Texto: Guadalupe Nettel
Lectura: Mercedes Diemand Hartz
Ilustración: Sol Corradi
Antes de morir, mi tío estuvo tres semanas en el hospital. Me enteré de su estancia en esa clínica por una casualidad, o eso que los surrealistas llamaban “el azar objetivo”, para hablar de los hechos fortuitos que parecen dictados por nuestro destino. Por ese tiempo, la madre de Verónica, mi mejor amiga, sufría un cáncer muy avanzado y estaba interna en la unidad de terapia intensiva. Esa mañana me había pedido que la acompañara y yo no pude negarme. Mientras deambulaba por el pasillo esperando a que Verónica se ocupara de su madre, me entretuve leyendo los nombres de los pacientes escritos en las puertas. Me bastó ver el suyo para entender que se trataba de un familiar, pero tardé un tiempo en identificarlo. Después de varios minutos de desconcierto –una sensación comparable a cuando, en un cementerio, descubrimos una lápida con nuestros apellidos–, comprendí que quien estaba allí era Alfredo, el hermano mayor de mi madre. Había escuchado hablar de él, pero no lo conocía. Se trataba, por así decirlo, del pariente proscrito de mi familia, un hombre del que casi nadie hablaba en voz alta, mucho menos delante de mamá. A pesar de la curiosidad que me invadió en ese momento, no me atreví a asomarme, por temor a que me reconociera. Un miedo absurdo, en realidad, pues hasta donde yo recordaba no nos habíamos visto nunca.
De regreso a la universidad, le expliqué mi descubrimiento a Verónica. Le conté también todo lo que sabía acerca de mi tío. Escribía desde niño. Obtuvo notas brillantes desde la primaria hasta el último año de bachillerato. Luego se volvió anarquista y lector de José Revueltas. Después de cursar un año la carrera de Filosofía, abandonó la facultad para viajar por el mundo. Se había vuelto amigo de un grupo de poetas estrafalarios que mi abuela detestaba. Nunca estuvo presente en los grandes acontecimientos de mi familia, la graduación de bachillerato de mi hermano o en el baile de debutantes que organizaron las monjas cuando cumplí quince años, eventos en los que aparecían, como por generación espontánea, racimos de parientes a los cuales había que presentarme varias veces. Todos mis tíos, excepto Alfredo. En ocasiones escuchaba a viejos amigos de mis padres preguntar por él con una curiosidad morbosa. Era imposible –al menos para mí– dejar de notar la incomodidad de mi madre al responder sobre el paradero de su hermano. “Sé que se fue a Sonora”, decía, o “Sigue creyendo que va a ser un gran poeta”. Las cosas que sabía de él las había oído al vuelo, en conversaciones ajenas como esa, pero entonces la vida de mi tío no me importaba gran cosa.
El día siguiente fui yo quien le pidió a Verónica que me dejara acompañarla. Llegamos al hospital hacia las doce. Cuando mi amiga entró al cuarto de su madre, esperé algunos minutos y, tras cerciorarme de que no había ninguna enfermera dentro de la habitación, toqué la puerta y entré. Mi tío era un hombre robusto y de abundante pelo negro que no tenía aspecto de estar enfermo. Lo que sí tenía era una combinación de rasgos muy semejantes a los míos.
–No nos conocemos –le dije–. Soy Antonia, tu sobrina.
Durante un par de segundos sentí que, en vez de una sorpresa agradable, mi presencia le había producido miedo. Fue una sensación veloz, apenas el relámpago que generan las intuiciones, pero tan inconfundible para mí como el susto que yo había sentido el día anterior frente a su puerta. Antes de responderme, su rostro dibujó una sonrisa seductora, la misma que habría de ofrecerme todas las veces en que fui a visitarlo.
Siempre me ha resultado extraña la familiaridad que establecemos con alguien desconocido en cuanto nos enteramos de que es nuestro pariente. Estoy segura de que no tiene nada que ver con la afinidad inmediata, sino con algo tan artificial como la cultura, una lealtad convencional con el clan o, como dicen algunos, con el apellido. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió entre mi tío y yo esa mañana. No sé si fue por su fama de rebelde, o por la desobediencia que implicaba tratarlo, lo cierto es que sentí una admiración parecida a la que inspiran los personajes de leyenda.
Me preguntó cómo había dado con él y me pidió que no se lo contara a nadie. Yo le expliqué, para tranquilizarlo, que había sido por casualidad. Le hablé de Verónica y de su madre, y le aseguré que podía contar con mi silencio. Me pidió que lo llamara Ulises. “José Alfredo solo hay uno”.
En ese tiempo me resultaba insoportable tanto el olor de los hospitales como el de los internos. Así que, en vez de sentarme en la silla de visitas, me instalé junto a la ventana, por donde se filtraba una agradable corriente de aire. Ahí estuve más de una hora, respondiendo a las preguntas que me hacía acerca de mis gustos literarios, y de mis opiniones políticas. Me dijo que la poesía era como una ventana, un rectángulo, y que el mejor escritor mexicano había sido mujer.
