Texto: Alan Talevi
Lectura: Pablo Cecchini
Ilustración: María José Pita
Agarro dos baldes para descolgar la ropa limpia. Recorro el tramo de escaleras hasta la terraza.
El tendal improvisado de mi edificio está formado por tres cables que funcionan como sogas y configuran una suerte de triángulo obtuso: el cable más corto está unido a los otros dos, como un puente, en el lugar más recóndito de la terraza. Ahí, ocupando todo lo largo de esos tres cables, está, tendida y seca, nuestra ropa. Apenas mirar la escena sé que algo está mal, que hay un elemento inusitado e inquietante en la composición que forman el tendal y las prendas agitadas por el viento. Por más que observo y observo el conjunto, no puedo identificar ese elemento discordante, y decido empezar a descolgar la ropa.
Soy un hombre ordenado. Empiezo, como siempre, por el lado más largo del triángulo, yendo de derecha a izquierda. Toallón naranja, toallón azul. Tengo por costumbre oler cada prenda para chequear que no hayan quedado rastros de humedad. Las huelo y luego me acaricio con ellas, brevemente, la cara, cerrando los ojos para aguzar los otros sentidos. El olfato y el tacto son los más aptos para corroborar la sequedad. Hay algunas prendas, las más íntimas, las que entran en contacto con los lugares que más huelen, que conservan un rastro casi imperceptible de olor a humanidad a pesar de usar suavizante y el ciclo largo del lavarropas. Soy un hombre olfativo.
Las medias de nylon raspan un poco la cara; el algodón y la lana, en cambio, me hacen dar ganas de persistir en el movimiento durante horas. Continúo con las remeras, los buzos, los pantalones, un vestido de hilo de mi mujer. No tiro la ropa limpia en el balde así nomás, como si fueran cosas muertas. Doblo con esmero cada prenda, porque así optimizo el uso del espacio en los baldes y porque además tengo la creencia de que, de esa manera, se preserva por más tiempo la limpieza de la ropa. También soy ordenado con los broches: guardo los de madera y los de plástico en bolsas separadas, una blanca y una negra, respectivamente. Descolgar cada prenda es un hacer mecánico: remuevo el broche de la derecha, lo coloco en la bolsa correspondiente, tomo la prenda para evitar que caiga al suelo y se ensucie y arruine todo, remuevo el broche restante, coloco el segundo broche en su bolsa, huelo la prenda, me acaricio con ella la cara, la doblo con cuidado, la coloco en el balde. Muevo los baldes hacia la izquierda. Continúo con la prenda que sigue.
Termino con el lado largo del triángulo de cables. Todo parece normal, no consigo detectar la anomalía que me perturbó apenas salí a la terraza. Tal vez hayan sido imaginaciones mías. Me acerco al lado más corto del triángulo, el que con mi mujer usamos para la ropa interior, ya que, cuando los lados restantes están ocupados, ese queda resguardado de posibles miradas indiscretas de los vecinos. Descuelgo las bombachas y corpiños de mi mujer. Sí, allí, todavía, casi imperceptible, detrás de los olores a sol y a jabón, está ella.
Les llega el turno a los calzoncillos. Me quedo duro: hay, justo antes de uno de mis calzoncillos, un slip a rayas rojas y amarillas. Mis calzoncillos sólo pueden ser bóxers blancos, negros o grises. Cuando me desnudo me gusta retener cierta sobriedad. ¿Qué hace entonces ese calzoncillo estridente, inapropiado, ridículo, formado por dos colores primarios alternados que, como enseñan en la escuela primaria, harán que tienda a manifestarse en la percepción visual el color faltante, en este caso el azul, justo en medio de las rayas rojas y amarillas? Respiro. Trato de ordenar mis ideas. ¿De dónde salió este disparate amarillo y rojo? Se me ocurre que quizá pertenezca a un vecino del edificio. Pero, ¿qué hace entre nuestra ropa? ¿Y por qué colgarlo justo en medio de nuestra ropa interior? No tiene sentido. Tal acto sería, de alguna manera, como meterse en nuestra cama sin pedir permiso. ¿Será una invitación a realizar un trío, formulada por un vecino que nos observa desde hace algún tiempo, cargado de secreto interés que disipa en alguna sesión de autosatisfacción? ¿Por qué, en tal caso, elegir esa manera de decirlo y mantener el anonimato? Aunque quizá sí tiene sentido, un sentido etimológico. Ménage à trois se traduce, literalmente, como “hogar de a tres”. En su origen, el concepto no implicaba un mero acuerdo sexual: suponía un arreglo doméstico para formar un hogar triangular. El dueño de ese calzoncillo no quiere intercalarse en nuestra cama: quiere intercalarse en nuestra vida doméstica. Por eso tiende su calzoncillo entre mi ropa interior y la de mi mujer. Puede incluso que la disposición de su calzoncillo (entre una bombacha de mi mujer y un calzoncillo mío) haya sido elegida con cuidado para indicar de modo subliminal sus preferencias sexuales, la posición a la que recurre más frecuentemente al autosatisfacerse pensándose con nosotros, entre nosotros. Un hombre activo y pasivo a la vez. El fundamento erótico de las orgías es la simultaneidad, la acumulación de cosas ya muy hechas en un mismo momento y lugar para producir un goce singular.
¿Qué hacer, sin embargo, con su anonimato? ¿Se supone que deba yo tratar de asociar ese calzoncillo colorinche con el rostro o los hábitos de alguno de nuestros vecinos? ¿Se supone que debamos, mi mujer y yo, ir puerta por puerta ofreciendo el calzoncillo como si fuera una especie de versión perversa de La Cenicienta? ¿O este es solo el principio de un juego largo y debemos esperar, pacientes o ansiosos, una nueva señal de nuestro misterioso admirador?
Hay, por supuesto, otra posibilidad. Ahora que recuerdo, fue mi mujer quien tendió la ropa. Tal vez mi mujer tenga un amante. Tal vez sea esta la manera que eligió para decirlo. Cuando se tiene un amante no se comete el error de lavar su calzoncillo junto a los del esposo. La infidelidad es un estado exaltado que exige una permanente atención hacia los más mínimos detalles. Si acaso el calzoncillo ajeno fuera un bóxer blanco, negro o gris, la equivocación sería una hipótesis razonable. Pero el calzoncillo ajeno es un slip rojo con rayas amarillas. Lo que me lleva a pensar que, si efectivamente fue mi mujer y no un vecino promiscuo quien colgó el calzoncillo del tendal, mi mujer, con la que en otra época hemos tendido y destendido ropa juntos y que conoce mi costumbre secreta de oler la ropa seca y acariciarme con ella el rostro, puede que me esté pidiendo (como un gesto de reclamo, o de desprecio, o tal vez, nuevamente, como sutil invitación) que haga esto que ahora hago: oler el slip rojo y amarillo, detectar, detrás del sol y el jabón, un rastro de ese hombre que, como podría esperarse de su ridícula elección de colores, huele en su intimidad como deben oler los mecánicos: sexo potente, grasa, sudor de horas transcurridas en el encierro de la fosa del taller de autos y del fútbol cinco los jueves por la noche. Acariciarme con él el rostro. Doblarlo con cuidado. Meterlo en el balde.