Texto: Damián Huergo
Lectura: Carlos Salvador Cáceres
Ilustración: Juli Farfala
Danilo fue el primero de su familia en verlo muerto. Si el médico le hubiese dicho que estaba durmiendo, le hubiese creído. Su padre conservaba, bajo la barba negra salpicada con canas, la misma sonrisa que cuando dormía en el asiento del acompañante cada vez que hacían un viaje largo. Esa noche lo velaban en Banfield, en la funeraria frente a la estación de tren. Supongo que a las diez lo llevan, le dijo su tío en la última llamada que atendió. Luego Danilo apagó el celular y desenchufó el teléfono del departamento. Durante la tarde estuvo acostado en el futón. Boca abajo. No había comido nada desde que el médico, la noche anterior en la habitación 104, le dijo que su padre había fallecido. Tampoco había llorado. Pero eso no le extrañó.
Danilo se levantó del futón cuando oyó cuatro timbrazos in crescendo. Apoyó el ojo en el marco frío del visor. Del otro lado de la puerta vio a Carmela, su novia, con la cara ovalada y los ojos negros sobreexpuestos por el aumento del lente. Retuvo la respiración y se sentó en la mesada de la cocina. El zumbido del motor de la heladera era el único sonido en el departamento. Cuando cortó, volvió a poner el ojo en el visor. El pasillo estaba vacío.
Del freezer sacó un tupper que contenía una pata de pollo y arroz blanco. Lo volcó en un plato azul y lo metió en el microondas. Mientras esperaba que se calentara, repasó uno por uno los estantes de la biblioteca. Tenía más de mil libros, ordenados por colecciones. La de la Biblioteca Básica Salvat fue la primera.
Su padre lo había ido a buscar a la salida del club. Tengo una sorpresa, le dijo desde la ventanilla del Escort azul. Puso un casete de Julio Sosa y manejó sin darle una pista hasta el galpón en donde guardaba los dos Ford 14000. Danilo lo ayudó a levantar la persiana metálica que siempre se trababa a la altura de su cabeza. Su padre tiró de la correa y él la empujó con las manos hacia arriba. Afuera estaba anocheciendo. Los tubos de luz titilaron varias veces antes de prenderse. Fijate en el volquete que tiene el tablón, le dijo su padre señalando al fondo. Danilo fue al trote. Los pasos que dio en el tablón de madera retumbaron en el tinglado. Al llegar a la cima miró adentro del volquete. Arriba de una base de escombros descubrió una montaña de libros con lomos de diferentes colores. Algún loco los tiró, le dijo su padre. Quizá te sirven. Para mí son todos iguales.
En la cocina sonó el plin del microondas. Danilo no lo escuchó. Tenía en las manos La carretera de Cormac McCarthy. Volvió al futón y lo leyó de un saque. En las últimas páginas se arrimó a la ventana para que lo alumbrara la última luz del día. Al llegar al punto final ya era de noche. Prendió la tele y apretó mute en el control remoto.
Danilo sintió un crujido en el estómago. Fue a la cocina y sacó del microondas el plato con comida. Se había enfriado. Sin recalentarlo, lo llevó a la mesa redonda de vidrio. Usó un suplemento del diario como individual. Se sirvió agua. Y abrió un paquete de Criollitas para empujar el arroz blanco. Las agujas del reloj de pared, colgado arriba del televisor, marcaban las nueve de la noche. Me tengo que cambiar, pensó, con la vista fija en las cortinas blancas que se movían por la brisa que entraba por la ventana del noveno piso.
Antes de cruzar los cubiertos, Danilo apretó con la yema del dedo gordo el último grano de arroz blanco que quedaba en el plato azul. Levantó el pulgar y le clavó los ojos. Se acordó del hombre de bigotes tupidos, que, en la peatonal de Villa Gesell, por cinco pesos, calaba tu nombre en un grano de arroz.
Las primeras vacaciones solos después del divorcio, en la casa de 120 y 5, su padre había hecho calar el nombre de su hijo menor. El grano iba adentro de una capsulita de vidrio. Su padre la agregó a la cadena de plata donde colgaba la muela cariada de su hermana y el escudito de metal oxidado de River. Durante esas vacaciones, cada vez que Danilo volvía del mar y lo encontraba durmiendo en la reposera, esforzaba la vista para leer su nombre en el pecho peludo.
Esa noche, mirando el grano de arroz pegado en su pulgar, solo en el departamento, Danilo se preguntó si su padre tendría puesto el colgante en el cajón. Antes de levantarse de la mesa, se lo comió.