Texto: Fabio Morábito
Lectura: Alan Lell
Ilustración: María José Pita
La historia es como sigue: un rey de cierto lugar posee un hermoso carnero que su sirviente consentido lleva a pastar todos los días en uno de los cerros cercanos al castillo. El carnero sale a pastar separado del rebaño porque el rey, que lo aprecia mucho, teme que pueda confundirse con los otros animales y perderse.
Un ladrón quiere robar el carnero y ha concebido un plan ingenioso. Sabiendo que el sirviente y el carnero deben pasar por un estrecho cañón entre dos cerros, se esconde donde este termina, pero antes de eso deja en el comienzo del cañón un zapato nuevo, del mismo número que calza el sirviente (de qué manera ha averiguado ese número no nos incumbe). El sirviente llega al principio del cañón y ve el zapato en el suelo, lo recoge y se lo prueba. Le queda perfecto, así que mira alrededor en busca del zapato que complete el par, pero no lo encuentra. Le queda claro que el que ha perdido ese zapato regresará a buscarlo y que a él no le sirve de nada tener un zapato sin su pareja. Deja, pues, el zapato donde lo encontró y sigue su camino. El cañón no es muy largo, pero tiene una forma sinuosa y no puede abarcarse de una sola mirada. Cuando el sirviente llega al final, ve tirado en el suelo otro zapato, lo recoge y comprueba que es la pareja del otro. Titubea. Son zapatos muy bonitos y le quedan perfectos. Sabe que no puede separarse del carnero por ninguna razón, como le ha ordenado el rey, pero calcula que con una rápida carrera podría ir por el zapato que dejó en el comienzo del cañón y volver en cosa de minutos donde se encuentra ahora. Si lleva el carnero, tardará el triple de tiempo y quizás en ese lapso otro viandante recoja el zapato y se lo lleve, así que hay que apurarse. Amarra el animal a una piedra y empieza a correr. No se le ocurre pensar que si otro viandante encuentra el zapato, lo dejará en su sitio, tal como él lo hizo. Su propia avidez por el zapato le hace suponer que cualquiera que lo encuentre se lo llevará sin pensarlo. Corre pues como un desaforado, temeroso de ya no encontrar el zapato y también de que le roben el carnero que ha dejado amarrado a una piedra. El ladrón, tan pronto como el sirviente echa a correr, sale de su escondite, agarra el animal y huye con él. Cuando el sirviente regresa con el primer zapato, el carnero ha desaparecido[1].
En este punto cabe preguntarse por qué el sirviente, al ver el segundo zapato al final del cañón, no sospecha nada, pues no deja de ser extraño encontrarse con dos zapatos relucientes, abandonados uno al principio del cañón y el otro al final del mismo. Un hombre más suspicaz se habría detenido a pensar un poco. Está claro que el sirviente no lo hizo porque su codicia le ofuscó la razón: ya se veía calzando esos magníficos zapatos y no dudó en abandonar el carnero para apropiarse del par completo.
Cuando corre por el primer zapato, el sirviente no lleva con él el segundo zapato, pues no hay ningún motivo para hacerlo. Solo le va a estorbar en la carrera, y cuando recoja el otro y corra de regreso, la molestia, con dos zapatos en las manos, va a ser más grande, así que deja el segundo zapato donde está, junto al carnero. Cuando regresa de su carrera el carnero ha desaparecido, pero no el segundo zapato. El ladrón decidió dejarlo ahí, pues no había ningún motivo para llevárselo. Solo le iba a estorbar en su huida. Pero hay otra razón. Dejar el segundo zapato a la vista del sirviente es una forma de burlarse de él, una manera de poner su firma en el robo que acaba de realizar, y dándole a todo el asunto un toque artístico. El segundo zapato está ahí, como diciendo: Muy bien, aquí tienes el par completo que tanto anhelabas.
Consternado, el sirviente no sabe si maldecir más su codicia o su estupidez. Sabe que ha perdido para siempre la estima del rey. De ser el consentido de sus sirvientes, pasará a ser el más despreciado. Repasa lo que acaba de ocurrir y piensa que había un modo de hacerse de los zapatos sin perder el carnero: recoger el segundo zapato, llevar tranquilamente el carnero a pastar y recoger el primer zapato después, ya de regreso al castillo. ¡Oh, eso hubiera sido estupendo, y cuando se lo hubiera contado al rey, este habría quedado impresionado por la prudencia de su sirviente! Pero no, piensa de inmediato, lo más seguro es que el ladrón, al verlo proseguir su camino con el segundo zapato, habría ido a recoger el primero para no darle el gusto de salirse con la suya. En todo caso, esto ya es materia para otro cuento, cuyo protagonista sería el ladrón.
A todo esto, falta preguntarse qué ocurre con el rey. ¿Por qué ha separado el carnero del rebaño y asignándole un sirviente para que lo cuide? Al hacerlo, lo ha vuelto un bien apetecible, despertando el interés del ladrón. Pensemos por un momento qué habría pasado si hubiera mandado al carnero mezclado con las ovejas, como es lo usual. De seguro, el sirviente, cuando hubiera encontrado el segundo zapato al final del cañón, no habría podido regresar por el primero, pues una cosa es amarrar un carnero y otra un montón de ovejas. No le habría quedado más remedio que proseguir su camino y esperando encontrar el primer zapato cuando regresara al castillo. Así, el ladrón no le habría robado el carnero. Por lo tanto, si bien lo vemos, la culpa la tiene el rey. Temeroso de perder el carnero en la confusión del rebaño, es él quien inicia la cadena codiciosa que determina las conductas tanto del ladrón como del sirviente. El carnero, que al abrigo de las ovejas habría pasado inadvertido, una vez que se separa de estas, brilla tanto o más que un par de zapatos nuevos. No cabe más que deducir, por lo tanto, que el rey, en el fondo, desea que le roben el carnero, quizás porque esto le permitirá, a través de un castigo ejemplar, hacer que brille más su corona.
Por último, dos palabras sobre el cañón. Es el verdadero protagonista de esta historia.
[1] La carrera del sirviente merece un cuento aparte que aquí no podemos desarrollar. Corre agobiado por una doble angustia: no encontrar el zapato que está adelante y perder el carnero que dejó atrás. En este cuento podríamos hacer que se detuviera en seco a mitad del cañón, arrepentido de su decisión, y decidiera volver donde está el carnero, pero, ¡ay!, demasiado tarde: el ladrón ya se fugó con él, y dejando el segundo zapato en el suelo. Abatido, decide que al menos se hará del par de zapatos, ya que ha perdido el carnero, así que recoge el segundo zapato y regresa corriendo al comienzo del cañón en busca del primero, solo para comprobar que en el interín algún viandante se lo llevó.