–¿Rosario Castellanos? –pregunté.
–No. Cesárea Tinajero.
Luego Verónica tocó a la puerta y, desde el umbral, me hizo señas para que saliera.
No me despedí con un beso. Me fui del cuarto sin mirarlo a los ojos con una timidez que a todas luces pareció divertirle.
En el autobús, mi amiga me estuvo interrogando.
–Es muy guapo –comentó–. Pero ten cuidado, por algo no lo quieren en tu familia.
Era jueves. Estábamos en plena temporada de lluvias y llegué a casa escurriendo. Mi madre y mis hermanos estarían fuera hasta tarde, de modo que tanto la cocina como las habitaciones se encontraban a oscuras. Sin perder tiempo fui directamente al estudio para buscar la caja donde mi madre guardaba las fotos de su infancia: dos álbumes cuidadosamente arreglados que recorrían sus primeros años de vida. Ahí estaba ella con un niño mayor de enormes ojos castaños, que no podía ser sino Ulises. En varias de esas imágenes los vi muy sonrientes jugar dentro de una piscina, en un parque y en el patio de mis abuelos. Pasadas un par de páginas, el niño se eclipsaba misteriosamente. Había otras fotos dispersas en el fondo de la caja. En ellas, mamá debía estar comenzando la treintena. Su ropa era inusualmente bohemia: huipiles y faldas con bordados indígenas, pantalones de campana. Muchas de esas fotos estaban recortadas de forma sistemática. Sospeché, y no creo haberme equivocado, que la parte suprimida era, en realidad, la cabeza o el torso completo de Ulises. Probablemente, en algún tiempo remoto, había convivido con nosotros, cosa que ni madre ni él habían mencionado jamás. Por el tipo de corte en el papel, se adivinaban unos tijeretazos furiosos. ¿Qué podía haber hecho para merecerse tanta enjundia?
La mañana siguiente regresé al hospital. Apenas entré, noté un gesto de satisfacción en la cara de mi tío. Esa vez fui yo quien hizo las preguntas. Le pedí que me contara sobre su niñez y su paso por la universidad. Su relato no contradijo el que había escuchado en labios de mi familia, pero añadía una dosis de escarnio y de sentido del humor que lo hacía mucho más disfrutable. En su versión, los dramas familiares se volvían comedia y las reacciones de cada miembro de la familia, una fiel caricatura. En casi veinte años no había olvidado la personalidad de ninguno y los imitaba al dedillo. Al principio, me reí a carcajadas, pero después sentí vergüenza.
–¡No pongas esa cara! Con el tiempo verás que tengo razón. Tú no eres como ellos. Lo supe desde que eras muy pequeña.
Su comentario me estremeció.
–¿Entonces, tú ya me conocías?
Por toda respuesta, Ulises me tomó de la mano. Era la primera vez que me tocaba –al menos en mi recuerdo–, pero sentí en su palma una intimidad incontestable. En algún lado, probablemente en una de esas revistas médicas que circulaban en el hospital, había leído algo acerca de la huella que dejan en nuestra memoria el tacto y el olor de quienes se relacionan con nosotros en los primeros años de vida. “La impronta˝, creo que se llama. En esa huella corporal se fundan los lazos familiares. Seguimos así varios minutos más, su palma mayúscula envolviendo la mía. Ni siquiera la presencia de las enfermeras hizo que nos soltáramos. Para mí fue un pacto silencioso, la promesa tácita de que no iba a dejarlo allí a su suerte.
Comenzaba el fin de semana. Aun con el pretexto de acompañar a Verónica, iba a ser difícil ausentarme de casa sin llamar la atención. Además, el sábado teníamos una boda y una comida el domingo.
Cuando se lo expliqué, me pidió que al menos intentara llamarlo por teléfono.
–Estaba muy tranquilo antes de que aparecieras. Ahora, después de verte todos los días, sospecho que voy a extrañarte.
Esa tarde, antes de volver a la universidad, pedí hablar con su médico. El especialista no estaba en ese momento, pero su reemplazante pudo darme algunas explicaciones: tenía un tumor en el cerebro desde hacía varios años y ya no era posible darle ningún tratamiento. Le administraban cuidados paliativos para que no sufriera en sus últimos días. Tuve que esconderme en el baño para que Verónica no me viera llorar.
El tiempo que pasé en compañía de mi familia, pero lejos de él me pareció eterno. Pensé en lo distintas que habrían sido todas nuestras fiestas si él hubiera estado presente. Son extrañas las razones por las que cae sobre alguien el oprobio de su propia familia. He llegado a creer que casi nunca están relacionadas con cuestiones morales o de principios, sino con traiciones internas, quizás invisibles a ojos de los demás. El domingo por la tarde, mientras ayudaba a mi madre a preparar la comida, traté de sacar el tema.
–¿Qué te hizo el tío Alfredo para que dejaras de hablarle? –le pregunté tratando de restarle importancia al asunto. Su respuesta fue breve:
–Portarse como un imbécil.
Ella estaba de buen humor ese día y me tranquilizó que recibiera mi comentario con ligereza.
