: zorro, cazador, escopeta, escupida, saliva, agua, lluvia y cielo… ¡ay! No lo logré. Él seguía mirándome, satisfecho, no sé si porque creía que yo había entendido o porque le había gustado su propio razonamiento. Y yo simulaba que lo había escuchado y que estaba masticando sus palabras; ponía cara de serio, de que eso era importante, de que su nivel de reflexión me había dejado atónito pero, en realidad, por dentro no dejaba de repetir: condicionado, aire, fuego, tierra, cielo… ¡ay! Y otra vez: condicionado, aire, fuego, tierra, cielo…
Parece mentira. Y pensar que antes podía estar días enteros sin reiterar ni una sola de las palabras de una familia. A veces negaba hasta los parecidos físicos de las cosas. Si pensaba unicornio, no decía Pegaso, ni burro, ni mula, ni pony, ni yegua, ni caballo, ni nada por el estilo. Sino que me deslizaba por la sonoridad de la palabra y entonces surgía, por ejemplo, la cadena: unicornio, unívoco, equívoco, esquivo, etcétera. Pero hoy ya no puedo hacerlo más. Mis amigos antes me controlaban el tiempo para ver cuántas palabras enlazaba de un solo golpe sin repetirme, y siempre los sorprendía. A veces sumaban obstáculos y me permitían únicamente palabras que empezaran con la letra a, o que sean esdrújulas o que contuvieran la x. Otras veces debía hablar parado en una sola pierna o sosteniendo una bandeja con copas servidas. Así y todo, nunca les fallé. Y resulta que ahora no paso de la docena sin caer en avión, Ana, Europa y de ahí no puedo salir, porque de Europa no sé nada de nada, en serio, casi ni sé dónde queda.
La semana pasada el juego cambió, no sé de quién fue la idea. En lugar de palabras había que asociar expresiones enteras. La primera, como siempre, me la iban a dar a mí. (Pensándolo bien, soy el único que juega). Esperamos hasta que estuvimos todos. Nos acomodamos y charlamos un rato antes de empezar. Recuerdo que sentí que me estudiaban como si fueran a hacer algún tipo de experimento. Estaban ansiosos y, creo, un poco asustados también. Se les notaba. Al final, llegó la hora. No sé de dónde sacaron la frase, creo que era el título de un poema o de una obra de teatro. No estoy seguro. Pero sí sé, porque me consta, que se esforzaron, que lo hicieron con cariño y sin mala intención, que habían estudiado bien las palabras para intentar alejarme lo más posible del azul, del cielo, de los aviones, de los viajes, de las distancias, de Ana y de Europa. Prepararon el cronómetro y uno de ellos me dio el pie. Cuando me dijeron, casi me gritaron, “fruta regurgitada” no me sorprendí, ni me alteré. No tuve en ningún momento dudas sobre la secuencia de oraciones con las que iba a responder, como si ya hubieran estado escritas de antemano en mi mente y yo sólo fuera una suerte de médium que debía trasmitirlas. Hablé tan rápido que las palabras apenas si llegaron a formarse en el aire y tuvieron una sonoridad algo brumosa y poco consistente. Sin embargo, todos escucharon con claridad cuando dije: fruta regurgitada, náuseas del despegue, ruedas en la pista, avión en el cielo, Ana en Europa…
Se hizo un silencio espeso, confuso. Todos carraspeaban o tosían con disimulo y se miraban entre ellos sin hablar. Al percibir la tensión del ambiente sentí pena porque pensé que así debía ser el clima de los aviones. Ahí nadie se conoce, el espacio es muy chico y, para colmo, el viaje a Europa es muy, pero muy largo… Pobre Ana.