Texto: Cecilia Chiaramello
Lectura: Laura Bertolé
Ilustración: Carolina Altavilla
Cuando el Titi se mató me estaban creciendo las tetas y a él le estaba cambiando la voz. El último enero, como todos los eneros, adivinamos palabras debajo del agua del estanque viejo de las vacas. Él siempre me decía puteadas submarinas y yo me reía con burbujas que se iban para arriba y para atrás. Ahí, en ese gigante lleno de moho y plantitas que nacían caprichosas entre las grietas, flotábamos buscando nubes como si afuera no existiera la muerte, con las rodillas raspadas y la cara chorreando baba de aloe vera. Era raro que el Titi y yo no hubiéramos estado juntos en la panza.
En la noche de Reyes, mi tío Sergio le pegó con el cinto porque soñaba cosas feas y gritaba algo sobre el Niño Dios. Se acostó conmigo y me llenó la cara de lágrimas. Le pregunté si me podía tomar una, me toqué la cara y me lamí los dedos. Después me dijo que no me animaba a comerme sus mocos y nos empezamos a reír en silencio, mordiendo las sábanas.
Una mañana el Titi gritó desde la cocina que me jugaba una carrera hasta el tambo. Corrimos montados en nuestras ojotas de goma negra y tiras anchas, con el corazón pateándonos la garganta. El Titi me ganó porque era un atleta y porque corría para demostrarme que era el mejor. El tambo abandonado estaba lleno de caca de ratas, ecos y nidos de palomas, una pared a medio caer y un montón de chapas agujereadas. Se mandó derechito al fondo y revolvió unos tachos viejos de YPF. Apareció con un aerosol rojo y los dientes de hipopótamo decorándole la cara. Escribimos nuestros nombres en la pared a la que le daba el sol, así la humedad no lo borraba. SANTIAGO Y SOFIA ESTUVIERON ACÁ. 13 DE ENERO DE 1998.
Después nos tiramos sobre el pasto seco a jugar quién aguantaba más mirando el sol. El Titi me sacó los lentes culo de botella porque tener filtro era trampa. La prenda era meter la mano entera en una bosta recién hecha. Corrí, miope y valiente, un trecho largo porque las vacas estaban lejos. Dale, Titi, vení a ver. Y metí las dos manos en la mierda, orgullosa de mis agallas, aguantando el asco y pensando que acariciaba el lomo de Menem, el perro policía del abuelo que se volvió malo el día siguiente a su entierro y desde entonces vivía atado a un árbol que largaba pelotitas.
La tía Ana, además de oler a jabón en polvo y esencia de vainilla, fue la primera visionaria de la familia en contratar DirecTV. Durante la merienda nos obligaba a mirar documentales de reptiles africanos mientras yo revoleaba la nata de la leche por todo el paladar. Me provocaba arcadas y ganas de tragar rápido. En cambio su hijo, en pleno éxtasis, empujaba la chocolatada con pan y mortadela.
Los domingos, si el tío compraba Coca-Cola, nos sentábamos en el borde del estanque y mojábamos chupetines de naranja en una jarra con gaseosa. Yo volvía a Santa Fe llena de caries, pero el Titi tenía unos paletones a prueba de todo. A la siesta, para que no hiciéramos ruido, nos dejaban jugar afuera. Cruzábamos la ruta, las manos transpiradas agarrándonos fuerte, esquivando camiones. El Titi estiraba el alambrado del campo vecino para que yo pasara primera y él siempre se pinchaba los brazos porque nadie se lo sostenía. Robábamos choclos con un oficio admirable. Nos quitábamos las remeras y las atábamos formando una bolsa de tela, metíamos nuestro botín ahí y gritábamos “como bandera a la victoria”, la frase favorita de la abuela. La decía en los brindis de Navidad, en los cumpleaños y en Pascua.
En el último golpe comando él se sacó la remera y yo no, porque no tenía corpiño. Como juntamos menos choclos, enfiló primero y no me abrió el alambrado para escaparnos juntos. Le grité, pero empezó a cantar para no escucharme. El Titi cantó en público por primera vez el día que el tío Sergio le dio play al cassette de Shakira. Ese día, acomodados en el sillón del living, los primos grandes se enamoraron para siempre de la colombiana. Aunque el Titi tenía voz de monaguillo sin ensayo, llegaba a las notas altas y me instruyó en el significado de nuestro tema favorito: “Pies Descalzos”.
También me explicó cómo batir sangre en una carneada y qué hacer en el parto de una yegua. Como si fuera poco me enseñó a vaticinar tormentas y a andar en bicicleta sin ruedas y sin anteojos. Pero cuando llovía y el campo se achicaba a una habitación, las clases prácticas se volvían teóricas. Entonces me tiraba boca abajo, en la alfombra de cuero del comedor, y dejaba que los pelos duros de la vaca muerta me rasparan la cara. Los peinaba a contrapelo mientras el Titi me explicaba por qué las gallinas decapitadas corrían igual, y por qué las chanchas aplastaban a los hijos sobrantes.
Él odiaba el campo porque vivía ahí, y yo lo amaba porque vivía con mi mamá en un quinto piso con ascensor de puerta de hierro y luz amarilla de hotel barato. ¿El Titi durmió en un hotel alguna vez? A veces tengo ganas de preguntarle cosas a la tía, pero le agarra la angustia, se toma un blíster de clonazepam con caja y todo, la internan y nadie quiere cuidarla. La última vez que estuve en la clínica, la tía, que no sabe que Shakira sale con Piqué, me preguntó en qué año estábamos. Es como esos soldados que no se enteraron que la guerra terminó porque estaban escondidos y nadie les avisó. Pero cada vez que arrancaba a hablar del Titi aparecía una enferma y le apagaba el on/off. Ya está, mamita, ya está, le decía, y la tía Ana cerraba los ojos. Como los Papa Noel a pilas que bailan y mueven la cabeza, la tía acciona cuando se lo ordenan y queda inmóvil si nadie le pide nada.
Todo en aquel verano fue la última vez de algo. La última tarde que lo vi parado, el Titi me mostró tres tarritos blancos de los que guardaba el tío en el sucucho, atrás del gallinero. Me dijo que para los caballos eran como agua y que eran riquísimos pero no me podía convidar. Después vomitó al costado del estanque y me pidió que le diera la mano. Estaba tan liviano que parecía un bebé, se quejaba de que tenía sueño, de que el agua estaba fría. Cuando le hice upa sentí el agua tibia en mis rodillas, porque me hizo pis. Me pidió que lo soltara, que quería robar choclos, pero que esa vez lleváramos bolsa.
Cuando sacaron al Titi de la pileta, morado y con la espalda seca, me senté a la sombra del paraíso de Menem a cantar “Ciega, sordomuda”, porque no podía llorar. Esa noche mi tía se azotó la frente contra el aparador de la cocina, le salió sangre y nadie la limpió. Mi abuela colgó en la soga de la galería el mallín rojo del Titi y le prendió una vela a la virgencita de Itatí. El papá del Titi gritó agarrándose de las sillas, arrastrándose por las camas, revoleando vasos, clavando la mirada en el techo. Y cuando el doctor Rovira se llevó al Titi, los primos grandes se apagaron un atado de cigarrillos en los brazos peludos. Uno encendía y el otro quemaba con exactitud quirúrgica.
Toda la madrugada experimenté la desgracia del testigo, me obligaron a repetir qué había visto y para no aburrirme usé el acento latino del locutor de los documentales de la merienda.