Texto: Agustín Zalazar
Lectura: Ricardo Tapia
Ilustración: Gabriel Keppl
Las reglas son, en principio, sencillas. Si me encuentro una carta en la calle –cosa que a veces pasa día por medio y otras, una vez por año– la tengo que juntar. No importa si estoy con alguien y esa persona me mira extrañada, aunque la junte casualmente, como si fuera un billete o me acomodara el borcego, no importa si la carta está mojada y arruino el libro que esté leyendo en ese momento por secarla entre sus páginas. Si una carta está en mi camino, la tengo que juntar. Una de esas reglas la aprendí cuando era chico en un libro donde un personaje parado en un claro en el medio del bosque veía una pluma cayendo del cielo (una pluma que iba a definir su vida irrevocablemente) y sin pedirla ni rechazarla cerraba los ojos y extendía las manos. Así las junto. Sin pedirlas ni rechazarlas. Porque otra regla es desviarme para juntarla si la veo, por ejemplo, en la vereda de enfrente. Tampoco puedo juntarla si a unos metros de una carta sola hay medio mazo que cayó en cascada desde un tacho de basura desfondado. La única excepción permitida para juntar más de una carta por vez es si encuentro dos juntas de mazos distintos, cosa que pasa con frecuencia pasmosa. Me pasó dos veces en el piso de bares. Me pasa en sueños.
Sin embargo, eso no es lo más raro, porque me encontré un comodín roto por la mitad entre mis pies al sentarme en el banco de una iglesia, encontré una carta con la cara de Matthew McConaughey, encontré una carta que ignoré en un momento en el que había decidido dejar de juntarlas por creer el ritual demasiado supersticioso, infantil y antihigiénico, y reencontré unos días después en otro país, encontré una A de un juego de cartas de Scrabble que aparentemente existe abajo de un auto donde fue a parar mi longboard tras un coqueteo con la muerte, cortesía de un 152. Encontré cartas cortadas por la mitad, por cuartos, por octavos, que más bien parecen amuletos o gualichos, encontré una carta que de un lado tiene el dibujo de una rueda y el número 118 y del otro lado dice: «En el camino de regreso, Ikad el guerrero ordenó a la doncella que contara hasta 50 y mientras esto hacía, él acariciaba suavemente sus pechos sobre la ropa interior, con sus manos», que no puedo imaginarme a qué clase juego puede pertenecer, encontré un 7 de trébol en perfecto estado y a las dos semanas lo encontré en la otra punta del mundo, totalmente deshecho, encontré muchas en la puerta de colegios sin saber si recogerlas ahí no es hacer trampa. Porque imagino cómo pueden caerse de mochilas (en el torbellino de poner el cuaderno de comunicaciones que quedó en el auto y el sacar el segundo alfajor que, en realidad, era para mañana), me imagino cómo pueden camuflarse pegadas a las cartas de Pokémon y de otros juegos de mi niñez que no deberían seguir existiendo y que aún así encuentro, pero no puedo entender como puede ser que haya tanta gente que pierda de a una carta, siempre de a una carta sola, en el supermercado, en la escalera del subte, en el asiento de atrás de un taxi. No entiendo cómo encuentro tantas en la Ciudad de Buenos Aires, donde ya no pareciera que nadie juega a nada.
La única explicación que concibo es que, sin saberlo, soy parte de un juego secreto en donde soy un Encontrador y Santi Goldfarb (nombre que está escrito con marcador indeleble grueso en un 10 de picas que encontré) es un Descartador. Aunque eso significaría que cada una de mis parejas que empieza a encontrar cartas después de verme juntar la primera, cada amigo de la infancia que me manda una foto diciendo: «¿Vos no juntabas cartas? ¿La querés?», debería convertirse en un nuevo Encontrador, y yo –como Santi Goldfarb– debería autografiar mis más de 180 cartas y empezar a descartarlas. Porque otra regla es que nadie que sepa de mi ritual y encuentre una carta me la puede dar, a lo sumo puede empezar su propio mazo. En psicología le llaman a eso el fenómeno Baader-Meinhof, el que hace que después de aprender algo uno empiece a verlo en todos lados. La condición que hace que las embarazadas vean embarazadas en cada vagón de subte o que quien aprende el significado de la palabra entropía la escuche de repente en tres conversaciones en los días subsiguientes. Les va a pasar a ustedes, que en el transcurso de la próxima semana van a encontrar una carta, sola, en la vereda, sin saber qué significa. Pero tranquilos, porque yo tampoco.
Si me tomara este juego un poco más (o muchísimo menos) en serio, le daría un significado al encontrar tantas cartas, desde hace tanto, casi siempre en momentos importantes en mi vida. Creería que cuando sueño que me encuentro dos cartas y elijo una (a veces debatiéndome todo el sueño cuál me conviene y otras sin pensarlo dos veces), esa elección en el sueño impactará en mi vida. Que cuando me despierto un día con la certeza insoportable de que voy a encontrar una, cuando de pronto me doy cuenta que hace cuadras y cuadras voy mirando el cordón de la vereda ignorando los papelitos de avisos de prostitución o tarjetas de lavaderos de autos porque sé que no tienen el tamaño indicado, hasta que encuentro la carta y la junto, debería sentir satisfacción, reivindicación, miedo. Que –como alguien me vaticinó alguna vez– cuando complete el mazo me voy a morir. Pero la verdad es que no le atribuyo ningún significado al acto de encontrarlas ni a cada una de ellas, más allá del que les dimos con alguien una tarde de calor insoportable en una casona vacía en el medio de la nada en la que –hartos de jugar a juegos tradicionales– decidimos jugar a bautizar cada carta dependiendo de lo que nos hiciera sentir. El 10 de trébol, carta que encontré tres veces, me hizo y me hace sentir “encontrar un claro en medio del bosque”. Y escribí recién, pero borré inmediatamente: “… y a riesgo de enfurecer a siglos de brujas y tarotistas”, porque conocí a una bruja que estaba fascinada con mi poder, que lejos de ofenderse ante mi indiferencia y descreimiento general me pidió una oportunidad para jugar con mis cartas y de paso, quizás, convencerme. Tras una sesión emocionalmente demoledora, nos callamos, nos miramos y me preguntó: “¿Querés preguntarles lo último?”, “Sí. ¿Por qué se me aparecen?”. Salió una carta que significa camino, recorrido, que al interactuar con las otras que me habían salido también significaba comunicación. Tal vez el hecho de que se los esté contando esto ahora significa que la bruja me convenció.
Hay 52 factoriales formas de mezclar un mazo, un número de 68 cifras. Suena inconmensurable y lo es, porque estadísticamente significa que cada vez que alguien mezcló un mazo en la historia de la humanidad, las cartas se ordenaron en una secuencia que nunca jamás se había dado antes ni volvería a hacerlo. Es decir, cada mazo es único. Este es el mío.