El lunes por la mañana, al volver al hospital, encontré a Ulises con un respirador en la boca. Traté de ocultar mi tristeza. Hice alguna broma sobre el aparato y él sonrió bajo la máscara.
Ese día inauguramos la costumbre de leer sus libros de poesía. Me sentaba en la silla de visitas y, desde ahí, volvíamos a tocarnos de forma del todo desenfadada. Eran caricias casuales, casi distraídas, sobre la nuca o a lo largo de los brazos. Pasábamos horas así, sintiendo la piel del otro en silencio, mientras nuestra voz reproducía los versos de Rimbaud y Baudelaire. Me quedo con muchos versos, pero en especial con estos: “Quand ils auront tari leurs chiques / Comment agir ô coeur volé?”.
Todas las tardes, durante el trayecto en autobús, le hacía a Verónica el recuento detallado de nuestros acercamientos. Una vez, sin embargo, mi amiga me hizo saber que no contaba en absoluto con su complicidad.
–Parece que no te das cuenta de nada –me dijo con un tono muy tajante–. Estás en un grave riesgo. La verdad, harías mejor en no venir al hospital.
Fue poco tiempo después, quizás uno o dos días más tarde, cuando de manera intempestiva abrió la puerta de nuestra habitación para anunciarme que su madre había caído en coma. Más que sollozar, Verónica aullaba y, aunque era del todo justificado en esas circunstancias, me resultaba insoportable que Ulises la viera así. Por eso le propuse que saliéramos del cuarto y bajásemos a la cafetería.
Una vez allí, pidió un café y sin probarlo siquiera dejó que la taza se enfriara entre sus manos. Yo, en cambio, apuré el mío, deseando volver cuanto antes a la unidad de terapia intensiva, pero sin atreverme a dejarla sola. Ninguna de las dos decía nada. Ella miraba fijamente su café, y yo, el trasiego de los visitantes a través de la puerta principal. En medio de esa multitud vi llegar a mi abuela, acompañada de mi madre.
–¡Van hacia el cuarto de Ulises! –le dije a Verónica, desesperada–. ¿Cómo se habrán enterado de que está aquí?
–Fui yo –confesó ella, sin levantar la vista de la taza–. Perdóname, pero me pareció que era necesario.
Por poco la golpeo.
–Vuelve a tu casa y haz como si nada. Aprovecha que están subiendo.
En vez de seguir su consejo, salí corriendo para alcanzarlas. Apenas se abrió el ascensor escuché a lo lejos la voz alterada de mamá, pero sus palabras eran del todo ininteligibles. Una vez en el pasillo, pegué la cara a la puerta para escuchar. Lo que alcancé a oír fue lo siguiente: “… veinte años y cuando te la encuentras quieres hacerle lo mismo”. Una enfermera pasó en ese momento con el carrito de las medicinas y me dirigió una sonrisa cómplice. La respuesta de mi tío quedó oculta tras el tintineo de los frascos. No pude esperar más y abrí la puerta sin importarme las consecuencias. En cuanto estuve dentro se formó un silencio impoluto, interrumpido apenas por el monitor cardiaco, que con su gráfica oscilante denunciaba la agitación de Ulises. En el cuarto el aire era irrespirable. Había dolor en la mirada de mi madre y humillación en la de él. Sentí pena por ambos.
Mamá me tomó del brazo como cuando era pequeña. Noté la presión de sus dedos tensos sobre mi piel, los mismos dedos que me habían alimentado, vestido y desvestido durante toda la infancia. Ninguna ideología, ni siquiera la atracción que me inspiraba mi tío, podían oponerse a su tacto. Entre todas las improntas de mi infancia, la suya era sin duda la más fuerte. Permití que me condujera hasta la salida y después al estacionamiento, donde había dejado su coche. Mi abuela permaneció en la habitación. Me pregunté cómo sería para él tener las manos de su madre cerca.
Pasé la noche en blanco. Debí levantarme al menos diez veces para ver si mi abuela había vuelto a casa. En una de esas excursiones se me ocurrió meterme al estudio y buscar las fotografías que había visto un par de semanas atrás. Esparcí las imágenes recortadas sobre la alfombra como quien se dispone a armar un rompecabezas. Mi labor era imaginar o deducir las piezas faltantes. Cuando en el suelo no cabía ya ni una sola foto, descubrí que mi madre me observaba desde el quicio de la puerta. El camisón largo hasta los tobillos le daba la apariencia de un fantasma. Tuve que hacer un esfuerzo para no gritar. Sus ojos denunciaban un llanto reciente. Guardé silencio unos minutos para ver si se animaba a darme alguna explicación, pero mi estrategia no tuvo éxito y preferí no insistir. Afuera la lluvia se había detenido. Mamá se sentó a mi lado sobre el suelo y me ayudó a recogerlas. Al terminar, pusimos la caja en su lugar, y nos instalamos en el sofá a esperar en silencio la salida del sol. Miré a mamá de reojo, absorta en sus propias cavilaciones. También ella debía tener muchas preguntas sin respuesta que, por respeto hacia mí, prefería no formular.